Nadie se conoceNadie se conoceFélix Lope de Vega y CarpioActo I
Acto I
Salen ROBERTO, rey de Hungría, y ALBANO, caballero.
ALBANO:
Vuestra Majestad intente
dividirlos a los dos.
REY:
Como el Príncipe no siente,
¿qué castigos tiene Dios
para un hijo inobediente?
ALBANO:
Amor es ciego sin guía,
y en la humana jerarquía
tiene tanta autoridad,
que aun dijo la Antigüedad,
que a los Dioses se atrevía.
Pintole un sabio rompiendo
rayos en el aire.
REY:
El daño
es que yo le reprehendo
para dar fuerza a su engaño
con lo mismo que me ofendo.
Porque es pasión ofendida
de ver que nadie la impida,
se opone al más atrevido,
que crece amor resistido
como el agua detenida.
ALBANO:
Señor, dicen que en amor
hay dos fines desiguales
con que se templa su ardor.
REY:
Con pensamientos iguales
tengo al remedio temor.
ALBANO:
Cuando es amor que desea,
en gozando la hermosura
suele parecerle fea,
que templa el bien que procura
ver que le goce y posea.
De suerte que esta mudanza
nace del bien que se alcanza,
porque en los brazos le halló
menor que se le mostró
el deseo a la esperanza.
El otro amor es del trato,
y mucho más peligroso,
porque es de un Miclas retrato
abundante y deseoso
nunca mudable ni ingrato.
Y como en la ejecución
no se templa su pasión,
tiene por fin el agravio;
sólo este médico es sabio
que los demás no lo son.
REY:
Ya te entiendo.
ALBANO:
Puede ser.
REY:
Dices que el Príncipe quiere
por trato aquesta mujer,
donde el deseo no muere
ejecutado el placer.
Y que no podrá olvidar
sino sólo por agravio.
Pero, ¿quién ha de agraviar
a un hombre gallardo, y sabio,
que quiere, y sabe obligar?
Demás de que yo he sabido,
que de los dos ha nacido
el vínculo deste amor,
los hijos es el mayor,
y es imposible el olvido.
Celia es mujer principal,
¿qué agravio le puede hacer?
¿cómo será desleal
obligada una mujer,
y siendo tan desigual?
Fue su padre Caballero
noble, según me han contado,
si bien de Hungría estranjero,
y en Francia el mejor soldado
que ciñó lustroso acero.
Yo no la he visto en mi vida,
pero dicen que es mujer
virtuosa y recogida,
pues ¿cómo puede ofender,
ni ser de olvido ofendida?
ALBANO:
Señor, si bien las mujeres
saben resistir amando,
y de sus partes lo infieres,
porfiando y conquistando
puede haber algo en que esperes,
que hasta un poeta llamó
lo que nadie conquistó,
y cuando Celia lo sea,
ni escuche, ni hable, ni vea,
con eso sólo haré yo
que el Príncipe esté quejoso,
y aun celoso, que esto basta,
no es caso dificultoso
pintarle de la más casta
un agravio mentiroso.
Que si él lo llega a creer
el mismo efeto ha de hacer
que la verdad.
REY:
Es engaño,
porque en viendo el desengaño
se han de volver a querer.
De manera que es error
darle fingidos recelos
desengañando el temor,
que amistades sobre celos
doblan, Albano, el amor.
ALBANO:
Cuando un hombre está quejoso
del agravio de su dama,
del olvido codicioso,
por venganza finge que ama,
y se entretiene celoso.
Prevenir una mujer
que solicite querer
al Príncipe, y que esto sea
de suerte que Celia crea
que agravio le pudo hacer,
pues ella la ofensa mira,
y el Príncipe lo sospecha,
aunque todo sea mentira,
tú verás lo que aprovecha
para moverlos a ira.
Y por donde no lo piensas
tendrán por ciertas las culpas,
y imposibles las defensas
que antes que se den disculpas
se habrán hecho mil ofensas.
REY:
¿Pues quien te parece a ti
que sirva a Celia?
ALBANO:
Señor,
el duque Arnaldo está aquí,
hombre de pecho y valor,
esto en secreto le di,
y da principio al engaño,
que yo por mi parte haré
que crean los dos su daño.
REY:
Voyle hablar para que esté
prevenido en el engaño.
(Vase.)
ALBANO:
Deseos de subir a donde pueda
tener lugar que a todos me adelante,
me incitan a inquietar un noble amante,
aunque de serlo yo la culpa exceda.
A la Fortuna le pusieron rueda
no sólo por ser fácil y inconstante,
mas porque un hombre en ella se levante,
pues si no la provoca, se está queda.
Tan presto es liberal, como es avara,
ya los que estaban llenos, se ven faltos,
ya los que eran cobardes, atrevidos.
