Nadie se conoce
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

FILENO, CLARINO y BATO, villanos.
BATO:

  Que la mujer de Felino
parió una niña.

CLARINO:

Tan bella,
que pudiera ser estrella
en la frente de algún sino.

FILENO:

  A la fe que fue dichosa
en parir donde está preso
un príncipe.

BATO:

Yo os confieso,
que hay más de alguna envidiosa,
  pues el Rey si viene acá
algo le dará también.

FILENO:

Felino es hombre de bien.

BATO:

Está rico.

CLARINO:

Rico está,
  que le han dado muchas cosas
después que está en el castillo.
 

BATO:

El es un gentil novillo.

FILENO:

¿Qué palabras?

CLARINO:

Envidiosas.

BATO:

  Nunca tuve envidia al bien
que por mal camino viene.

FILENO:

Pues ¿qué mal camino tiene
que alguna cosa le den?

BATO:

  No sé a quién oí decir,
que tener bella mujer
era demanda tener
destas de andar a pedir.
  Todos en efeto dan,
porque no hay hombre que vea
visita en casa de fea.

CLARINO:

Malicias no faltarán.
  Cuando la vuestra era moza
alguno también la vía.

BATO:

Era su primo, y podía.

CLARINO:

Lindamente se reboza
  con un pariente un delito.
 

FILENO:

Anda que no os conocéis,
que lo que en los otros veis
tenéis en la frente escrito.

BATO:

  Yo he visto alguna mañana
al Príncipe hablar con ella,
y es casada, y no es doncella.

FILENO:

Falta ponéis en Diana
  por envidias, y intereses.

BATO:

Una no, que más han sido,
nueve faltas ha tenido,
pues que pare a nueve meses.

CLARINO:

  ¿Y las vuestras no las veis?

BATO:

Pues, ¿cuándo estuve preñado?

CLARINO:

Cortesano habéis hablado,
hacéis burla, y ofendéis.
  Son muy bellacas costumbres
tirar cañas por los aires,
y en son de decir donaires,
deshonrar con pesadumbres.
  Mas dejad faltas ajenas;
¿cuándo el bautismo ha de ser?
 

FILENO:

Hoy, y dicen que ha de haber
colación a manos llenas.

BATO:

  ¿Qué darán al sacristán?

CLARINO:

Conforme fuere el padrino.

FILENO:

Bueno será.

BATO:

Denle vino,
que él perdona el mazapán.

FILENO:

  Callad, que yo sé algún día
que jugastes al rentoy,
¿qué estuvistes?

BATO:

Bueno estoy.

FILENO:

Conoceos.

BATO:

Harto querría.

CLARINO:

  El Rey.

BATO:

¿Pues vino?

CLARINO:

Ya vino.
 

(Salen el REY y ALBANO.)
REY:

Al punto que me avisaste,
y del caso me informaste,
me puse Albano en camino.
  Labradores hay aquí.

CLARINO:

¿Huese Bato?

REY:

Vuelve acá.
¿El Príncipe dónde está?

BATO:

Con la parida le vi
  debe de haber media hora,
porque está ya levantada
con la muchacha abrazada.

REY:

¿Pues tan presto?

BATO:

Es labradora
  que no son tan melindrosas
como allá las cortesanas,
son fuertes como villanas,
como pobres animosas.
  Aún apenas han parido,
cuando, si es menester,
se levantan a poner
la olla de su marido.
 

REY:

Vete.

BATO:

  Viva su mercé.
Mas que un pleito sin favor,
nunca se le atreva humor,
ni aun una gota en el pie,
  ni se le atreva algún día
por los excesos mayores
el Fiscal de los señores,
que llaman aplopejía.

(Vase.)
REY:

  En fin, ¿mi hijo está como me adviertes
enamorado desta labradora?

ALBANO:

Señor a mi lealtad, y a tu servicio
fue justo darte aviso del indicio
que deste amor me ha dado el verlos juntos,
reírse, hablarse, y si verdad te digo,
dar lugar el villano a que la mano
le tome alguna vez.

REY:

En fin, villano,
¿será bueno matarle?

ALBANO:

¿A qué propósito?
 

REY:

Si Lisardo la habla, me parece
llegado a ejecución este deseo,
que si es verdad, por imposible veo
mi pretensión.

ALBANO:

Señor, es ya posible,
respeto de que el parto se acercaba.
y el amor de los dos me ha parecido,
que fue mayor después de haber parido.
Ella estaba en la cama con su hija
hermosa como el sol, mal dije.

REY:

¿Cómo?

ALBANO:

Y él entraba contento a visitarla,
sentábase a las nueve, y a las doce,
llamándole a la mesa no salía,
pasaba claro el sol del mediodía;
y el Príncipe en la silla sin moverse,
daban las dos, y entraban a atreverse,
Fabio tal vez, tal vez un maestresala,
y a entrambos enviaba noramala.

