XV

Pasando luego a la calle de Embajadores oímos de nuevo que hacia el Avapiés había gran marejada, por lo cual atravesando por los Abades hacia el Mesón de Paredes, nos fuimos a presenciar el tumulto, que no era flojo, según el rumor de voces que desde lejos se oía. En efecto, habíase armado un zipizape que déjelo usted estar.

De manos a boca tropezamos con el tío Mano de Mortero, que se llegó a nosotros diciendo:

-¡Cómo nos engañan, Gabriel! ¡Quién lo había de decir en un caballero tan bueno como el Sr. de Mañara!

-¿Pero es traidor el Sr. de Mañara? Vamos, tío Mano. ¿Vd. también? Vd. que es una persona de tantísimo talento...

-Es verdad, niño de mi alma; ¿pero qué quieres tú? Lo dicen por ahí. A mí no me consta; pero al son que me tocan, bailo. Pues dicen que hay traidores, ¡abajo los traidores!

-¿Y qué dicen de Mañara?

-Que tiene arreglado con los franceses el entregarle la puerta de Toledo.

-¿Y cómo lo saben?

-¡Qué sé yo! Pero cuando el río suena agua lleva. Yo no he de ser menos que los demás, y pues hay traidores,¡abajo los traidores!

-¿Y la Zaina?

-¿Pues no la oyes? Si es la que más grita en medio de la plaza ¡Santa Virgen! ¡Y no está poco furiosa esa leoncilla! Ahora se ha vuelto la patriota más patriota de todo Madrid. ¡Ay mi Dios, qué nacionala tengo a mi niña!

De rato en rato aumentaba el gentío en la plazuela del Avapiés, y los hombres de mala facha unidos a las mujeres más desenvueltas de los cercanos barrios, menudeaban sus gritos y vociferaciones de tal modo, que ninguna persona honrada podría ante tal espectáculo permanecer tranquila.

-Acerquémonos -me dijo Fernández-. Yocon todo mi corazón te aseguro que si Su Majestad y en su real nombre la sala de Alcaldes de Casa y Corte, me mandase despejar este sitio, lo haría de mil amores con dos lanzazos o sablazos, que para el caso lo mismo daría.

-Guárdese Vd. de decir en alta voz tales cosas, y acerquémonos a aquel grupito de damas.

La Primorosa salió del grupo.

-Eh... Primorosa, ¿qué traes por aquí? -le pregunté.

-¡Cachiporros! -exclamó la harpía alzando los brazos, cerrando los puños, y dirigiéndose a algunos hombres que la rodeaban-. ¿Pa qué estáis aquí? ¿No vos quieren dar cartuchos? Pues iz ca el regidor y sacárselos de las asaúras. ¡Él los tiene escondíos! Él los tiene enterraos en paquetes pa dárselos a los franceses.

Entonces la Zaina abriéndose paso presentose en el centro del corrillo formado en torno a la Primorosa. Estaba la hermosa verdulera amoratada y ronca, con los ojos encendidos, las ropas hechas pedazos, y con tan fiera expresión retratada en su semblante y en toda su persona, que causaba espanto. En el momento de presentarse, traía un cartucho entre los dedos, y lo mordía y derramaba en la palma de la mano lo que debía ser pólvora y resultaba ser arena.

-¡De arena! Los cartuchos están llenos de arena -exclamó la muchacha, mostrando a todos aquel objeto.

Y al mismo tiempo los hombres allí presentes sacaban de sus sacos otros cartuchos, losmordían, y en efecto, en todos o en casi todos aparecía arena.

-¡Ese traidor nos ha dado cartuchos de arena!

La terrible voz cundió por la plaza. Allí cerca había un retén de guardia de voluntarios. Sacaron el depósito de cartuchos, mordíanlos, y por cada dos o tres con pólvora había uno con arena. Esto lo vimos el Gran Capitán y yo, y ambos nos quedamos mudos de indignación.

-Pues indudablemente ha habido traición -dije yo.

-¡Poner arena en los cartuchos! ¡Qué alevosía! Esto es entregar la patria villanamente al extranjero.

-El que tal ha hecho -exclamé no ocultando mi rabia-, es un miserable que debe ser castigado.

Gabriel, no lo creí -vociferó mi amigo, derramando lágrimas de coraje-; no creí que hubiera españoles capaces de semejante vileza. No, el que tal ha hecho no es español.