Ella en efeto es rueda, y nunca para,
y así por fuerza donde caen los altos
vienen a levantarse los caídos.
(Vase. Y salen el PRÍNCIPE y FELICIANO, caballero; CELIA, dama; DORISTA y VELISA, damas suyas.)
LISARDO:
Quiero encarecer mi amor,
y parece que no acierto;
pero sé que estoy muy cierto
que no puede ser mayor.
CELIA:
Si vos no tenéis temor,
más podéis encarecer
vuestro amor, porque vencer
al temor, mi bien, quien ama,
verdadero amor se llama,
y así es mayor en mujer.
Teme la mujer que amando
corre peligro su honor,
teme, si hay competidor
perder lo que está gozando.
Si hay marido, está temblando,
si hay padre, el justo pesar
que en saberlo le ha de dar,
y quien teme como temo
a un rey, ¿qué mayor estremo,
qué mayor fuerza de amar?
LISARDO:
¿Y quién por vos aventura
de su padre la obediencia,
del Reino la diligencia,
con que casarme procura,
que le debe a esa hermosura?
¿Es menor la obligación?
Pero diréis que estas son
obras en hombre obligado
al hombre, a quien Dios ha dado
más valor y perfección.
CELIA:
No puede haber amor que iguale al mío,
mi sentido excedió mi sentimiento,
cuanto sin vos es bien, cuanto es contento,
es para mí tormento y desvarío.
Tan nuevas almas en mi pecho crío,
que son pocas cien mil para un momento,
haceme sombra el mismo pensamiento,
y della, si os ofende, me desvío.
Amor no tiene en mi cosa imposible,
por mí sola se pudo pintar ciego;
el alma para vos no es invisible.
Con esta fuerza a lo imposible llego,
y os quiero tanto más de lo posible,
que si no soy amor, vengo a ser fuego.
LISARDO:
Nace del dulce pensamiento mío
siempre, señora, en vos mi sentimiento,
porque pensar tener otro contento
sino es pensando en vos, es desvarío.
Pienso en pensar qué pensamientos crío,
que no falten de vos sólo un momento,
y por no tener otro pensamiento,
de pensar en perderle me desvío.
Corrido está de verme el imposible,
la majestad rendida, el temor ciego,
y yo para otros gustos invisible.
Pues cuando a ver vuestra hermosura llego,
desprecio tanto amaros lo posible,
que con sólo mirar abraso al fuego.
FELICIANO:
Vos y yo poco sabremos
decirnos desto.
DORISTA:
Es verdad,
que donde no hay voluntad
pocos serán los estremos.
FELICIANO:
Yo os tengo alguna.
DORISTA:
Dejemos
esto de tener alguna.
FELICIANO:
Alguna es principio de una.
DORISTA:
Amad con mucha, o callad,
porque alguna voluntad
está cerca de ninguna.
(Sale FABIO, criado del PRÍNCIPE.)
FABIO:
¿El Príncipe mi señor?
FELICIANO:
Aquí está.
LISARDO:
Pues bien, ¿qué hay Fabio?
FABIO:
Que todos tratan tu agravio
desde el mayor al menor.
Tan público llega a ser,
que Riselo me ha contado,
que quiere tu padre airado
valerse de su poder.
Celia en gran peligro está.
LISARDO:
Siempre Fabio lo temí.
CELIA:
Si hay peligro para mí,
el de perderte será.
LISARDO:
Antes perderé la vida.
CELIA:
La Corte quiero dejar,
que el Rey me hace buscar;
o soy muerta, o soy perdida.
LISARDO:
Sabe el Rey que para Dios
eres Celia mi mujer.
CELIA:
Sé yo que tiene poder
de apartarnos a los dos.
FELICIANO:
Si la Corte has de dejar,
aquí cerca hay una aldea.
LISARDO:
Y no hay remedio que sea
más fácil, pues hay lugar
de verte siempre que quiera.
FABIO:
El bosque de Miraflor
tiene un castillo, señor,
puesto en su verde ribera,
hay desde la aldea a él
un tiro de piedra menos,
donde mil olmos amenos
forman un verde dosel.
Es casa llana y cerrada,
haz que Celia viva allí,
no en el traje que está aquí,
pues puede andar disfrazada.
Y porque los labradores
son maliciosos, que en fin
nunca verás hombre ruin
con pensamientos mejores.
Un criado que no sea
en la Corte conocido,
se finja ser su marido,
y satisfaga la aldea.
LISARDO:
Bien dice, y nadie mejor
que Feliciano.
FELICIANO:
Si puedo
servirte, aquí estoy.
LISARDO:
Yo quedo
satisfecho de tu amor.
Celia será labradora,
tú su marido, y yo quien
vaya secreto, mi bien,
a ver el que el alma adora.