REY:

¿Que eso, Albano, pasó? Mi mal es cierto,
pluguiera a Dios, que nunca yo intentara
prender a Celia.
 

ALBANO:

¿Quién imaginara
que había de amar aquesta labradora,
y por ella olvidar tan gran señora?

REY:

¿Quién vio que yo la amaba y conquistaba
con la plata que ves, perlas, y oro,
perdiendo a cuanto soy honra, y decoro?
Yo sabré la verdad.

ALBANO:

¿De qué manera?

REY:

Agora lo verás, pues viene a verme.

(Salen el príncipe LISARDO y FABIO.)
LISARDO:

Aquí tienes, señor, tu humilde hechura.

REY:

Levántate Lisardo, que obligado
de tu humildad, ya quiero que estés libre,
y que luego te vayas a la Corte.
 

LISARDO:

Recibo la merced, que el amor tuyo
a mi obediencia intenta, mas no quiero
darte ocasión, para pensar que a Celia
estimo como piensas, porque estimo
tu gusto más, y quiero que le tengas
en casarme, señor, y en darle al Reino.
Ya no me reñirás, ya es acabado
aquel amor, que sólo me ha quedado
tal arrepentimiento, que no creo
que fue jamás tan grande mi deseo.
Entra a verla parida, pues te he visto
por lo que tú la quieres, y le debo,
que en aquesta prisión me ha regalado,
y hoy quiere bautizar su bella hija,
y es justo que yo acuda a darla gusto,
pues siendo cosa que amas, es tan justo.

(Vase.)
REY:

  ¡Fabio, Fabio!

FABIO:

¿Qué me mandas?

REY:

¿Qué es esto?

FABIO:

La obligación
a cosas que tuyas son.
 

REY:

Bueno, en disparates andas,
  ¿Lisardo tiene juicio?
¿A la Corte no verá,
que por él tan triste está?

FABIO:

Pienso que el piadoso oficio
  de hallarse presente a ver
hacer aqueste bautismo
le detiene, o que tú mismo
señor, le vienes a hacer.
  Es de un hijo discreción
estimar, y siempre es justo
lo que a su padre da gusto.

REY:

Pues tiénesme en opinión,
  ¿qué había de querer más
que gustar de ver agora
una simple labradora?

FABIO:

Y tú en opinión estás,
  ¿qué Lisardo ha de querer
más que reír y burlar
con mujer que va a labrar
al campo?

REY:

Y se echa de ver
  en lo que labra y cultiva.
 

FABIO:

Deste bautismo me han hecho
mayordomo, y ya sospecho
que quieren que se aperciba.
  Voy a poner en razón
las fuentes y el mazapán,
prevenir el sacristán,
porque no haya excomunión,
  que sin ocasión ninguna
son sus condiciones tales,
que por deuda de dos reales
me echará de la tribuna.

(Vase.)
REY:

  Albano, esto va perdido,
parte a la Corte y dirás
al duque Arnaldo que vas
por lo que has visto y oído
  por Celia a traerla aquí,
di que le dé libertad.

ALBANO:

¿Qué dices?

REY:

Fue crüeldad
prenderla y tratarla así.

ALBANO:

  ¿Qué dirá el Príncipe?
 

REY:

En viendo
cosa que tanto ha querido,
pondrá a Diana en olvido;
ya con Celia me defiendo
  a quien tanto aborrecí.

ALBANO:

¿No quieres consejo?

REY:

No,
que desde que me faltó
razón, no hay consejo en mí.

ALBANO:

  No he visto rey sin consejo.

REY:

Ni yo más necio criado.

ALBANO:

Siempre es necio el que es honrado.
(Aparte.)
Mal me va después que dejo
  lisonjas y adulaciones,
que no se puede medrar
sin mentir, y sin tratar
deslealtades y traiciones.

(Vase.)

 

REY:

  Qué fácil es reprehender el daño
que está fuera de sí, por mí lo siento;
yerro en lo mismo que reñir intento,
y viendo la verdad, amo el engaño.
Ciego a mi propio error miro el estraño,
y en vez de tener del conocimiento
lo que niego a mi mismo pensamiento,
quiero que en otros tenga desengaño.
En el espejo donde puedo verme,
miro el ajeno error, que así destierra
amor a la razón que ha de valerme.
Burlo del que cayó, y estoy en tierra,
y conozco por mí sin conocerme,
que nadie se conoce cuando yerra.

(Sale CELIA de parida, con tocado, cinta por la frente; y VELISA.)
CELIA:

  Sea vuestra Majestad
bienvenido.

REY:

Oh mi Diana,
¿con tal salud, y hermosura
de la cama te levantas?
 

CELIA:

A tu servicio, señor,
como tu hechura, y tu esclava,
con una criada más,
que te sirva, y que has de honrarla
hoy con sacarla de pila;
pues cuando los Reyes andan
con humildes labradores
por las riberas a caza,
ya parece que con ellos
se truecan, si no se igualan;
que allá en las Cortes son otros
entre las doradas salas,
donde tiene la grandeza
la silla de su arrogancia,
digo de su ostentación.

