Motivos de Proteo: 109
CVIII - Asociaciones permanentes entre las diferentes aptitudes científicas. Asociaciones puramente históricas o accidentales. La ciencia teórica y la facultad de su aplicación utilitaria. La facultad de enseñar, etc.
editarSi buscamos la complexidad de la aptitud dentro de los distintos modos y objetos de conocimiento que abarca el inmenso espacio de la ciencia, no serán menos las vocaciones que hallaremos frecuentemente vinculadas, con lazo orgánico y fecundo.
Comenzando por la aptitud científica más sintética y alta: la del filósofo, apenas podrá citarse ejemplo de superior capacidad metafísica que no haya venido acompañada del saber original e inventivo, o cuando menos de la versación vasta y profunda, en algún género de ciencia particular. Este como punto de apoyo puede ser las matemáticas: así en Platón, en Descartes, en Malebranche; o las ciencias naturales y biológicas, como en Hartmann, Spencer y Bergson; cuando no se fija indistintamente, con la universalidad de Aristóteles o de Leibnitz, en las mas varias partes de los conocimientos humanos. A su vez, una ciencia particular, dominada con poderosa fuerza de síntesis y pensamiento trascendente, implica una aptitud de generalización filosófica, que habilita a un Lamarck para remontarse, de la labor paciente del naturalista, a una concepción de los orígenes y las transformaciones de la vida en el mundo; y a un Vico, del conocimiento de los hechos históricos, a la idea de las normas que sigue el desenvolvimiento de las sociedades humanas.
El genio matemático se manifiesta a veces en su exclusivo e incomunicado campo de abstracción, sin fijar en las líneas y los números otro interés que el que ellos llevan en sí mismos para quienes los comprenden y aman; pero, con no menor frecuencia, busca, después de ejercitarse en ese campo, el camino de una realidad concreta, y trasciende, ya a la astronomía, levantándose, con Huygens, Laplace y Leverrier, a medir los movimientos y distancias celestes; ya a la física, para completar, en el examen de las propiedades de los cuerpos, los recursos del saber experimental. Este último caso es patente demostración de dos aptitudes heterogéneas que se unen y tienden, en eficaz compañerismo, a una sola finalidad. La mayor parte de los grandes observadores de la Naturaleza, a quienes se deben, en la indagación de sus leyes o el sometimiento de sus fuerzas al poder del hombre, las más preciadas conquistas, desde Galileo y Newton hasta Helmholtz, fueron espíritus en que se reunieron la aptitud del experimentador y la del matemático.
La observación del mundo material tiene por objeto abstraer las leyes generales a que obedecen las cosas y los seres, de donde nace la sabiduría del físico, del químico y del biólogo; o bien, estudiar concretamente las cosas y los seres mismos, describiéndolos y caracterizándolos, como hacen el geógrafo y el naturalista. Estos distintos sentidos de la observación se relacionan entre sí de modo que ninguno puede considerarse en absoluto ajeno de los otros; y sus relaciones objetivas se reproducen, a menudo, subjetivamente, en la vocación y la aptitud del sabio. El geógrafo naturalista, favorecido en ambos respectos por la facultad de aproximar dos órdenes de hechos tan fundamentalmente vinculados, se personificaría en la gran figura de Humboldt. Otras veces, el estudio concreto de los cuerpos vivos o inorgánicos tenderá a complementarse por el de las propiedades abstractas de los cuerpos, y el naturalista será físico a la vez, como Réaumur; o se levantará el naturalista, del conocimiento particular de los diferentes organismos, a la consideración general de la existencia orgánica, y será desde ese instante fisiólogo, como Haller y Spallanzani. Aun con la abstracción matemática, de la que la separa el campo intermedio de las ciencias físicas, cabe que se asocie alguna vez, inmediata y eficazmente, la aptitud del observador en las ciencias concretas de la naturaleza; y de este modo, un mineralogista como Haüy necesitó la maestría del geómetra para desenvolver su descubrimiento de las leyes de la cristalografía. Si la relación se circunscribe a las tres ciencias que, por antonomasia, llamamos «naturales», los lazos son tan íntimos, en el objeto y los procedimientos, que el paso de una a otra es aún más fácil y lógico. Un botánico como Linneo extiende a los dominios de la zoología su genio clasificador, y promueve, en cuanto mineralogista, el estudio de los cristales; zoólogos como Buffon y Cuvier, salvan, con gloria, los límites de la geología. El género de observación del físico y el del químico, después de alternar en espíritus como el de Gay Lussac, se identifican en las experiencias que llevaron a Berthelot a convertir las reacciones de la química en problemas de mecánica molecular, sentando con ello los fundamentos de una ciencia compleja que participa del objeto de las dos. Y si la tarea del químico se enlaza, por un extremo, con la del experimentador de la física, por el otro se enlaza y confunde con la del fisiólogo y el biólogo, según quedó probado en el laboratorio de Lavoisier y lo corroboran luego los trabajos del mismo Berthelot sobre la química orgánica, y aun más patentemente, la grande obra de Pasteur, que, para dejar huella indeleble en la fisiología experimental y la ciencia médica, hubo de empezar por ser químico eminente.