CELIA:
Todo está bien ordenado,
¿mas no ves que si me ausento
me ha de buscar?
FELICIANO:
Pensamiento
bien temido, y bien fundado.
LISARDO:
¿Pues qué remedio?
FELICIANO:
Que aquí
Dorista se quede agora
en nombre de mi señora.
DORISTA:
Y den los rayos en mí.
LISARDO:
No temas que el Rey te ofenda
y más que te he de guardar,
estimar y visitar
como a mi querida prenda.
Quédate Dorista aquí,
que yo tengo quien te guarde.
DORISTA:
No me tengas por cobarde,
que más valor vive en mí.
Digo que me quedaré
siendo Celia a resistir
sus llamas hasta morir.
LISARDO:
Pues haced que a punto esté
una carroza.
FABIO:
¿Carroza,
señor? Un carro ha de ser,
que la industria del poder
notables vitorias goza.
Feliciano disfrazado
en las mulas ha de ir,
y en el lugar prevenir,
que este castillo ha tomado
por algún arrendamiento
para ganado y labranza,
que dar esta confianza
es el mejor fundamento.
LISARDO:
Bien dice, esto queda así:
vístanse los que han de ser
labradores.
CELIA:
Voy a ver
lo que vengo a ser por ti,
aunque lo más tengo ya
de labradora, y de honrada,
que es estar del sol quemada
que de tus ojos me da.
LISARDO:
Antes yo tu sombra soy,
y te sigo desde agora,
y si soy tu sol, señora,
tú eres el cielo en que estoy.
CELIA:
Ya mi temor me importuna,
ni seas sol, ni yo tus cielos,
porque vendré a tener celos
de que des luz a la luna.
(Vanse todos y quedan VELISA y FABIO.)
FABIO:
¿Vuesa merced no me dice
alguna cosa, pues ya
a ser villana se va?
VELISA:
Mucho a quien soy contradice,
no sé si sabré fingir,
¿pero qué se puede hacer?
FABIO:
Mujer, fingir, y nacer
a un tiempo suele salir.
Esto por estremo hacen
sin maestros de danzar,
porque bailar, y engañar
lo saben desde que nacen.
¿Por qué piensas que lloramos
los hombres cuando nacimos?
Porque obligados salimos
a lo que después pagamos.
Es deuda que nunca pasa
su beldad, y engaño inmenso,
cargar un perpetuo censo
por nueve meses de casa.
VELISA:
¿Y nosotras no lloramos
porque sujetas nacimos?
FABIO:
Fue maldición.
VELISA:
Ya servimos.
FABIO:
¿Y no medran?
VELISA:
¿Qué medramos?
El hombre manda, es señor
del gobierno, y del dinero.
FABIO:
Del dinero, eso no quiero
que allá le tenéis mejor.
Porque si cuanto tenemos
nos quitáis cuando os le damos,
¿qué sirve que le tengamos
pues tan presto le perdemos?
Comienza el dinero en di,
porque di, y acaba en nero,
porque es crueldad dar dinero,
que el Nero lo dice ansí.
Ahora bien mira qué quieres,
¿pues quedo a ser cortesano?
VELISA:
Que te vayas a la mano
en hablar mal de mujeres,
que los cortesanos son
gente libre en esta parte.
FABIO:
Honrarelas por honrarte
de cualquiera condición.
Las flacas y carnisecas
llamaré desde hoy jarifas,
gallardas las hipogrifas.
Las tentadas de muñecas
trataré con dulces nombres,
diré que enfermas están,
pues por do quiera que van
van dando el pulso a los hombres.
Las gordas diré que son
gente de asiento y de peso,
porque es la mujer sin seso
calabaza del varón.
Las frías diré que anima
su frialdad, y que enamora
pues lo es más la cantimplora,
y hay tiempos en que se estima.
Las cálidas, que son nobles,
pues que tienen calidad,
las que no tratan verdad,
que también hay tratos dobles
en la milicia, que es cosa
de los hombres tan honrada;
que la adúltera casada
de su dueño está quejosa.
FABIO:
Pues no hay mujer, ni se piensa
aunque en las malvas nacida
que bien comida y bebida
hiciese a su dueño ofensa.
La doncella que no dio
buena razón a su madre,
que fue descuido del padre,
pues grande no la casó.
No hay delito que no cubra
pues una doncella grande,
aunque el Rey no se lo mande
es forzoso que se encubra.
La soltera tomajona
bien la sabré disculpar,
aunque aquesto del tomar
hasta el oro no perdona.
La buscona a pie, o en coche
diré por hacerlas graves,
que crió Dios muchas aves
que se sustentan de noche.
Con esto que les ofrezco
de la obligación te saco.