REY:

¿Quién te dijo esa palabra?
Que esa palabra no es
de las menos cortesanas.

CELIA:

Ya lo soy yo desde el día
que su Majestad Cesárea
vino a hacer Corte el aldea,
y palacios las cabañas.

REY:

Tu ingenio es tal, que lo creo.
Ya me parece que hablas
de otra suerte.
 

CELIA:

Sí señor,
siempre habla mejor quien gana;
ando de dicha, y así
parece que digo gracias,
porque todas lo parecen
a los que están de ganancia.
A la mujer no hay más dicha
que tener marido, y casa
a su gusto, y en su estado
cuatro cosas necesarias.
Salud que esto es lo primero,
hijos, regalos, y galas.

REY:

¿Y todo lo tienes?

CELIA:

Todo
si no se me desbarata;
mas ya no hará, si Dios quiere.

REY:

En fin, Diana, ¿te agrada
tu marido?

CELIA:

Sumamente.

REY:

¿Sumamente?
 

CELIA:

Bien reparas,
pues si sumamente dije,
he puesto suma en sus gracias,
siendo sus gracias sin suma.

REY:

Sólo en eso eres villana,
pues te pagas de un villano.

CELIA:

Después que entraste en su casa
la ennobleciste de suerte,
que con los Reyes se iguala.
¿Qué le falta para rey?

REY:

¿A quién?

CELIA:

¿Mas por qué dilatas
el hacerme esta merced?

REY:

Que tú gustes dello basta,
que me debes más que piensas.

CELIA:

Señor, si esta niña sacas
de pila, que lo merece
por la inocencia, y la cara,
seremos parientes luego.
 

REY:

¡Qué discreción! ¿Quién pensara
que ésta supiera decir
con tan fáciles palabras,
que será mía después
que aquesta merced le haga?
Ahora bien, pues ya estás buena,
quiero que a la Corte vayas,
daré un oficio a tu esposo.

CELIA:

Dame tu mano.

REY:

Levanta.
Voy a esperar a la Iglesia,
di que el Rey en ella aguarda
la niña, de quien tú quieres
que sea padrino.

(Vase.)
CELIA:

Reparta
todos sus bienes el cielo
en las paces, y en las armas,
en tu sucesión, señor,
de suerte que en Alemania
tengan las tuyas por orla
las Águilas coronadas.
¿Qué te parece, Velisa?
 

(Salen el PRÍNCIPE y FABIO.)
VELISA:

Que ya tus trabajos paran,
que ya se acercan tus dichas,
y logran tus esperanzas.

LISARDO:

  No sé si estamos seguros.

CELIA:

¿De qué suerte, mi señor?

LISARDO:

No tiene palabra amor.

FABIO:

Hace amor muchos perjuros.

LISARDO:

  Al Rey le ha pesado ya
de la prisión de Dorista,
que como en fin te conquista,
celoso de verme está.
  Y de manera le veo
proseguir en este error,
que ha de sentir nuestro amor
la fuerza de su deseo.

CELIA:

  No hará, porque quiere agora
que vaya a la Corte yo.

LISARDO:

¿Y eso ha de ser?
 

CELIA:

¿Por qué no?

LISARDO:

¿Pues cómo si el Rey te adora?

CELIA:

  Yo me sabré defender.

LISARDO:

Ese es engaño animoso;
contra un hombre poderoso
no hay resistencia en mujer.

FABIO:

  La justicia dicen que es
como la tela de araña,
que una mosca se enmaraña
adonde muere después.
  Pero un valiente animal
la tela rompe y traspasa;
lo mismo en defensa pasa
de una mujer principal.
  El pobre quédase aparte,
pero el rico, y el señor
rompen la puerta al honor,
y pasan de la otra parte.

LISARDO:

  Bien dice, no hay resistencia,
ni quien sus gustos impida,
porque quitarán la vida
a quien faltare paciencia.
 

FABIO:

  ¿Sabes cómo han enviado
por Dorista, para hacer
que la vuelvas a querer?

LISARDO:

Qué pesadumbre me has dado;
  pero Celia está segura
de que es Celia, y que es mi vida,
que esotra Celia es fingida.

CELIA:

¿Puede haber mayor locura?
  Por quien pretendió quitarte,
por quien tanto te ha reñido,
por quien dice que ha tenido
la culpa de no casarte,
  ¡por esa envía!

LISARDO:

¿Qué importa,
si eres tú la verdadera?

CELIA:

Lo que tu lealtad espera,
mi amor me vence, y reporta.
  Bien sé yo que no la quieres.

LISARDO:

Palabra te da mi amor
de no hablarla.
 

CELIA:

Eso es rigor.

