Motivos de Proteo: 108

CVI
Motivos de Proteo de José Enrique Rodó
CVII
CVIII


CVII - Subordinación de una vocación artística a otra científica, y de una científica a otra artística. Asociación de diferentes vocaciones artísticas entre sí. Vocación de un arte interpretativa unida a la de la correspondiente arte creadora. Auxilios que se prestan la aptitud de producir y el entendimiento crítico. editar

Prescindiendo ya de la acción, las distintas aptitudes de la mente forman, las unas con las otras, vocaciones complexas, en que cada aptitud pone, según el fin que predomina, ya lo fundamental, ya lo accesorio.

Para el genio científico el privilegio anexo de la aptitud literaria es instrumento preciosísimo, con el que vuelve diáfana y comunicable la verdad, por la virtud de la exposición luminosa, y logra la notación distinta y neta de todos los matices del pensamiento. Tal en Galileo, en Buffon, en Humboldt, en Claudio Bernard, en Pasteur... Si las condiciones literarias se levantan a más alto grado, comprendiendo aquellas virtudes esenciales de la imaginación y el sentimiento, que invaden los dominios de la creación poética, resultan de ello espíritus como el de un Renan o un Guyau, en quienes el entendimiento de verdad y el don de realizar belleza se compenetran y ensimisman, de modo que no parecen formar sino una única aptitud: una aptitud compuesta, dentro de la cual sería difícil discernir la parte que toca a cada género de facultades. Diríase entonces, usando el lenguaje de la química, que hay entre ambos combinación, no mezcla solamente. ¿Quién apartaría en la Vida de Jesús, o en La irreligión del porvenir, la obra del pensador de la obra del artista?...

Recíprocamente, la presencia de todas o una parte de las facultades propias del sabio, completando un espíritu en que prevalecen las del poeta, imprime sello peculiar a esas almas que compiten, hasta donde es posible en tiempos de plenitud de cultura, con el carácter del poeta primitivo, revelador y educador: los Homeros y Valmikis de las edades refinadas y complejas; desde Lucrecio, por quien la savia del saber antiguo cuajó en pomposa magnolia, hasta Goethe, que llegó en la ciencia a la originalidad y la invención, y Schelling, a quien deliberadamente cuento como soberano poeta de la prosa, en síntesis sublimemente didáctica del mundo, antes que como filósofo. La inspiración de Leopardi, evocando, en su purísima integridad, la más íntima belleza antigua, y exprimiendo en sus formas transparentes la amargura de una propia y personal filosofía, que tiene su lugar bien diferenciado en la historia de las ideas, no pudo nacer sino, como nació, de espíritu que era el de un filólogo eminente y el de un metafísico de genio. La ciencia de las cosas pasadas, subordinándose a la intuición, por modo artístico, de la misma muerta realidad, concurre a la aptitud peculiar de los novelistas históricos, como Walter Scott, Freytag y Manzoni. Si se invierte el orden de esta subordinación, dando el primer rango a la verdad estricta y comprobable, se pasa a la ciencia de la historia tal como la conciben y ejecutan los historiadores coloristas: Thierry, Barante, Michelet; pero, aunque abstractamente considerado este género, sea ciencia que se auxilia del arte, es más frecuente que, en la obra concreta y en las facultades del autor, el arte prevalezca sobre la otra vía de conocimiento. Ni es menester que se aplique a una de estas formas intermedias entre ciencia y arte, la producción del escritor artista, para que su ciencia, si es honda y potente, trascienda a la belleza que él crea, y circule por bajo de ella como la corriente invisible de la sangre que presta aliento y color a un cuerpo hermoso. La acrisolada sabiduría de un Flaubert o un Merimée ¿qué suma de luces y elementos no habrá aportado a la realización porfiadísima de aquel ideal de belleza fundada en verdad, precisión y limpidez, que ambos persiguieron?... El modo como el naturalismo literario soñó en identificar al arte con la ciencia, no fue sino transitorio desvarío, porque importaba desconocer la autonomía inviolable y esencial de los procedimientos del arte; pero toda relación es posible y fecunda mientras se contenga en el fondo y sedimento del espíritu, donde hunde sus raíces la obra, y deje libre el sagrado misterio de la generación estética.