VELISA:
¡Qué grandísimo bellaco!
FABIO:
Por honrarte lo merezco.
(Vanse. Y sale el REY, el duque ARNALDO y ALBANO.)
REY:
Esto has de hacer por mí.
ARNALDO:
Serás servido
puesto que con razón siento en efeto
ofender en su gusto a quien ha sido
mi Príncipe y señor.
REY:
Será secreto.
ARNALDO:
No hay amante que viva en tanto olvido,
que no sienta los celos, si es discreto,
porque los celos hacen compañía
siempre al amor, como la luz al día.
REY:
Cuando lo entienda, puedes dar disculpa,
con que sirves alguna de sus damas.
ARNALDO:
Mejor obedecerte me disculpa,
aunque pierda mil vidas, y mil famas.
REY:
¿Has visto a Celia?
ARNALDO:
Fuera mayor culpa.
REY:
¿Culpa el servicio de tus Reyes llamas,
viendo que si Lisardo no se casa
a dueño estraño nuestro Reino pasa?
ARNALDO:
Yo voy a obedecerte, venga Albano
que me enseñe la casa.
ALBANO:
No la he visto
mas podreme informar.
ARNALDO:
Pienso que en vano,
invicto Rey, esta mujer conquisto,
pues nunca se ha alabado Cortesano
de haberla visto, con que más resisto
a lo que intentas, si vencerla quieres
pues en la Corte hay linces de mujeres.
¿Cuál viuda recogida se ha escapado?
¿Qué doncella metida entre paredes?
¿Qué casada en lugar más retirado?
¿Y hasta las que defienden sacras redes?
REY:
Parte de lo que digo confiado,
que a mí y al Reino remediarnos puedes.
ARNALDO:
Sabe Dios lo que siento que le ofendo.
ALBANO:
Ella es mujer, ¿qué tienes?
ARNALDO:
Yo me entiendo.
(Vanse los dos. Y entra el PRÍNCIPE.)
LISARDO:
Dicen me, gran señor, que me has llamado.
REY:
Dame voces el Reino que te case
y tú de mí y del Reino descuidado
dejas que uno se queje, y otro pase.
¡Ah cómo vives Príncipe engañado,
aunque te ciegue amor, aunque te abrase!
Qué necio estás, si no es que te lo impida
sentir que quieres acortar mi vida.
No me admiro que un mozo tenga un gusto,
porque la edad es dueño de los ojos,
pero no ha de exceder de lo que es justo,
ni a un tirano crüel darse en despojos.
No compres tu placer con mi disgusto,
ni tu libre vivir con mis enojos;
no así se crían con injustas leyes
los príncipes que nacen para reyes.
Yo te quiero casar, no quiero darte
pena en quitarte esa mujer que adoras;
¿qué pudieran quitarte y enojarte
manos que fueron de tu vida autoras?
Mas quiero con mi edad aconsejarte
que no con mi poder, pues no le ignoras:
mira que el que es ingrato al padre yerra,
pues no puede vivir sobre la tierra.
(Vase.)
LISARDO:
En estraña confusión
me deja verdad tan clara,
pues no la puedo negar
siendo a mi gusto contraria.
¿Qué haré, que no puede ser
dejar a Celia burlada?
Ni puede sufrir mi amor
que piense el alma olvidarla.
Obedecer a mi padre
es justo, pero ¿quién basta
contra amor, si amor es Dios,
y lo contrario me manda?
No es tarde para casarme
otros más tarde se casan.
(Entra FABIO.)
FABIO:
A tus postreras razones
llega Fabio.
LISARDO:
Aquí trataba
de que me casa mi padre.
FABIO:
Linda materia.
LISARDO:
Estremada,
más tarde se casan otros.
FABIO:
Diralo porque ya pasan
con más brevedad las vidas,
y pienso que esta es la causa
de casarse las mujeres
tan niñas, que muchas andan
con las muñecas el día
que al desposorio las llaman.
Verdad es que he visto a muchas
con las muñecas descalzas
que en treinta y nueve se queda,
y algún caballo descartan.
LISARDO:
Oh Fabio, si ya las vidas
como en el tiempo se usaran
de nuestros padres primeros.
FABIO:
No son las nuestras tan largas,
¿en qué piensas que consiste?
LISARDO:
¿En qué?
FABIO:
Las saladas aguas
del diluvio de la tierra
la dejaron tan salada
que lo es cuanto produce,
y así el sustento le falta
con que los hombres vivían
tan largos siglos sin canas,
agora a treinta años hay
inmensas canas y calvas.
LISARDO:
¿A treinta años?
FABIO:
Es lisonja,
que a más de dos les agrada
antiguamente el oficio,
o el arte que así se llama.