LISARDO:

Pues óyeme, y no te alteres.
  Primero que mi amor, Celia divina,
olvide obligaciones tan notables,
los polos de los cielos variables
vendrán al suelo con fatal ruina.
Primero el mar adonde el sol declina
le verá amanecer, y sus mudables
ondas sin movimiento favorables,
al pecho que romperlas determina.
Primero se verá roto y deshecho
el primer movimiento, en que está asida
la ardiente esfera del supremo techo;
y de tinieblas se verá vestida.
que dejes tú de ser alma en mi pecho,
luz en mis ojos, y en mi aliento vida.

CELIA:

  Primero, mi Lisardo, habrá firmeza
en la mudable rueda de Fortuna,
y no se quejarán de envidia alguna
la virtud, el ingenio, y la nobleza.
No tendrá lisonjeros la grandeza,
ni la vida mortal muerte ninguna,
no pedirá su luz al sol la luna,
ni será desdichada la belleza.
Primero se verá que se concluya
mi amor inmenso, el monte más pequeño
al impíreo arrimar la frente suya.
Y el agravio tendrá seguro sueño,
que deje yo de ser esclava tuya,
ni tengan estos ojos otro dueño.
 

(Salen los labradores que pudieren, con fuentes y aguamaniles; los músicos de villanos bailando. ALBANO y el REY detrás del que trae la niña.)
[TODOS]:

 (Cantan.)
  Que si linda era la parida,
por mi fe que la niña es linda.
La parida linda era,
pero la niña no hallara
belleza que la igualara,
si tal madre no tuviera.
Bien lo dijo la partera
en viéndole la barriga,
por mi fe [que la niña es linda.]

BATO:

Famosamente lo ha hecho
la muchacha.

[FELISA:

Con qué risa
estaba mirando al Cura
puesta de pies en la pila.

BATO:

¿Sabéis qué noté?

CLARINO:

¿Qué fue?

BATO:

Que cuando el Rey la tenía
sobre la pila desnuda
más agua dejó que había.
 

FELICIANO:

¿Qué sería la ocasión?

BATO:

Miedo que del Rey tendría.
Que da gran temor un rey.

CLARINO:

¿Temor en aquella niña?

BATO:

¿Por qué pensáis que al llegar
a los hombres la justicia
no dice que es alguacil?
Porque nadie se tendría,
mas dice: téngase al Rey,
y luego el temor obliga
a respetar aquel nombre,
no porque el otro lo diga.

FELICIANO:

¿Vistes qué de sal le puso
el Cura?

CLARINO:

Bien se entendía
la ceremonia.

FELICIANO:

A la fe
que si algunas cuando chicas
las salasen, que después,
quizá no se dañarían.
 

REY:

Aquí está el Príncipe.

ALBANO:

Aquí
está también la parida.

REY:

¿Siempre juntos? ¡Caso estraño!

CELIA:

Mercedes tan infinitas,
¿quién las pagará, señor?

REY:

Diana, quien las reciba
con ánimo de pagarlas.

CELIA:

Soy yo la pobreza misma.

ALBANO:

Donde está tu esposo.

FELICIANO:

Aquí
con el alma agradecida
de lo que por todos haces.

REY:

Doy desde agora a la niña
dos mil ducados de renta,
para que podáis vestirla,
y palabra de tratarla
como a mi nieta podría
si la tuviese.
 

FELICIANO:

Bien puede
hacerlo su Señoría,
pues ya somos sus parientes.

REY:

Haced muchas alegrías,
y llevalda a descansar.

BATO:

Par Dios que en toda la villa
se han de poner luminarias.

FELICIANO:

¿No habrá mañana sortija?

BATO:

Y como yo salgo a ella,
porque tengo una pollina
que corre como un corchete.

CLARINO:

Toca, Pascual, y relincha.

[TODOS]:

(Cantan.)
Que si linda era la parida,
por mi fe que la niña es linda.

(Vanse todos.

 

Y queda el REY con ALBANO.
REY:

  ¿Cómo tarda Celia, Albano?

ALBANO:

Espántome de que sea
tan breve el camino, y vea
el Duque, si está en su mano,
  lo que esto importa a tu gusto,
y que se detenga allá;
pero ya a la puerta está.

REY:

Llego a templar mi disgusto.
  Aquí me quiero esconder,
tú llama al Príncipe luego.

(Salen el duque ARNALDO y DORISTA, y el REY se esconde.)
DORISTA:

Alegre, y sin gusto llego.

ARNALDO:

¿Eso cómo puede ser?

DORISTA:

  Porque nace mi alegría
de que al Príncipe veré,
mi pena, de que no sé
si el Rey a llamar me envía
  para mayores agravios.

ARNALDO:

Si el Rey vengarse quisiera,
con otro término fuera
como lo intentan los sabios.
  Pero yo sé que te estima,
y que te quiere casar.
 

ALBANO:

La mano me puedes dar.

DORISTA:

El verte humilde me anima:
  ¿vengo a morir o vivir?
Tú bien lo sabes, Albano.

