Motivos de Proteo: 123


CXXII - «Jubileo» que debería existir. editar

¡Ah! si todos tuviéramos por hábito esa depuración de nuestro espíritu, ese ejercicio de sinceridad, ¿qué inmenso paso no se habría dado en el perfeccionamiento de nuestro carácter y nuestra inteligencia? Pero la inmensa multitud de los hombres, no sólo ignora en absoluto tal género de meditación, reservado a los que ahíncan muy hondo en la seriedad del pensar, sino que espantan y alejan, presurosos, de su pensamiento, la más leve sombra que haya logrado penetrar por sus resquicios a empañar la serenidad del fácil acuerdo en que él reposa. Afrontar la sombra importuna que amaga a nuestra fe, y procurar desvanecerla de modo que arguya raciocinio, esfuerzo, y triunfo bien ganado, es acto de íntima constancia a que no se atreven los más; unos, por indolencia de la mente, que no se aviene a ser turbada en la voluptuosidad con que dormita en una vaga, nebulosa creencia; otros, por la pasión celosa de su fanatismo, que les lleva a sospechar que en cada pensamiento nuevo haya oculto un huésped traidor, y los precave contra el asomo de una idea con la escrupulosidad de aquel gigante de quien decían los antiguos que rondaba, sin darse punto de reposo, los contornos de Creta, para evitar que se estampase en sus playas huella de extranjero.

¿No sería capítulo importante en las prácticas de una comunión de hombres de verdad y libertad, que, al modo de los inventarios que periódicamente acostumbran hacer los mercaderes, o mejor, a la manera del jubileo de la antigua Ley, por el cual se apartaba, dentro de cierto número de años, uno destinado a renovar la vida común mediante la remisión de las deudas y el olvido de los agravios, se consagrara, cumplido cada año, en nuestra existencia individual, una semana cuando menos, para que cada uno de nosotros se retrajese, favorecido por la soledad, a lo interior de su conciencia, y allí, en silencio pitagórico, llamara a examen sus opiniones y doctrinas, tal cual las profesa ante el mundo, a fin de aquilatar nuevamente su sinceridad, la realidad de su persistencia en lo íntimo, y tomar otro punto de partida si las sentía agotadas, o reasumirlas y darlas nuevo impulso si las reconocía consistentes y vivas?

La primera vez que esto se hiciera, yo doy por cierto que serían superadas todas nuestras conjeturas en cuanto a la rareza de la convicción profunda y firme. ¡Y qué de inopinadas conversiones veríamos entonces! ¡Cuántos remedos de convencimiento y de fe, que andan ufanos por el mundo creyéndose a sí propios hondas realidades de alma, se desharían no bien fueran sacados de la urna donde la costumbre sin reflexión los preserva; como el cadáver que, por acaso, ha mantenido la integridad de su forma en el encierro de la tumba, y apenas lo toca el aire libre se disuelve y avienta en polvo vano!