Eran pintor y platero,
pintor es cosa que espanta
la misma naturaleza,
platero es cosa tan rara
que como a rey le obedecen
oro, diamantes y plata;
pero ya los tintoreros
tienen la esfera más alta,
culpa de la edad que es breve,
y cuando comienza acaba.
LISARDO:
Dice mi padre, que es tiempo
de casarme, si me hallara
en la edad en que vivían
mil años, no me pesara
viviera los novecientos
con Celia, y ciento que faltan
casado donde él quisiera.
FABIO:
Famosamente lo trazas,
y dijéraslo de veras,
si vieras que se apeaba
algún carro como el Sol
dando al aldea dos albas
Feliciano su Faetonte
no los caballos guiaba,
sino las mulas, que en fin
si hay Sol con uñas, no espanta
que haya tal vez Sol con mulas,
si el Sol es hembra, que basta.
¿Cómo te diré su traje?
¿Como el sayuelo y la saya?
¿Como tendido el cabello
entre las sartas de plata
haciendo cadenas de oro,
y guarnición a la grana?
La labor negra del cuello
hizo la carne tan blanca
que pensaras que la Escitia
a Etiopía se juntaba.
Unos bordados leones
le cercaban la garganta,
que como son africanos
quietos a nieve temblaban.
Las mangas de la camisa,
no quiero hablarte en las mangas
que las tomará algún rey
por mangas después de Pascua.
Iba en la chinela el pie,
adonde con tanta gracia
ojos ataban las cintas,
las suelas pisaban almas.
El delantal encubría
cierta barriga de nácar,
donde vive alguna perla
que aquestos reinos aguarda,
Dios te la deje gozar.
LISARDO:
Notable gusto me dabas,
prosigue.
FABIO:
¿Qué hay que decir?
Así la imitan sus damas:
Filida de azul haciendo
sobre este mar, que imitaba
las ondas con sus cabellos,
Silvia de amarillo y plata,
Lucinda de nácar y oro,
y Velisa.
LISARDO:
Fabio para,
que sospecho que Velisa...
FABIO:
Pues ya no podré pintarla.
Mas como suele comer
racimo de uvas quien anda
escogiendo las maduras,
y después no deja nada,
así seré con Velisa.
LISARDO:
Albano es aqueste, aguarda.
(Sale ALBANO.)
ALBANO:
Díjome el Rey mi señor,
que va a los bosques a caza,
y que quiere divertirte.
LISARDO:
Di que haré lo que me manda.
¿Qué es esto?
FABIO:
Cosa que fuese
donde está Celia alojada,
que puede llegar a verla.
LISARDO:
¿Cómo?
FABIO:
En la reja de casa
la vi, pero no te espantes
que es naturaleza y casta,
que la mujer y el botón
siempre están a la ventana.
(Vanse, y entran el duque ARNALDO y LUCINDO.)
ARNALDO:
De mala gana obedezco
al Rey en esta ocasión,
pero es ley y obligación,
Dios sabe lo que padezco.
Ya he dado vuelta al terrero.
LUCINDO:
A Celia sospecho ya
[-a]
que vi en las rejas primero.
ARNALDO:
¿Conocesla tú?
LUCINDO:
En mi vida
diré, señor, que la vi,
antes alabarla oí
de honesta y de recogida,
y que estar a la ventana
parece cosa muy nueva.
ARNALDO:
Lo que el Rey en esto prueba
es empresa loca y vana,
que una principal mujer,
y de un príncipe obligada,
no ha de querer conquistada,
no ha de dejar de querer.
LUCINDO:
Yo sospecho que esto ha sido
sólo para darle celos.
ARNALDO:
Y si yo le doy desvelos,
un poderoso ofendido,
Lucindo, ¿qué puede hacer?
LUCINDO:
¿Qué hicieras tú?
ARNALDO:
Yo matara
quien mi gusto me quitara,
como tuviera poder.
LUCINDO:
Pues lo mismo hará Lisardo.
ARNALDO:
Desengañarele yo
de lo que el Rey me mandó,
y en todo peligro aguardo.
¿Pero ya qué puedo hacer?
Llego a la reja atrevido.
LUCINDO:
Oye un consejo.
ARNALDO:
Yo he sido
sobre quien viene a caer
todo el rigor deste caso.
LUCINDO:
Finge que no has conocido
a Celia, sino que ha sido
el ver su hermosura acaso.
ARNALDO:
Bien dices, que así podré,
si se quejare de mí,
disculparme, llego así.
(Sale DORISTA en alto vestida en forma de CELIA.)
DORISTA:
Si no saben que se fue
Celia, de la Corte ya,
vendrán del Rey las espías,
viendo que noches y días
Lisardo con ella está.
El duque Arnaldo ha venido
por ventura, con intento
de saber el fundamento
que este suceso ha tenido.
