Motivos de Proteo: 139


CXXXVIII - Conversiones livianas. La imaginación y la sensibilidad en la conversión. editar

Fácil es observar cómo espíritus que, con entera sinceridad de pensamiento, pasan del uno al otro polo en el mundo de las ideas, permanecen absolutamente los mismos si se les juzga por el tenor de su personalidad sensible y activa, aun cuando las ideas en que consiste el cambio sean de las que interesan al orden de la vida moral. Si judíos primero y luego cristianos, su cristianismo guardará la rigidez y sequedad que comunica al espíritu la férula del testamento viejo; si dogmáticos en un principio y librepensadores después, el libre pensamiento tendrá en ellos la intolerancia propia del que se considera en posesión de la verdad eterna y exclusiva. Éste es el desvalimiento práctico de la conversión puramente intelectual, tan inhábil para traer una lágrima a los ojos como para fundar o disolver una costumbre.

Pero la imaginación y el sentimiento, agentes solidarios de las más hondas operaciones que sufre la substancia de nuestro carácter, donde la voluntad radica, y por tanto -cuando persistentes y enérgicos-, fuerzas de que la idea ha menester para revestirse de imperio y poner a la voluntad en el camino de las conversiones eficaces, son también, por otro estilo que el puro entendimiento, origen de vanas conversiones: más vanas aún que las que el puro entendimiento engendra, porque debajo de ellas no hay siquiera la resistencia racional de un convencimiento lógico, aunque incapaz de traducirse en vida y acción. Tales son las efímeras y engañosas conversiones que vienen de un temblor del corazón apenas rasguñado, o de un lampo de la veleidosa fantasía; las conversiones en que un espíritu de escasa personalidad cede, como cuerpo instable, a la impresión que se recibe del nuevo hecho que se presencia, del nuevo libro que se conoce, de las nuevas gentes con quienes se vive. Para levantarse sobre cada una de estas impresiones, apreciándola serenamente en su objeto, y propendiendo a retenerla y ahondarla, y a convertirla así en sentimiento duradero y firme voluntad, si es que el objeto lo merece; o por lo contrario, a apartarla del alma, mediante la atención negativa y la táctica de la prudencia, si no hay para ella causa justa, es necesaria la vigilante autoridad de esa misma razón, que por sí sola nunca producirá más que convicciones inertes, pero que, obrando como centro de las potencias interiores, será siempre la irreemplazable soberana, sin cuyo poder una creencia que se adquiera no pasará de ciega fe o endeble sentimentalismo.