Motivos de Proteo: 158

CLVI
Motivos de Proteo de José Enrique Rodó
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CLIX


CLVII - Cuadro de otoño. editar

El Invierno, viejo fuerte, se acerca. Su impetuoso resuello llega en ráfagas largas al ambiente de esta tarde de otoño, y roba a todo lo que hay de movible en el paisaje, su quietud o la suave ondulación con que se adormecía. Ahora se inquieta, como malcontento de su lugar, cuanto es capaz de movimiento: las ramas, sacudidas desde su raíz; las aspas del molino, que se persiguen entre sí con furia vana; la cadena del pozo; las ropas tendidas a secar en el cercado vecino; el polvo yacente, que se levanta en gruesas nubes. Por el cielo vagan esos blancos vellones que el viento suele agitar, como enseña, en sus combates. El balcón de la casa de enfrente no se ha abierto. Tras sus cristales asoma una cara dulce y pensativa, más pálida que de costumbre. En cambio, de esa otra cara, casi infantil, que, junto a la enorme y bondadosa de la vaca, veo pasar todas las tardes, el soplo recio hace brotar dos frescas rosas.

Sentado a la ventana, empleo mi ocio en la contemplación. Mientras en mi chimenea se abre un ojo de cíclope que desde hace tiempo permanecía velado por su párpado negro, y junto a mí mi galgo ofrece sus orejas frías y sedosas a las caricias de su amo, se fija mi atención en una muda sinfonía: la de las hojas, que desprendidas, en bandadas sin orden, de los árboles, que van dejando desnudos, pueblan el suelo y el aire, a la merced del viento. Me intereso, como en una ficción sentimental, en sus aciagas aventuras. Ora se alzan y van en vuelo loco; ora, más al abrigo, ruedan solitarias, breve trecho, y quedan un momento inmóviles, antes de trazar, lánguidamente, otro surco; ora se acumulan y aprietan, como medrosas o ateridas; ya se despedazan y entregan en suicidio a la ráfaga, deshechas en liviano polvo; ya giran sin compás alrededor de sí mismas, como poseídas danzantes... Su suerte varia es pasto de mi fantasía, cosquilleo de mi corazón. Me parecen en ocasiones los despojos volantes de un sacrificio de papeles viejos, con los que se avientan cartas de amores idos y vanidades de la imaginación, obras que no pasaron de su larva. Las imagino después el oropel de una corona destrozada de cómico. Se me figuran otras veces manos exangües y amarillas; manos de moribundo, que buscan vanamente tañer, en una lira que no encuentran, una melodía triste que saben... Caen, caen sin tregua, las hojas; y el alma del paisaje éntrase, en tanto, por las puertas del sentido, al ambiente de mi mundo interior. Me reconcentro, sin dejar de atender a las aladas moribundas. Comienza a cantar, dentro de mí, esa elegía marchita que, en el pathos romántico, hay para la caída y el murmullo de las hojas secas. Abandono; voluptuosidad de melancolía; complacencia en lo amargo fino y suave... ¿Dónde está ahora, respecto de mí mismo, el objeto de mi contemplación? ¿Adentro? ¿Afuera?... Caen, caen sin tregua, las hojas; y por un instante siento que su tristeza de muerte se comunica a todo lo visible, y sube al cielo, y le entristece también, y alcanza hasta la línea lejana en que una niebla tenue empieza a tejer su veste de lino. Pero luego, muy luego, la expresión mortal que se había extendido en el paisaje como sombra de nube, se concreta y fija nuevamente en las hojas, que son las que de veras se van y perecen, y que no volverán nunca a su árbol... En lo demás queda sólo una esfumada aureola de esa tristeza, como dolor que nace de simpatía. Las hojas son lo único que muere. El sentimiento de mi contemplación de otoño no llega a producir en mi alma esa ilusión de sueño en que la apariencia triste y bella cobra el imperio de la realidad y nos persuade casi de la universal agonía de las cosas. Sé que este desmayo de la vida no dura. La idea de la resurrección próxima y cierta vela dentro de mí, como en penumbra o lontananza, y mantiene mi sentimiento de la escena en la clave de un recogimiento melancólico. No de otra manera, sobre el desconcierto de las hojas caídas se iergue la armazón escueta de los árboles, firme y desnuda como la certidumbre, y en el acero claro del aire graba una promesa, simple y breve de nueva vida.