ALBANO:

Pues yo te pido la mano,
vienes, señora, a vivir.
  El Rey ya desengañado
quiere que vuelvas a ver
al Príncipe.

DORISTA:

Puede ser
que le hayan bien informado.
  Aunque suele a los señores
la primera información
darles tan fuerte opinión,
que es causa de mil errores.

ALBANO:

  Voy a llamar a Lisardo,
albricias quiero ganar.

(Vase.)
DORISTA:

Nadie las pudiera dar
como yo del bien que aguardo.
  En fin, Duque, ¿ha conocido
el Rey quién soy?
 

ARNALDO:

Yo sospecho
que aqueste milagro han hecho
ciertos celos que ha tenido.
  Esto te digo obligado
de mi amor, que comenzó
fingido, y después llegó
a darme pena y cuidado.
  Que a no ser por el respeto
del Príncipe mi señor,
hubiera dado a mi amor
esperanzas de secreto.

DORISTA:

  El estar agradecida,
por lo menos me debéis.

ARNALDO:

Obligaciones hacéis
de lo que estáis ofendida.

(Salen el PRÍNCIPE, ALBANO y FABIO.)
ALBANO:

  Pensé que albricias me diera
vuestra Alteza.

LISARDO:

Ya pasó
el tiempo en que diera yo
mil reinos, si mil tuviera.
 

ALBANO:

  ¿Es posible?

LISARDO:

Yo te digo
la verdad.

ALBANO:

Pues vesla aquí.

DORISTA:

Señor mío.

LISARDO:

Tente.

DORISTA:

¿Así
me recibes?

LISARDO:

Si contigo
tengo al mayor enemigo
de mi honor, y de mi amor,
¿de qué te espanta el rigor
con que te aparto y desecho?
Porque no ofendas el pecho,
ya que ofendiste el honor.

DORISTA:

  ¿Yo, señor?

LISARDO:

Ya se han sabido
Celia, todas tus maldades.
 

DORISTA:

¿Luego tú te persuades
Lisardo, que te he ofendido?
¿No sabes que fue fingido
del Duque el amor?

LISARDO:

No sé
si es verdad, o no lo fue,
sé que en un hora de ausencia,
como os falta resistencia,
perdéis de vista la fe.
  Desdichado del que alcanza
tal premio en tanta fatiga,
pues mientras más os obliga,
más os dispone a mudanza.
Burlaste mi confianza,
perdiste el mayor amigo;
mas no he podido conmigo
vengarme, Celia, en matarte,
porque pienso que el dejarte
es el más justo castigo.
  Esas prendas que tenías
allá también las tendrás,
di que son tuyas no más,
y no digas que son mías;
que aunque con ellas solías
prenderme más cada hora,
tu sangre así lo desdora,
que temo alguna traición,
cuando me acuerdo que son
hijos de mujer traidora.
 

DORISTA:

  ¡Qué buen pago que me quieres
dar con tan infames nombres!
¿Más cuando mejor los hombres
pagaron a las mujeres?
Tú eres, Lisardo, ¿quién eres?
¿No es posible, o no soy yo
la que tanto te obligó,
pues me desprecias así?
Mas amor dice, que sí,
y tu ingratitud, que no.
  Como ya tratas de amar
quien sabes, y yo también,
que te merece más bien,
que quien te supo obligar,
de mí te quieres quejar,
que sois los hombres tan fieros,
tan mudables, tan ligeros,
que cuando olvidar queréis,
como en la mano tenéis
la disculpa de ofenderos.
  Bien me pudieras dejar
mal pagada de mi amor,
sin ofender a mi honor,
ni dar al vulgo lugar
a que me pueda infamar,
siquiera porque tenía
esta sangre tuya y mía
necesidad de opinión;
pero siempre la traición
lleva la crueldad por guía.
  Esas prendas no diré
que son tuyas, ni son mías,
que yo acortaré sus días,
y en ellas me vengaré.
En los brazos tomaré
partes que tengo de ti;
direles que te perdí,
y tú los pierdes a ellos,
y me mataré con ellos,
por apartarte de mí.

(Vase.

 

Y sale el REY, y detiénela.)
REY:

  Detente, que esta crueldad
no cabe en humano pecho,
por lo menos en el mío
ha podido el sentimiento
dar ocasión a los ojos.
Dime, Lisardo, ¿qué fiero
tigre [...]
cual áspid en los desiertos
de Arabia, o Libia? ¿Eres tú
mi sangre? Yo no lo creo,
ni que la tengas humana,
pues que con tanto desprecio
tratas quien amaste tanto.
 