El acuerdo de una afición científica circunscrita a un objeto limitado y único, con una inspiración de poeta, aplicada y ceñida al mismo único objeto, de modo que formen entre ambas una simple y graciosa armonía, como fruto y flor que una menuda rama sustenta, vese en la sencilla dualidad de espíritu de Rodrigo Caro, el arqueólogo contraído a las vejeces de su tierruca, que, volviendo de remover, en las orillas del Betis, el polvo de las ruinas romanas, supo decir inmortalmente a Fabio la tristeza de los campos de soledad donde fue Itálica famosa.

En el artista plástico y el compositor de música, no menos que en el escritor y el poeta, un fondo de saber extenso y vario, que se dilate, más allá de lo técnico de la cultura, con honda perspectiva de ideas, que para el artista son visiones, es mina que enriquece la imaginación, y roca sobre que ella adquiere seguridad y firmeza. Pero, además, en el conocimiento teórico de cada arte, que complementa y acrisola la maestría de la práctica, caben vínculos más directos y constantes con la aptitud en determinado género de ciencia. Así, nadie podría determinar con precisión dónde acaban los términos de la anatomía pictórica dentro de la descriptiva, ni hasta qué punto el cabal dominio de esta última es capaz de fortalecer y afinar las vistas que infunde la primera, cuando, como en Leonardo de Vinci, el estudio de las formas humanas, iluminado por la observación genial del pintor, se apoya en aquella comprensión, más honda y analítica, de nuestro cuerpo, que adquirió de experiencias e investigaciones por las que merece lugar entre los precursores de Vesalio. Alberto Durero señoreó también un fundamento de cultura que excede de los límites estrictos de la disciplina del pintor y le habilita para escribir, con discreción y originalidad, ya sobre las medidas geométricas, ya sobre las proporciones humanas. El arquitecto artista es, por esencia de su oficio, el ejecutor de una obra de utilidad a que concurren la geometría y la mecánica; y para complemento y realce de lo que hay, en su labor, de ciencia aplicada, pone su intuición de belleza. En el teórico de la música, que frecuentemente lleva en sí, como aptitud accesoria, y aun predominante, la facultad de la creación o de la interpretación, la inteligencia matemática es elemento precioso, y al que le vincula natural afinidad y simpatía, tratándose de un arte que reposa todo él en relaciones numéricas de sonidos e intervalos. Así, es matemático eminente un Choron; y obra de matemáticos fue, en la antigüedad, desde Architas de Tarento y Pitágoras hasta Boecio, cuanto se razonó sobre la concordia de los números sonoros. Ciencia matemática es la astronomía; y tanto Herschell como Tolomeo, entendieron de música, y Herschell fue ejecutante y cifró en ello la vocación de su adolescencia.

Por otra parte, dos aptitudes: una, científica; otra, artística, que coexisten en un espíritu, aun cuando no se relacionen de modo persistente y orgánico, que nazca de conexiones reales y objetivas entre la una y la otra, pueden vincularse accidentalmente y con resultado fecundo. La vocación artística interesa y estimula al espíritu para una tarea en que aplique las luces de su ciencia: y éste ha sido origen de más de un descubrimiento glorioso y más de una eficaz investigación. La antigüedad atribuía la primera determinación de las leyes de la perspectiva al genio de Esquilo, que, movido del deseo de asegurar el efecto y propiedad de las decoraciones teatrales de sus obras, habría convertido la atención a aquel punto de la matemática. Van-Eyck, el gran artista flamenco, a quien pertenece, según toda probabilidad, la invención de la pintura al óleo, era un hombre de ciencia, que fue llevado, por sugestión de su facultad dominante de pintor, a emplear su dominio de la rudimentaria química de entonces, en la búsqueda del procedimiento que diese brillo y gradación a las huellas del pincel. De análoga manera, Daguerre, que halló el modo de fijar las imágenes obtenidas en la cámara obscura, fue un espíritu en que se reunía, a la vocación y la aptitud del experimentador científico, el interés por la reproducción artificial de las formas, propio de su naturaleza de pintor. En memorias del gran Cuvier se hizo el elogio de los sabios trabajos de Bennati, el médico mantuano que, poseyendo una hermosísima voz y una apasionada vocación de cantante, concretó su ciencia fisiológica al objeto que le señalaba la predilección de su facultad artística, en perspicaces investigaciones sobre el mecanismo de la voz humana.