Aunque el mirar más parece
amorosa voluntad,
que vana curiosidad
de lo que el Rey encarece,
que tiene por gran delito
ver en un mancebo amor.
ARNALDO:
Ya, señora, a mi temor
que se mude le permito
en forma de atrevimiento,
y que os diga, que pasando
acaso, y no levantando
con la vista el pensamiento,
me obligó a ponerla en vos
el veros, si os he ofendido,
perdón del agravio os pido.
DORISTA:
¿Sabéis quién soy?
ARNALDO:
No por Dios,
mas ya, señora, recelo
quién será vuestra belleza,
porque la naturaleza
es instrumento del cielo.
DORISTA:
Que no sabéis quién soy.
ARNALDO:
Creo
que acierto en lo que he pensado,
pues otra causa no ha dado
esperanza a mi deseo.
DORISTA:
¿No sabéis quién vive aquí?
ARNALDO:
No señora, que ya os digo,
que acaso, y sólo conmigo
alcé los ojos, y os vi.
DORISTA:
Pues quiero os decir quién soy
para que dejéis la empresa.
ARNALDO:
Si sois casada, me pesa;
si libre, palabra os doy
que si el Príncipe de Hungría
me fuera el competidor,
no me quitara el amor,
aunque la vida podría.
DORISTA:
Pues sabed que suya soy.
ARNALDO:
¿Sois Celia, a quien ama tanto?
DORISTA:
La misma.
ARNALDO:
¿De qué me espanto?
¡Oh cómo culpa le doy
de no se querer casar!
Aunque al fin lo habrá de hacer
quien tiene tanto poder
que se lo puede mandar;
pero sea como fuere,
yo os tengo de amar.
DORISTA:
No haréis
que al dueño respetaréis,
que os he dicho que me quiere.
ARNALDO:
¿Sabéis quién soy?
DORISTA:
Bien sospecho
que sois hombre principal.
ARNALDO:
En sangre le soy igual,
y en todo el valor del pecho.
DORISTA:
Como estoy tan encerrada
sé muy poco de la Corte.
ARNALDO:
No hay cosa que más importe
para vivir estimada,
y por esta lo sois tanto,
que hasta el Rey lo sabe ya,
pues nadie en Palacio está,
cosa que me causa espanto,
que os haya visto jamás,
si no soy yo.
DORISTA:
Estoy cansada
de vivir tan encerrada,
y no pienso estarlo más,
que no se puede vender
la libertad por el oro,
y por guardar el decoro
con que debo agradecer
al Príncipe tanto amor,
agora os pido que os vais,
pues del que vos me mostráis
será obligación mayor,
que de noche os hablaré,
si con secreto venís.
ARNALDO:
Haré cuanto me decís,
y tan secreto vendré,
que aun yo no sepa de mí,
desto la palabra os doy,
ni es mucho si en vos estoy,
y no en mí después que os vi.
DORISTA:
Duque, adiós.
(Vase.)
ARNALDO:
El cielo os guarde.
¿Qué te dice?
LUCINDO:
Que es mujer,
y que he venido a creer,
que la hace firme el cobarde.
¿Aquesta es la recogida?
ARNALDO:
Y la que al Príncipe adora,
la que más quiere y más llora,
al menor envite olvida.
¿Esta es Celia? Vive el cielo,
que pienso que me engañó.
LUCINDO:
Ella es sin duda, que yo
la he visto.
ARNALDO:
Engaño recelo.
LUCINDO:
Pues ¿cómo si vive aquí,
y esta noche te previene?
ARNALDO:
Todo a propósito viene,
y mejor sucede ansí,
porque si me favorece,
ha de callar por su honor.
LUCINDO:
No tiene a Lisardo amor,
a lo menos lo parece.
ARNALDO:
Nace de ser muy amadas
sin duda el dejar de amar,
o las debe de cansar
que las tengan encerradas.
(Vanse.)
(Sale CELIA en hábito de labradora, con VELISA; FELICIANO de labrador, fingiéndose su marido.)
CELIA:
¿Está todo acomodado?
VELISA:
Todo está como deseas.
FELICIANO:
¿Qué te dicen las aldeas,
el bosque, el monte y el prado?
CELIA:
Todo me parece bien,
si el Príncipe mi señor
me asegura de su amor,
ya que mis ojos le ven.
Que si vive descuidado
de que estoy sin él aquí,
serán muerte para mí
el bosque, el monte y el prado.
VELISA:
¿Qué hará Dorista en la Corte?
FELICIANO:
Fingir.
CELIA:
¿Y sabralo hacer?
VELISA:
Dice Fabio que es mujer.
CELIA:
De ser maldiciente acorte,
que la que sabe querer
puede enseñar a tratar
verdad.