LISARDO:

Hablas conmigo, no pienso
que te acuerdas que tú fuiste
quien aquí me tiene preso,
porque quiero, o porque quise
la que dices que desprecio.
¿Acuerdaste que en su casa
entraste una noche haciendo
alarde de tus crueldades
con este mismo sujeto?
Ésta es la misma, ésta es Celia,
dime, ¿qué pena merezco
por obedecerte yo?
Lo mismo que quieres quiero.
¿Tú pretendes que la olvide?
Pues eso mismo pretendo.
¿Quieres que deje mis hijos?
Pues, señor, mis hijos dejo.
Como te he de contentar,
si cuando pienso que acierto
yerro, mas por tus mudanzas,
y acierto más cuando yerro.
De manera que he de andar
en mis desdichas atiento,
y en una misma ocasión,
queriendo, y aborreciendo.
Cuando olvido, porque olvido;
cuando quiero, porque quiero.
¿Qué piensas hacer de mí?
 

REY:

Ya Lisardo, es otro tiempo,
esta dama es gran señora,
fue su padre Filiberto,
gran Capitán General
del Águila del Imperio.
Con ella no sólo puedes
casarte, pero sospecho
que con cualquier dama suya;
y cuando lo que refiero
no te obligara, ¿no basta
que ya es madre de mis nietos?
¿Qué has de hacer con cinco hijos,
que basta cualquiera dellos
creciendo a dar confusión
a tu casa y a tu Reino?
Vuelve en ti, no seas cruel.

LISARDO:

¿Agora me dices esto?
¿Celia es principal agora?
¿No dices tú que la vieron
hablar con el duque Arnaldo?

REY:

Esa fue traza y concierto
para quitarte el amor
con la capa de los celos.

LISARDO:

¿Pues qué es lo que agora quieres,
ya que tanto mal me has hecho?
 

REY:

Que te cases, y que pagues
tan justas deudas.

LISARDO:

No creo
que hablas de veras.

REY:

Lisardo,
esto no puede ser menos,
paga tanta obligación.
Yo hablaré después al Reino,
yo diré que cinco hijos
de una señora, a quien tengo
deudo por parte de Francia,
son muy justos herederos.
No hay que buscar otra cosa.

LISARDO:

¿Tú no lo abonas?

REY:

Deseo
que conozcas lo que vale,
y hacer este casamiento.
Venga mi Celia conmigo,
ya es mi hija, vengan luego
mis nietos, y en esta aldea
os casaréis con secreto,
que no quiero que se sepa
hasta que todos estemos
contentos, y en paz.
 

DORISTA:

Señor,
la tierra que pisas beso.

REY:

Ven, Celia, venid con ella
vosotros.

ARNALDO:

Tú has dado ejemplo
de piedad y de justicia.

ALBANO:

Hoy a tus gloriosos hechos
has añadido, el mayor.

(Vanse todos acompañando a DORISTA. Y quedan el PRÍNCIPE y FABIO.)
FABIO:

¡Oh qué lindos lisonjeros!
Cuando el Rey la aborrecía
alababan sus despechos,
y ahora los vituperan.

LISARDO:

Fabio, ese linaje necio
es como sombra.

FABIO:

Bien dices,
siempre va siguiendo al cuerpo.
 

(Salen CELIA y VELISA.)
CELIA:

  Vengo cual fuera de mí.

VELISA:

Nunca con mayor razón.

CELIA:

Lisardo, ¿qué confusión
es ésta que pasa aquí?
  ¿Dorista en nuestro castillo,
y del Rey acompañada?

LISARDO:

Tú, Celia, fuiste culpada,
tú fuiste, Celia, el cuchillo
  para nuestra perdición.
Quiérela hacer degollar
el Rey, pensando acabar
nuestra amorosa afición;
  y así es fuerza que de aquí
salgas huyendo.

CELIA:

¡Qué presto
fortuna inconstante ha puesto
sus pies mudables en mí!
  Pero ¿cómo haré, mi bien,
que no den muerte a Dorista?
Que aunque ella no se resista,
es grande crueldad también.
  Es mi prima, y como sabes
es hija del Conde Alberto.
 

LISARDO:

No más burlas, que no es cierto
antes ya quieren que acabes
  con tus desdichas los cielos,
que el Rey celoso de mí
a Dorista trujo aquí
para sosegar sus celos.
  Y como la desprecié,
dice que me he de casar
con Celia, y que quiere hablar
al Reino, y por eso fui
  acompañándola aquí
con tan alegres efetos,
que le ha pedido sus nietos.

CELIA:

¿Cierto?

LISARDO:

Todo pasa así.

CELIA:

  ¿Búrlase el Príncipe, Fabio?

FABIO:

La verdad te ha dicho en todo.
No hay sino buscar el modo
con que no parezca agravio
  de su honor, y entendimiento,
el engaño que le hacéis,
pues excusar no podéis
de acetar el casamiento.
 

CELIA:

  ¿Qué modo se puede hallar?

FABIO:

Pues ¿cómo se puede hacer,
si es que Dorista ha de ser
la que se viene a casar?
  Aunque él está tan perdido
de celos, que por librarse
de Lisardo, ha de alegrarse
del engaño en que ha vivido.
  ¡Mirad en lo que han parado
aquellas reprehensiones,
que de prudentes Catones
doctos en razón de estado,
  hacen cosas semejantes,
sin conocer sus errores!