Vocaciones científicas de aún más ostensible complejidad arraigan en esas dilatadísimas fronteras entre la ciencias del espíritu y la sociedad, por una parte, y las físicas y naturales, por la otra; fronteras en que la portentosa labor del último siglo encontró campo casi virgen y obtuvo de él pingüe rendimiento; ya buscando en los datos de la biología nueva luz para las ciencias sociales; ya uniendo en apretado lazo los estudios psicológicos con las experiencias de la fisiología; ya tendiendo a modificar, por las conexiones entre lo moral y lo físico, el concepto del delito y la pena; ya, en fin, haciendo retroceder los límites de la ciencia del pasado mediante la fundación de la arqueología prehistórica, que, por sus vínculos con el objeto propio del geólogo, ha sido, preferentemente, estudio de naturalistas.
Fuera de las relaciones persistentes entre dos distintas ciencias, cuando de la propia índole y naturaleza de ambas fluye que puedan asociarse para un objeto común, caben relaciones accidentales, suscitadas por un motivo histórico, que hace que, en determinado tiempo y lugar, la vocación de una ciencia implique, necesaria o ventajosamente, la de otra. Así, cuando el renacer de la cultura clásica, y hasta muy adelantada la emancipación del pensamiento científico respecto del magisterio de la antigüedad, la ciencia médica fue tributaria de la filología. La dualidad de aptitudes que luego es excepcional privilegio en el espíritu de un Littré, aparece entonces, con relación orgánica, en los Cornario, los Foes, los Leonicello, los Montano, los Guido Guidi. Todo médico sabio había de ser, en aquel tiempo, filólogo, radicando, como radicaba, el conocimiento de las leyes y preceptos de su disciplina, antes que en la observación y la experiencia, en el dominio de las lenguas en que hablaba la autoridad de los antiguos. Otra vinculación accidental de la filología con las ciencias naturales (ya que su vinculación con las antropológicas e históricas es persistente y clarísima), vese en el maestro de Linneo y precursor de su gloria: en Olao Celsio, que concertó su maestría de filólogo y su sabiduría de botánico, para obra en que tanto se había menester de ambas disímiles capacidades como la determinación y clasificación precisas de las plantas nombradas en el Antiguo Testamento.
La relación accidental que entre dos diferentes objetos de conocimiento científico establece su coincidencia fortuita en la vocación de un mismo espíritu, aunque objetivamente no sean capaces de asociarse de modo íntimo y estable, puede sugerir el propósito de enlazarlos de esta suerte, y conducir a un ensayo de unión artificiosa y forzada, que se disipará apenas pase la causa meramente personal que la mantiene; pero, aun así, raro será que de esa unión efímera no quede algún recuerdo precioso, alguna sugestión feliz, algún resultado positivo. Un matemático de alto valer, como Borelli, guiado por una secundaria vocación de fisiólogo, intenta unir disciplinas tan separadas, en su naturaleza y su método, como la que considera el orden abstracto de la cantidad y la que estudia el orden concreto de la vida: marra el intento en lo fundamental, pero deja de su paso ideas que prevalecen, en una parte capaz de relación con el objeto de la mecánica, como el movimiento muscular.