Si de la relación entre arte y ciencia, pasamos a la de las diferentes artes entre sí, siempre en cuanto a la posibilidad de asociarse dentro de la capacidad de un mismo espíritu, la frecuencia de estas asociaciones acrece. De la unión de las tres artes plásticas en un artista dimos ejemplos cuando hablamos de la universalidad de la aptitud. La pintura y la escultura se concilian, ya en quienes fueron ante todo pintores, como Paul Dubois; ya en quienes fueron preferentemente estatuarios, como Millet. Todavía más fácil y común es el consorcio de las dos artes de la piedra: arquitectura y escultura, que, hasta muy adelantado el moderno resurgir del arte, no se separaron, emancipándose la estatua de la unidad del organismo arquitectónico; y que, aun después de consumada esta emancipación, juntan sus luces en artistas como Jacobo Sansovino, Ammanati y Juan de Bolonia. Reunir a la inspiración de un arte plástica, la de la música, ya es caso más singular y peregrino, como que requiere el desposorio de dos formas, en cierto modo antitéticas, de imaginación. La universal facultad de los espíritus del Renacimiento las presenta unidas, sin embargo, aunque en muy desigual proporción de aptitudes, en pintores insignes, como Miguel Ángel, Leonardo y el Verocchio; y aun entre los artistas plásticos modernos, no faltan quienes, como Delacroix e Ingres, tuvieron una secundaria aptitud musical, que, si hubiera gozado de preferente vocación, acaso excediera de la medianía. Difícil parece concebir cómo maneras de imaginar tan divergentes podrían auxiliarse o cambiar entre sí estímulos y sugestiones; pero si se considera que, en una imaginación plástica de enérgica virtud, las impresiones del sonido, como cualquier otro género de sensación, sentimiento o idea, propenderán naturalmente a sugerir formas visuales, es fácil admitir que la emoción musical, traduciéndose en el espíritu del pintor por representaciones corpóreas, que expresen correspondencias, más o menos personales y arbitrarias, entre las sensaciones de la vista y del oído, sugiera e inspire motivos de pintar; o que, recíprocamente, la forma plástica con anterioridad concebida, tienda, en el pintor que es al propio tiempo músico, a reflejarse en determinado orden de sonidos. Oportuno es recordar, a este respecto, que uno de los artistas que abarcaron ambos extremos de imaginación: Salvator Rosa, compuso con el mismo nombre de La Hechicera, un cuadro y una melodía.

Menos raramente conviven las dotes del artista plástico y del poeta; y esta convivencia toma forma cooperativa y hermanable cuando ambas facultades de un espíritu convergen por distinta vía a un mismo fin (Ut pictura poessis...), ciñéndose la poesía a la imitación del mundo físico, como en el idílico Gessner, cuyos poemas son la traducción verbal de sus cuadros; o bien, cuando la palabra del poeta se consagra a la devoción de la otra arte, para celebrar su grandeza o acuñar en áureos versos sus preceptos: así en Pablo de Céspedes, una de las más gallardas figuras de las letras y el arte, en la España del gran siglo: pintor en quien la concomitante aptitud poética se dedicó exclusiva o preferentemente, a cantar de la gloria y hermosura del arte del color. Artistas que, como Fromentin y Guillaumet, tuvieron, además del don de colorear el lienzo, el de manejar artísticamente la palabra, hicieron de la pluma, igual que del pincel, un instrumento con que fijar las líneas y colores prisioneros en sus retinas. Poetas como Víctor Hugo y como Bécquer, aplicaron, con verdadera inspiración, una accesoria aptitud de dibujantes, a interpretar y traducir plásticamente las concepciones de su imaginación poética.