LISARDO:

Solas las que son de amores
parecen más importantes.

FABIO:

  Es sin duda, porque son
acciones de gran flaqueza,
ofender la fortaleza,
y derribar la opinión.
  A un hombre grave destruye,
y desautoriza el ver,
que siga alguna mujer
por la flaqueza que arguye.
  Dicen que la autoridad
fue la primera inventora
de las puertas falsas.
 

LISARDO:

Dora
el hurto la liviandad.
  Pero dejemos, oh Fabio,
el murmurar, que es locura,
pues quien agraviar procura,
no ha de quedar sin agravio.
  Grecia de ciencias abismo,
puso por mayor trofeo
en las puertas del Liceo
el conocerse a sí mismo.
  Mira Celia, y sólo bien
del alma con que te adoro,
como tu honor, y decoro
premian los cielos tan bien.
  Hoy has de quedar casada,
porque como vez alguna
suele burlar la fortuna,
ésta ha de quedar burlada.
  Dame tus hermosos brazos,
y confirma aquí el amor,
mientras el Rey mi señor
nos pone mayores lazos.
 

(Sale el REY.)
CELIA:

  ¿Qué mayor pudiera ser
que el de amor en mi deseo?

REY:

Cielos, ¿qué es esto que veo?

VELISA:

El Rey, Celia.

REY:

Al fin, mujer.
  Pues di, Lisardo, ¿tratando
de casarte con quien tienes
gusto, a dar los brazos vienes
tan públicamente, cuando
  ya tienes a Celia aquí?

LISARDO:

¿Pues esto señor qué importa?

CELIA:

Si su merced se reporta
sabrá por qué se los di.
  Como mi marido, y yo
vamos a la Corte ya,
y el señor se queda acá,
sus nobles brazos me dio,
  llegándole yo a pedir
la mano para besar.

REY:

Y sin venirle a buscar,
¿no te pudieras partir?
 

CELIA:

  Soy yo tan agradecida
a la merced que me has hecho,
que quise ofrecerle el pecho,
la sangre, el alma, y la vida.

REY:

  Basta, discreta Diana,
que te haces como agora
cuando quieres labradora,
cuando quieres cortesana.
  Vete a la Corte con Dios,
buena serás para allá.

CELIA:

Dadme los pies.

REY:

Bien está.

CELIA:

Siento apartarme de vos,
  pero ya podría ser
que nos juntásemos tanto
que diese a este Reino espanto.

REY:

¿Cierto?

CELIA:

Dios lo puede hacer.

VELISA:

  Échame también a mí
en merced la bendición.
 

REY:

En la Corte habrá ocasión
de darte remedio a ti.
  Haz buen oficio, Velisa,
en mis cosas.

VELISA:

Vos veréis
que memoria en mí tenéis.

LISARDO:

Muriendo me estoy de risa.

FABIO:

  ¿Que esto no conozca un hombre?

LISARDO:

Nadie se conoce, Fabio.

FABIO:

Sí, pero siendo tan sabio,
¿no quieres tú que me asombre?

REY:

  Lisardo.

LISARDO:

Señor.

REY:

Aparte,
escucha.

LISARDO:

¿Qué es lo que quieres?
 

REY:

Parte de mi alma eres,
della te quiero dar parte,
  de ti me importa saber
una verdad, que podría
ser por inocencia mía
grande error, esta mujer,
  esta Diana, esta bella
labradora, óyeme atento.

LISARDO:

Ya entiendo tu pensamiento,
¿es amor?

REY:

Muero por ella,
  y cuando en aquesta edad
llega un hombre a hablar así.

LISARDO:

Antes de agora entendí,
gran señor, tu voluntad.
  Plega al cielo que sí he dado
mis brazos a otra mujer
que a Celia, y esto con ser
su esposo escrito y jurado.
  Si jamás llegué mis labios
a otro clavel que a su boca,
ni en plática mucha o poca
traté amorosos agravios.
  Si tomé jamás la mano
de otra mujer, con intento
de lascivo pensamiento,
todo el cielo soberano
  se conjure contra mí,
pierda el crédito y honor,
porque no puede un señor
hacer más mal contra sí.
  Y plega a Dios.
 

REY:

No haya más,
perdona hijo al deseo,
que no pensé que tan feo
cupiera en mi edad jamás.
  No fuera amor tan temido
si alguna edad respetara,
si algún estado mirara
de cuantos serán, ni han sido.
  Porque me da amor tal guerra
dos mundos pintan a amor
para decir que es señor
igualmente en cielo y tierra.
  En cuya conformidad
vesme aquí rendido y preso,
para mi grandeza exceso,
deshonor para mi edad.
  Con esto seguro estoy,
pídeme, si hacerte puedo
algún gusto.

LISARDO:

Cierto quedo
que lo estás de lo que soy,
  y pues me mandas que pida
ya te pido.