Y los dos casi sin darnos cuenta de ello, hicimos coro con la rabiosa multitud, gritando: ¡Mueran los traidores!

-¡Ese Mañara, ese ladrón! -gritaron a nuestro lado.

-¡Él ha sido! ¡Mueran los traidores y viva Fernando VII!

¡De arena! ¡Los cartuchos de arena! Esta funesta frase corrió por todo Madrid más rápidamente que si la llevara la electricidad. En muchas partes, que no en todas, pudo confirmarse la verdad de la afirmación; pero la iraera general, y el que había puesto arena en los cartuchos fue condenado a muerte por la indignación popular. Mi amigo y yo observamos que la multitud corría en todas direcciones; pero los más iban hacia la Merced. Desapareció de nuestra vista la Pelumbres, el tío Mano, y desapareció también la Zaina. Corrimos por la calle de Jesús y María, y al llegar a la de la Magdalena, la vimos completamente llena de gente: todo el vecindario estaba en los balcones, y un clamor inmenso llenaba la vasta longitud de la calle.

Hacia el centro de ella existía entonces, y existe aún, una casa suntuosa, pero de bastarda y ridícula arquitectura, por haber puesto en ella su mano D. Pedro de Ribera, autor de la fachada del Hospicio. A aquella casa histórica, residencia antes y también hoy de una respetabilísima familia, por mil títulos merecedora de la estimación pública, se dirigían las amenazas de la muchedumbre, borracha de ira. Todos querían entrar; pero las puertas estaban cerradas. Este obstáculo no tardó en desaparecer, y terribles hachazos hicieron temblar las labradas maderas de la puerta señorial, protegida por el ancho escudo que en esculpidos emblemas representaba hazañas y virtudes de otros tiempos. Mas ¿quién reparaba en esto? El pueblo, que ya había pisoteado en Aranjuez la real corona, no vacilaba en pasar por sobre la de un noble.

Hicieron, pues, pedazos la puerta, y el pueblo entró desbordándose e invadiendo el palacio, como un río que rompe los diques que durantesiglos le han contenido y se extiende por el llano con ímpetu destructor. Entraron todos, los que iban con algún objeto y los que no iban más que a gritar. No debía, pues, hacerse esperar mucho la satisfacción de la popular furia, y bien pronto nos quedamos helados de terror, oyendo decir: «Le han matado, ya le han matado».

¡Pobre y desgraciado Mañara! Ayer ídolo, ayer amigo, ayer compañero de la vil plebe, cuyo traje y costumbre, y hablar y modos imitaba, hoy inmolado por ella con barbarie inaudita, con esa cruel presteza que ella emplea ¡la infame furia! en todas sus cosas.

Pero lo espantoso, lo abominable, y más que abominable vergonzoso para la especie humana, fue lo que ocurrió después. La plebe tiene un sistema especial para celebrar las exequias de sus víctimas, y consiste en echarles una cuerda al cuello y arrastrarlas después por las calles, paseando su obra criminal, sin duda para presentarse a los piadosos ojos en la plenitud de su execrable fealdad. Esto pasó con el cadáver del infeliz regidor, a quien conocimos amante de Lesbia, amante de la Zaina, amante de todas, pues no hubo otro que como él prodigara su hermosa persona en altas y bajas aventuras; esto pasó con el cadáver del infeliz a quien llamo D. Juan de Mañara, no porque este fuera su nombre, sino porque me cuadra designarle así, para no andar trayendo y llevando los títulos de respetables casas, por los altibajos de esta puntual historia. Pero apartemos los ojos, no miremos, no, ese despojo sangrientoque por la calle de la Magdalena, y después por la del Avapiés abajo, arrastran en inmunda estera unos cuantos monstruos, hombres y mujeres tan sólo en la apariencia: cerremos los oídos a sus infames gritos, y sobre todo no miremos ese destrozado cuerpo, aún caliente, a quien las puñaladas, los golpes, el frecuente tropezar van quitando la figura humana, haciendo un jirón lastimoso de lo que fue, de lo que era pocos minutos antes hombre gallardo y gentil, y lo que es más digno de consideración, hombre dichoso y amable. Y mientras pasa esa salvaje bacanal, ese río de sangre y de infamia y de crimen, meditemos sobre las mudanzas mundanas, y especialmente sobre las cosas populares, las más dignas de meditación y estudio.