La facultad literaria, reunida, dentro de una misma personalidad, con la del músico, para obra en que ambas participan, tiene magnífica realización en el espíritu de Wagner, que persiguiendo, a favor de esta dualidad de su genio, la perfecta concordia de la expresión musical con la inventiva dramática, dio tipo a ese drama bifronte, cuya manifestación cumplida no se logrará sin la conformidad y confluencia de ambas suertes de inspiración, desde sus nacientes en el misterio de una sola alma inspirada. Arrigo Boito, con la doble obra poética y musical del Mefistófeles, es otro ejemplo insigne de esta asociación de aptitudes. Unidos en más simple y candorosa armonía, para el leve organismo de la canción, música y verso suelen brotar de un solo aliento del alma: así en los cánticos y lieder a que Hans Sachs puso la tonada y la letra, o en el himno glorioso de que Rouget de Lisle es doblemente autor; cual si por un momento recobrasen las dos artes del sonido su elemental y primitiva hermandad, volviendo al tiempo en que, de la lira de los Terpandros, Simónides y Timoteos, nacían, como merced de un numen único, el son melodioso y la palabra rítmica. Otras veces, coexistiendo dentro de una misma personalidad, pero sin concurrir a obra común, la facultad del músico y la del poeta, únense por simpatías e inspiraciones eficaces, como las que a menudo transparentan las historias fantásticas de Hoffmann, que, escritor más que músico, aunque también lo fue de alto mérito, toma con frecuencia, para sus ficciones, asuntos y motivos que debe a un profundo sentimiento de la sugestión infinita y el poder, como taumatúrgico, vinculados a la vibración musical.

El florecimiento, en la vocación y aptitud de un mismo espíritu, de más de un género literario, es hecho más frecuente que la absoluta consagración del escritor a un género único. Puntualizando esto, se patentizarían relaciones casi constantes. Apenas podrá nombrarse gran poeta que no haya sido, además, notable prosador. Apenas se hallará poeta dramático de primera magnitud, que no haya llevado dentro de sí un poeta lírico más que mediano. Los oradores escritores (si se les busca en lo alto y verdaderamente superior de la elocuencia) se cuentan, sin duda, en mayor número que los que carecieron de estilo capaz de emanciparse de la tutela de la expresión oral.

En aquellas artes que por su índole requieren, para poner de manifiesto la belleza que crean, el auxilio de otra arte interpretativa, no es raro caso que concurra, con la aptitud creadora, la aptitud de la interpretación. Grandes compositores excedieron también como ejecutantes: Mozart, Beethoven, Mendelssohn... Grandes poetas dramáticos: Plauto, Shakespeare, Molière, fueron asimismo actores; y Molière lo fue genialmente. Aun fuera del género poético destinado a la representación, esta aptitud de interpretar activamente las propias ficciones, aptitud que, en los orígenes de la poesía, se identificó, quizá, y fue una sola, con la esencial inspiración del poeta, se reproduce a veces en el mismo autor de ficciones narrativas, como en Dickens, cuyas lecturas públicas de sus obras novelescas eran maravillas de declamación y mímica, y en Alfonso Daudet, de quien se cuenta que tuvo prodigiosa gracia para contar, con todos los colores y palpitaciones de la vida, las escenas que imaginaba. La facultad del cómico, como dominante o sustantiva, y la de producción dramática, como accesoria, reúnense en el espíritu de Garrick; y en el de Paganini la soberana capacidad del ejecutante, del virtuoso, descuella por encima del positivo ingenio del compositor.