Asociación de aptitudes que frecuentemente se realiza es la del entendimiento teórico de una ciencia, con la facultad de su aplicación, en invenciones practicas, o en el ejercicio de alguna de las artes de utilidad que toman su savia de las distintas ramas de los conocimientos humanos. En lugar medio entre aquellos espíritus que sobresalieron exclusivamente en lo especulativo de la ciencia: desenvolviendo una teoría sin otro objeto que probar la verdad, como Copérnico, o instituyendo un método sin tener la aptitud de aplicarlo, como Bacon; y aquellos, de condición opuesta, de índole únicamente utilitaria, que nunca se remontaron a las generalidades y las leyes: un Watt, un Edison, un Morse..., hay lugar para aquellos otros en quienes se reunieron ambas facultades: tanto Arquímedes, que, con el religioso candor de un sacerdote de la ciencia pura e ideal, se acusaba de haber rebajado la alteza de lo verdadero aplicándolo a la realización de lo útil, como Galileo, Pascal y Huygens. Ningún caso más adecuado para poner de manifiesto la verdad de lo que dijimos sobre la mutualidad de las ventajas de una orgánica correlación de aptitudes: que no beneficia sólo a la mayor y preponderante, ni sólo a la menor y sumisa. El saber teórico y fundamental presta luz e inspiración para la práctica y la utilidad; pero, a su vez, éstas concurren a confirmar y precisar aquel saber, pasándolo por el crisol de una experiencia prolija. Palmario ejemplo de ello es la ciencia fisiológica, que se ha desenvuelto paralelamente con el arte médica, debiendo sus mayores adquisiciones y adelantos a la estimulación constante y poderosa del interés de esa nunca interrumpida aplicación. El fisiólogo, y luego el biólogo, son, históricamente, médicos que abstraen y emancipan una parte de sus estudios. Aun en el puro médico, cabe diferenciar del que reproduce y concilia en su aptitud lo que su consagración profesional tiene de ciencia, como una especie dentro de la fisiología, y lo que tiene de arte, aquel que descuella exclusivamente en la teoría, y el que exclusivamente luce en los vislumbres, intuiciones y aciertos semiempíricos de la práctica de arte tan conjetural e insegura. La química, no menos que la fisiología, fue, desde un principio, utilitaria, como heredera de los codiciosos sueños de la alquimia; y los Lavoisier, los Guyton, los Priestley, reunieron a su ciencia la inspiración de las aplicaciones útiles. La física experimental, vinculada, en sus orígenes, a espíritus exclusiva o preferentemente teóricos, pasa, desde el último siglo, a ser también, y con preferencia, objeto de los de mera aplicación y utilidad; y en cuanto a las matemáticas y la mecánica, tuvieron siempre, además de los entendimientos fundamentales y especulativos, los consagrados a aplicarlas a las necesidades de la subsistencia social: ya cortando y sobreponiendo las piedras, ya conduciendo las aguas, ya guiando el curso de las naves; pero lo mismo en el matemático que en el físico, reúnense, en mil casos, la facultad de la teoría y la de su aplicación: de esto dimos ya ejemplos encabezándolos con el gran nombre de Arquímedes. Menos frecuente es hallar una relación semejante en el espíritu del naturalista; porque las artes de utilidad que se agregarían teóricamente a sus dominios, en el cultivo de la tierra y el aprovechamiento de sus dones, se desenvuelven, casi siempre, aparte del saber desinteresado y superior.
Interesante facultad accesoria de la sabiduría en determinado género de ciencia, es el don de enseñarla; la virtud de comunicación y simpatía que constituye el genio del maestro, y que, por su valor propio y substantivo, determina y caracteriza en ocasiones la superioridad de un espíritu, más que lo que hay en él de ciencia original, de modo que es su verdadera facultad dominante; según se manifiesta en profesores que, no ya hablando de letras o de historia, donde brota de suyo la elocuencia, sino en cátedras de medicina, levantaron la oratoria didáctica a la eficacia y el brillo que hacen famosos los nombres de Fourcroy y Felipe Pelletan; eminentes, sin duda, por la calidad de su saber, pero más, por la maestría con que lo trasmitieron.
Aun aptitudes de menos aparente valor y trascendencia suelen ser preciosas en el espíritu del sabio, para complementarle, o facilitarle camino.
La destreza del dibujante, como aptitud subordinada a un género de investigación que requiera, para comunicar sus resultados, el medio objetivo de la estampa, luce en los naturalistas y anatómicos que, como Camper, Andebert o Lyonnet, fueron, al propio tiempo, grabadores ilustres.
La habilidad de construir por propia mano los instrumentos y mecanismos adecuados al modo de observación o de experiencia de que ha menester la principal aptitud, fue siempre como sierva humilde y oficiosa en los más altos espíritus investigadores: desde Rogerio Bacon hasta Newton; desde Pascal hasta Franklin; desde Galileo hasta Humphry Davy.