¿Era Mañara autor de la traición indudable descubierta en los cartuchos de arena? Histórica, no hija de nuestra invención, es la persona de Mañara; histórica es también su vida licenciosa, sus hábitos manolescos, sus aventuras y trato con la gente de los barrios bajos; histórica es también la Zaina, y tan históricos como la jura en Santa Gadea y el compromiso de Caspe, son sus amores con el regidor, su abandono, sus celos, su despecho, su ira, su sed de venganza y el descubrimiento, fatalmente hecho por ella, de los cartuchos de arena. Para saber todo esto basta leer media página de la historia mejor y más conocida que sobre aquellos tiempos se ha escrito. Pero ni en este eminente libro, ni en otro alguno, ni en boca de ningún viejo oiréis razones para contestar categóricamentea la pregunta que antes hice. ¿Fue Mañara traidor? ¿Intervino él en la obra criminal de los cartuchos de arena?

Os diré francamente que yo tampoco lo sé; pero debo advertiros que nunca tuve a aquel desgraciado por capaz de acción tan fea. Mañara pecaba de libertino, de ligero, de vano y más que nada de enamorado. Jamás se distinguió en otras maldades que en las del amor, por cierto bien perdonables. Le conocí alevoso y traidor en cuestiones de faldas; pero no supe nunca que en asuntos graves faltara a las leyes del honor. Con estos antecedentes casi puede asegurarse que no fue Mañara autor de la superchería de los cartuchos. ¿Pues quién lo fue entonces? Esto sí que ni la historia, ni la tradición, ni los viejos, ni yo podemos decíroslo. ¿No habéis observado que todos los movimientos populares llevan en su seno un germen de traición, cuyo misterioso origen jamás se descubre? En todo aquello que hace la plebe por sí y de su propio brutal instinto llevada, se ve tras la apariencia de la pasión un tejido de alevosías, de menguados intereses o de criminales engaños; pero ningún sutil dedo puede tocar los hilos de esta tela escondida en cuyas mallas quedan enredados y cogidos mil bárbaros incautos.

¿Quién hizo correr la voz de la traición de Mañara? ¿Fue todo obra deliberada de la Zaina? La historia dice que sí; pero yo creo haber oído tachar de sospechoso al pobre regidor en parajes muy distantes de la calle de la Pasión. Sin duda el frecuente roce con la plebe había desconceptuadomucho a D. Juan en la opinión de sus iguales. Carecía en absoluto de respetabilidad, y el que la pierde entre los de arriba queriendo sustituirla con bajas amistades, que son siempre inconstantes, está expuesto a perderlo todo en un momento, y a que cualquier chispa fugaz incendie de improviso la fábrica de una reputación que no se funda en nada sólido.

Mañara había adulado a la plebe imitándola. Con este animal no se juega. Es como el toro que tanto divierte, y de quien tantos se burlan; pero que cuando acierta a coger a uno, lo hace a las mil maravillas. Vimos caer a Godoy, favorito de los reyes, y ahora hemos visto caer a Mañara, favorito del pueblo. Todas las privanzas que no tienen por fundamento el mérito o la virtud suelen acabar lo mismo. Pero nada hay más repugnante que la justicia popular, la cual tiene sobre sí el anatema de no acertar nunca, pues toda ella se funda en lo que llamaba Cervantes el vano discurso del vulgo, siempre engañado.

-Pero vámonos de aquí -dije a mi amigo-. ¿No oye Vd. lo que dicen esos que pasan? Dicen que los franceses han aparecido por Fuencarral.

-Vamos, vamos a cumplir con nuestro deber -repuso el Gran Capitán, siguiéndome por la calle de las Urosas-. Pero me temo que lo que debía ser gloriosísima jornada, va a ser cualquier cosa, gracias a esa vil gentualla. La traición mina la plaza. Eso de los cartuchos de arena me ha puesto triste y el miserable canalla que tal hizo merece mil muertes.

Madrid, después de inmolado Mañara, continuaba inquieto, como presagiando grandes males, mientras los frailes agonizantes arrancaban de manos del pueblo el cadáver informe. La noticia de que los franceses estaban a las puertas de la villa, lo hizo, sin embargo, olvidar todo, y corría la gente azorada y medrosa, creyendo ver asomar al volver de una esquina la figura característica del azote de Europa.