El entendimiento crítico y el don de la propaganda y la polémica, haciendo de auxiliares de la creación literaria, para mantener la doctrina y los procedimientos que ésta ejemplifica, han sido dados, respectivamente, a artistas reflexivos como Goethe, y a innovadores arrebatados como Zola; y a su vez, una facultad crítica eminente suele traer junto consigo dotes relativas de poeta, con que poner en arco tirante las flechas del precepto y la sátira, según vemos en el ritmo preciso y autoritario de Boileau; o con que cultivar, en huerto propio, cierta flor de belleza, que, en Macaulay y en Sainte-Beuve, trasciende con la escogida y concentrada esencia de la Canción del lago Regilo y de algunas de las Consolaciones.

¡Cuántos volúmenes de críticos de oficio y de doctores de la estética, podrían cambiarse por fragmentos de crítica nacidos de la conciencia reflexiva de la propia producción, como la Carta de las unidades dramáticas de Manzoni; el prólogo del Cinq-Mars de Alfredo de Vigny; el del Cromwell de Víctor Hugo; el de los Sonetos eclesiásticos de Wordsworth, y cualquier página teórica o polémica de Carducci!

Vulgar prejuicio es entender que el don y energía de la práctica, en algún orden de generación de belleza, inhiba o reste fuerzas a la aptitud de la teoría. El artista creador tiene, desde luego, para doctrinar sobre su arte y hacer la historia de él, la superioridad que le confiere, sobre los otros, su iniciación e intimidad en los secretos de la obra, y además, esa segunda vista que el amor ferviente del objeto presta para todo linaje de conocimiento. Es así como la inteligencia teórica, y la apreciación sentida, de lo bello, deben a la contribución personal de los artistas, invalorables tesoros. Dictando, como Alfonso el Sabio, las leyes de su monarquía, Leonardo de Vinci produce su didáctica Della pittura, que Rubens había de emular con disquisición de igual género. En páginas escritas por pintores: Vicente Carducci o Palomino, Reynolds o Lebrun, duran observaciones, enseñanzas y juicios de arte, que, cuando no tienen valor definitivo, lo tuvieron histórico. Aún leemos la vida de los artistas del color en libros del pintor Vasari. Aún guarda su interés mucho de lo que sobre el arte de la música teorizaron ejecutantes y compositores, desde Salinas y Rameau, hasta Schumann y Liszt. La obra revolucionaria de Wagner reposa no menos que en sus maravillas de creación, en la ciclópea columna de sus escritos de propaganda y doctrina; y Berlioz, al propio tiempo que, con sus sinfonías y sus óperas, daba los modelos que debían modificar en Francia los rumbos de la música, mantenía, con la pluma de sus revistas del Journal des Débats, uno de los más animados, interesantes y fecundos movimientos de ideas, de que haya ejemplo en la crítica e arte.

No es menos fácil de hallar la recíproca subordinación de aptitudes: la facultad de la teoría, como talento capital; la de producción, como aptitud complementaria. Los grandes teóricos de la música tuvieron en su mayor parte, y algunos más que medianamente, la capacidad de producirla: así Matthesson, Martini, Choron, Fetis, Castil-Blaze. Artistas plásticos de nota fueron muchos de los escritores que mejor han doctrinado y juzgado de colores y líneas: baste citar a Gautier, a Delecluze, a Charles Blanc. En Viollet-le-Duc, el escritor insigne de arquitectura y arqueología parte su gloria con el ilustre restaurador de los monumentos góticos. La prédica inspirada de Ruskin, que ha dado cuerpo al más original, al más ferviente, al más religioso entusiasmo por el arte, que en modernos tiempos se haya propagado en el mundo, es la palabra de un pintor.