Motivos de Proteo: 106

CIV
Motivos de Proteo de José Enrique Rodó
CV
CVI


CV - Vocaciones de arte y ciencia que se subordinan a la vida de acción. Diferentes vocaciones activas que se auxilian y complementan entre sí. Fecundidad de la unión de dos elementos contradictorios en una vocación compleja. editar

Indiquemos algunas de estas subordinaciones de aptitudes. Las distintas formas de vocación contemplativa, entendiendo por tal la que se cifra en el ejercicio del pensamiento y el cultivo de la ciencia o el arte, aparecen frecuentemente en el espíritu del hombre de acción, como medios encaminados al logro del objeto que persigue su voluntad: como auxiliares de esta preponderante vocación activa. Así en los grandes capitanes y en los grandes conductores de multitudes, a quienes la posesión de cierta facultad literaria ha servido, ya para realzar la influencia de su personalidad y su ejemplo con el poder arrebatador de la palabra caldeada en las fraguas de la pasión y del arte; ya para esculpir ellos mismos, con la narración de sus hazañas, el pedestal de su inmortalidad: Xenofonte, Josefo, Julio César, Bonaparte, Bolívar... Así también en los hombres de estado, consejeros y agitadores, para quienes la aptitud oratoria, incluyendo, como especie de ella, la de la propaganda escrita, propia de nuestro Ágora moderno, ha sido instrumento eficaz de su principal carácter de hombres de acción: Pericles, Lord Chatham, William Pitt, Danton, Guizot, Thiers...; y aun pudiera decirse que es de la naturaleza de este don de la oratoria elocuente, no manifestarse en su plenitud sino por semejante consorcio o vasallaje; porque el don de la oratoria no es grande por sí: es grande como aptitud subordinada al arte soberano de la acción, de donde toma, no sólo su transitoria utilidad, sino también su perenne y peculiar belleza. Subordínanse igualmente las letras a la acción en aquellos otros hombres políticos que han dejado la substancia de su experiencia o la historia de sus recuerdos, en obras que la posteridad lee, no únicamente por su interés histórico, sino por su valer literario: como Maquiavelo, como Antonio Pérez, como Felipe de Comines. Y subordínanse también en los descubridores y exploradores que han sabido reflejar, en páginas donde circula el aire y la luz, la emoción de las aventuras gloriosas, y la palpitación de la naturaleza sorprendida en su desnudez y candor: desde el más alto de todos, desde Colón, con la pintoresca e ingenua poesía de ciertos pasajes de su Diario.

Relación semejante ofrece el espíritu del apóstol favorecido con la virtud, ya cariciosa, ya flageladora, de la expresión, o que resueltamente penetra en los términos del arte para pedir a la obra bella alas con que propagar su doctrina. Del anhelo de comunicar la propia fe y de mover el impulso de la caridad, fluye en los siglos ese doble río de elocuencia; poderoso, encrespado y bramador en Crisóstomo, en Tertuliano, en Jerónimo: de cuya casta de espíritus viene el alma de fuego de Lamennais; manso, suave y arrullador en Ambrosio, en Gregorio Nacianceno, en Basilio, que prestan el secreto de su gracia a Fenelon y a Francisco de Sales. Y tanto en el pastor que se auxilia de la palabra para formar o conducir una piadosa grey, como en cualquier otra especie de hombre de acción que sea dueño a la vez del don de la forma, frecuentemente ocurre que esta aptitud subordinada es la que lleva en sí el superior merecimiento y la promesa de la gloria cierta, por más que la mayor intensidad de la vocación y del anhelo esté de parte de la otra; y quizá cuando ha pasado la virtud de la palabra para mover las voluntades, su hermosura aparece mejor, más limpia y patente; al modo como, quebrada la redoma, trasciende y se difunde el bálsamo.

Pero no es sólo la aptitud de hablar o escribir bien lo que, en los espíritus preferentemente consagrados a las obras de la voluntad, vale como potencia accesoria de la acción. Otras maneras de arte se prestan igualmente a desempeñar ese auxilio. Cómo la facultad de la composición musical, subordinándose a la vocación del apóstol, del reformador, la sirve de instrumento precioso de convocatoria y simpatía, muéstralo el Choral-Buch de Lutero, donde la conciencia religiosa emancipada y entonada halla su expresión en el lenguaje sublime a que dos grandes almas, encendidas en igual fuego de original y cándido fervor: Ambrosio, el mismo de la suave elocuencia, y Gregorio Magno, dieran norma y medida cuando los balbuceos de la fe. Y si en las notas de la música cabe el genio de propaganda del apóstol, cabe también en los colores y las líneas; y el apóstol pintor encarna en la figura de Metodio, el monje griego que, poniendo ante los ojos de Bogoris su Juicio final, comunicó al pecho del rey búlgaro la llama de piedad que le había movido a pintarlo.