REY:

Ya deseo
saber lo que es.
 

LISARDO:

Gran señor,
Arnaldo poco discreto
ha quitado la opinión
a una dama, de quien puedo
asegurarte que tiene
iguales merecimientos.
Entró en su casa atrevido,
y con fingidos requiebros
solicitaba su honor.

REY:

¿Pues qué resultaba deso?

LISARDO:

Que ella está sin opinión.

REY:

¿Cobrarala el casamiento?

LISARDO:

Sólo ese remedio tiene
en su honor.

REY:

Prevenle luego.

LISARDO:

Pues luego a traerle voy,
guárdete, señor, el cielo.

FABIO:

¿Qué le has dicho?

LISARDO:

Fabio, amigo,
cómo veo que a este juego
voy ganando, voy parando
cuanto delante me han puesto.

(Vase el PRÍNCIPE con FABIO.)

 

REY:

Arnaldo.

ARNALDO:

Señor.

REY:

Mi hijo
ha sido agora tercero
de un casamiento contigo.

ARNALDO:

¿Conmigo?

REY:

Y yo te prometo,
que porque estás obligado
a su opinión cuando menos,
te has de casar.

ARNALDO:

¿Yo, señor?

REY:

Arnaldo, ya no hay remedio.

ARNALDO:

¿Yo debo a nadie opinión?

REY:

Eso te dirán muy presto,
porque se han de hacer tus bodas
con las de mi hijo.
 

ARNALDO:

Pienso
que te han engañado.

REY:

Mira
que no es caballero cuerdo
quien niega al Rey la verdad.

(Entra ALBANO.)
ALBANO:

Ya por tu consetimiento
vienen el Príncipe y Celia,
sus damas, y todo el pueblo
a jurar el desposorio
en tus manos.

REY:

Yo me alegro.
Mas Albano, ¿mi Diana
fuese a la Corte?

ALBANO:

Ya creo
que ella, su marido y casa,
con mucho gusto se fueron.

REY:

Advierte que han de tenerle
en la tuya, porque quiero
ir a verla algunas noches.

ALBANO:

Sólo servirte deseo.
 

(Canten dentro.)
REY:

¿Qué es esto?

ALBANO:

Vienen cantando
los labradores.

REY:

Teneos
que es esa mucha alegría
para casos tan secretos.

(Salen todos los labradores con música. El PRÍNCIPE galán de novio, CELIA con vestido rico de dama, con ella VELISA, DORISTA y FELICIANO, y FABIO que las traen de las manos.)
LISARDO:

Aquí tienes, gran señor,
a tus hijos.

REY:

Aquí tengo
todo mi bien, pues casado
y con sucesión te veo.
Dame, mi Celia, tus brazos,
yo te recibo en mi pecho
para confirmar mi amor.

CELIA:

Yo soy tu esclava.

REY:

¿Qué es esto?
 

CELIA:

Que yo soy Celia, señor.

REY:

¿No eres Diana?

CELIA:

Sabiendo
que me querías matar,
o quitarme cuando menos
mi esposo, y mis bellos hijos,
tomé este traje, y viviendo
con este engaño segura,
has ablandado tu pecho.
Pues si tanto me has querido,
que consideres te ruego,
que no es mucho que Lisardo
me quiera como le quiero.
Tú has mandado que se case,
puesto que ya estaba hecho,
si agora te has de enojar,
aquí nos tienes.

REY:

No acierto
a responder de turbado;
¿hay engaño tan discreto?
Corrido estoy, duque Arnaldo,
Albano, corrido quedo.
¿La otra Celia donde está?
 

DORISTA:

Aquí, señor, y temiendo
que vengues en mí tu enojo.

LISARDO:

Ésta es la hija de Alberto,
que por ser Celia fingida,
en tal peligro se ha puesto.
Manda que el Duque se case,
pues por su loco deseo
le ha quitado la opinión.

ARNALDO:

Antes que lo mandes llego
a darle la mano, y digo,
que por dichoso me tengo.

FABIO:

Fabio, ¿no ha de pedir nada?

REY:

¿Qué quieres? Que estoy sin seso,
pues no conocí mi error,
y castigado le veo.
¿Qué es del marido fingido
de Celia?

FELICIANO:

A pedirte llego
perdón del engaño.

REY:

A todos
desde agora le concedo.

FABIO:

Concedo.
 

REY:

¿Qué te parece?

FABIO:

Palabra de Jubileo.
¿Mas no me dan a Velisa?

REY:

Con un oficio muy nuevo.

FABIO:

¿De qué?

REY:

De guía de amor.

FABIO:

¿Con qué renta?

REY:

Con docientos.

FABIO:

¿Yo, señor?

REY:

¿Niegas?

FABIO:

¿Pues no?

LISARDO:

Bien has dicho, pues con eso
da fin Nadie se conoce,
si no son dos, que esto es cierto,
el Poeta de ignorante,
y nuestro Autor de sus yerros.