FELICIANO:
Quiérote culpar,
pues finges ser mi mujer.
CELIA:
Eso no es hacer engaño,
sino defender mi vida
de un rey.
FELICIANO:
Ya está conocida
tu verdad.
CELIA:
Temo mi daño.
Parte luego, Feliciano,
a acomodar esa gente.
FELICIANO:
Voy.
(Vase.)
VELISA:
Que el Rey tu agravio intente.
CELIA:
Contra amor, se cansa en vano.
Es amor la fortaleza
mayor del alma, es amor
del poder competidor,
sin temer mortal grandeza,
es amor, aunque es pasión,
como una cuarta potencia
que le pone en resistencia
del alma y de la razón.
(Sale el REY con un venablo.)
REY:
Qué deleitoso ejercicio
es la caza, pero cansa
tal vez el mayor deleite,
siga mi gente la caza
que este prado me convida,
y esta fuentecilla clara
traidora a su misma arena,
pues descubre lo que guarda,
a gozar del aire un poco;
¡ah, qué graciosas villanas!
Parece que son las flores
que este verde prado esmaltan.
¡Ah zagales!
CELIA:
¡Ay de mí!
REY:
¿Qué temes? Escucha, para,
no vengo a matarte yo,
fieras buscan estas armas,
no bellezas, no hermosuras.
CELIA:
A la fe que estoy turbada,
que a poco, señor, que el Cura.
REY:
Sosiega, ¡qué hermosa cara!
¡Qué buen talle, aseo y brío!
CELIA:
Yo le dije dos palabras,
él me dijo.
REY:
No te turbes,
¿qué dices?
CELIA:
Que soy casada,
y me reñirán, señor,
si me pecilgan y hablan.
Tengo un marido más hosco
que un novillo.
REY:
Espera, aguarda
que cuando sepa quién soy
él me llevará a su casa.
CELIA:
Aunque huérades el Rey
presumo que no os llevara,
si bien en vos aseguran
la autoridad y las canas.
REY:
De esas nunca lo estés mucho,
que en edades no muy largas
sólo está la diferencia
en trocar el oro en plata.
CELIA:
También oí yo decir
a mi padre, que Dios haya,
que había rocines blancos
que les venía de casta,
y así será su merced.
REY:
No he visto mejor villana.
¿Hay gracia, hay donaire, y brío
como el que tiene? ¿Qué dama
puede igualarla en la Corte?
(Salen el PRÍNCIPE, de caza y FABIO.)
LISARDO:
¿Es Celia?
FABIO:
Sí.
LISARDO:
¿Con quién habla?
FABIO:
Con tu padre.
LISARDO:
¿Con mi padre?
FABIO:
¿Qué dudas?
LISARDO:
¡Ay tal desgracia!
FABIO:
¿Por qué, si no la conoce?
LISARDO:
¿Qué haré para que se vaya?
FABIO:
Llegar de golpe.
LISARDO:
Señor,
por mi vida que me agrada
la caza.
REY:
Tiene estos lances
nunca accidentes le faltan,
pienso que has de entretenerte
entre tantas cosas varias
como suceden en ella.
No sé, ¿cómo no te cansas
de esa tu Celia enfadosa?
LISARDO:
¿Agora de eso me tratas?
REY:
No has querido divertirte
años ha con otras damas,
abrevias la mano al cielo,
no quieres creer que basta
a hacer otras hermosuras;
pues mira tú si te engañas,
que en un monte, en una aldea
hay esta belleza, y gracia;
vuelve labradora el rostro,
¿viste belleza más rara?
Pues si esto se cría en un monte
entre sabinas, y hayas,
¿qué hallarás en una Corte?
LISARDO:
Señor, en mucho te engañas,
que no son mis desatinos
tantos como me levantan,
que te obligan a creerlos
con sus fingidas palabras.
REY:
Pues siendo como tú dices,
¿por qué causa no te casas?
¿Qué hechizos te ha dado Celia
que así te abrasan el alma?
Pondré los ojos, la vida
que con mil leguas no iguala
a esta humilde labradora.
LISARDO:
Quisiera poder mostrarla,
y que la hablaras, señor,
que si la vieras, y hablaras
yo sé.
REY:
¿Qué puedo saber
que en tanto engaño te valga?
Que seré Celia Medea,
o Circe, que así te encanta,
amor tratado será,
no méritos.
LISARDO:
Cuando faltan
méritos en el sujeto,
¿cuál es el hombre que ama?
REY:
Yo sé que tus desatinos
no nacieron de esa causa,
que el amor que más se hechiza
es aquel que más se trata.
CELIA:
¿Que su merced era el Rey?
Cierto que no lo pensara,
¿los reyes riñen los hijos?
REY:
¿De qué te espantas, serrana?
CELIA:
Eso toca a sus maestros,
¿no tienen ayos?
REY:
Repara
que en esta edad no hay maestros.
CELIA:
A la fe que en la crianza
de los reyes está en cifra,
cuanto después se dilata.
Bien sabéis, reñilde bien,
porque deje en hora mala
esa Celia, o Celestina.
Mas porque vienen mis cabras,
quedad, señor, en buen hora,
que también de su labranza
viene a cenar mi marido,
y si un instante le falta
esto que llamamos olla,
habrá en su lugar estaca.
(Vanse CELIA y VELISA. Y sale ALBANO.)
ALBANO:
Ha de volver a la Corte
vuesa Majestad.
REY:
Advierte.
ALBANO:
¿Señor, qué mandas?
REY:
¡Qué suerte!
Plega a los cielos que importe.
Divierto, Albano, el amor
que a Celia tiene Lisardo,
que ya le encierro, y le guardo
lleno de pena y temor.
Quiero ver si vuelve a vella.
¿Puedo esta noche pasar
en este pobre lugar?
ALBANO:
Ya sale del sol la estrella,
y es tarde para tu gente,
no sé cómo han de alojarse.
REY:
¿No podrán acomodarse?
ALBANO:
Sí podrán difícilmente.
Para vuestra Majestad
es el castillo estremado.
REY:
Lisardo me da cuidado.
LISARDO:
¿Qué es aquesto?
FABIO:
Novedad.
ALBANO:
En el castillo también
se puede alojar, señor,
porque sólo un labrador
le vive.
FABIO:
¿Entiéndeslo bien?
LISARDO:
Y tan bien, que estoy sin mí.
REY:
Llama en el castillo.
ALBANO:
A gente.
(Sale FELICIANO con su hábito de labrador.)
FELICIANO:
¿Quién llama tan huertemente?
ALBANO:
Mira que el Rey está aquí.
FELICIANO:
Deme vuestra Señoría
los pies.
REY:
Levanta.
FELICIANO:
Señor,
en casa de un labrador,
notable ventura mía.
REY:
¿Cuyo es aqueste castillo?
FELICIANO:
Vuestro, señor, y olvidado.
ALBANO:
¿Eres tú su Alcaide?
FELICIANO:
Soy
un labrador que estos campos
en arrendamiento tiene,
que por estar derribado
ya no vive Alcaide en él.
REY:
¿Era tu mujer acaso
la labradora que aquí
habló conmigo?
FELICIANO:
Los diablos
me casaron con mujer
tan bachillera.
REY:
Entretanto
que aperciben de cenar
di que me vea en mi cuarto.
(Vanse el REY y ALBANO.)
LISARDO:
¿Que es aquesto?
FELICIANO:
No lo sé,
pésame que hayas llegado
a tal desdicha, que el Rey
se aloje con sus criados
a donde has traído a Celia.
LISARDO:
¿Quién lo hubiera imaginado,
quién hubiera prevenido
tal desdicha, Feliciano?
Aquí la habló, y esta noche
quiere con todos sus años
que le venga a entretener,
y a mí me dice, que el trato
me ha enamorado de Celia,
y el de verla enamorado,
no repara en que me riñe.
FELICIANO:
Señor, vamos al reparo,
ninguno a Celia conoce,
no la escondas, que el engaño
podría ser tu remedio.
LISARDO:
¿Mi remedio?
FELICIANO:
Y está claro,
pues cuanto más le agradare,
tanto estarás disculpado.
LISARDO:
Llama a Celia.
FELICIANO:
Aquí está Celia.
(Sale CELIA.)
CELIA:
Señor, ¿qué es lo que intentamos,
que así nos sale a los ojos?
LISARDO:
Mi bien, por hacer reparos
a las flechas de tus ojos,
a las armas de tus manos,
mi padre quiere apartarme
de la Corte, y fue juntarnos,
pues tan junto a su aposento
tendremos el nuestro entrambos,
que oirá nuestros amores
si no los decimos paso.
No temas, háblale bien,
que si te quiere, está llano
nuestro remedio.
CELIA:
Sí haré,
que bien sé que el cielo santo
permite que yo le agrade,
porque vea el desengaño
de lo que piensa de mí.
LISARDO:
Yo sé que le han informado
mal de tus merecimientos;
¿mas que mayor desengaño?
Vete mi bien, no nos vea.
CELIA:
Dame primero tus brazos,
por buen agüero del bien
que toda la noche aguardo.
FELICIANO:
¿Eso se sufre delante
de un marido?
FABIO:
Feliciano
ya están las cosas del mundo
tan pacíficas, tan llanos
los hombres, las amistades,
las convenencias, los tratos,
que andan con otros las cabras
en presencia de los cabros.