Esta tendencia de la vida de acción: el apostolado religioso, préstase, más que otra alguna, para ejemplo de cómo una vocación que pertenece al orden de la voluntad, suscita y mantiene bajo su amparo y sugestión otras vocaciones, de la voluntad misma o del pensamiento. Cuando la vocación religiosa asume forma ascética y contemplativa, es, por su aciaga fuerza de inhibir y sofocar todo expansivo impulso del alma, ejemplo cabal de lo contrario: ejemplo cabal de vocación que se recoge a su centro y queda en monótona quietud; pero si tiende a la acción y al proselitismo, entonces, por la propia razón de que dispone de los más formidables apasionamientos y las más imperiosas disciplinas que puedan subyugar la naturaleza del hombre, da aliento e inspiración a diversísimas actividades y vocaciones secundarias, que se desenvuelven en el arte, o en la ciencia, o en las más varias direcciones de la vida activa. Una comunión de creyentes ha menester las formas de un culto; y así para la eficacia de este medio de obrar sobre la imaginación y la sensibilidad, como para realzar la dignidad del obsequio que tributa a su Dios, propende a acoger en su regazo los primores y magnificencias del arte: ya levantando las columnas y torres de sus templos; ya tallando en la piedra sus imágenes venerandas; ya fijándolas, por el color, en el lienzo; ya cincelando el oro y la plata para las alhajas del altar; oficios todos que se confundieron con la misma profesión religiosa, en los monjes arquitectos, escultores, imagineros y orífices, de los tiempos medios; ya expresando y comunicando la emoción por los sones de la música, que, hasta después de entrado el siglo XV, fue también oficio de eclesiásticos; ya, finalmente, recurriendo a la virtud de la palabra, en la oratoria y el himno. Pero, no satisfecha con los auxilios del arte, esta idea avasalladora requiere los de la ciencia, y los de distintos géneros de acción. Desde luego, aspira a prevalecer por la enseñanza, y esto determina una vocación pedagógica, que se complementa, para el gobierno perenne y sutil de las conciencias, con la práctica de la observación del psicólogo y el moralista; y además vincula a sus propósitos el ejercicio de la caridad, lo que la pone en fácil relación con la ciencia de curar los males del cuerpo, ciencia que, subordinada a la inspiración caritativa, imprime carácter a la figura del monje cirujano, del famoso Baseilhac. Por otra parte, una fe religiosa tiende, de suyo, a expandirse, a llegar a remotas gentes, a convertir a los que permanecen fuera de la verdad que ella cree poseer: y de aquí nacen dos vocaciones tributarias, que, como las demás de esta especie, trascienden más allá de su inmediata finalidad piadosa: la vocación científica del filólogo y la vocación activa del explorador. El impulso a estudiar las lenguas bárbaras o extrañas, para buscar camino por ellas en el corazón del infiel; impulso que llevó a Raimundo Lulio, en su reclusión del Monte Randa, a sumergirse en las fuentes de la ciencia árabe, y que contribuyó poderosamente a iniciar a la Europa cristiana en el conocimiento del árabe mismo y del hebreo, fue también el que inspiró a los misioneros españoles y portugueses que, yendo tras las huellas de los conquistadores, trajeron a la filología, el estudio de las lenguas americanas, y dilataron o perfeccionaron el de las asiáticas. La vocación del explorador de tierras incógnitas, identificada con la del misionero, aparece, aun modernamente, en espíritus como el de Livingstone, que llevaba consigo, a lo ignorado del África, junto con los instrumentos de la observación científica, la Biblia del evangelizador.

Como la vocación religiosa, las demás manifestaciones de la vida de acción: la del soldado, la del navegante, la del político, toman con frecuencia también bajo su protección y tutela, actividades del espíritu, que no se reducen a la que indicamos ya, de la expresión literaria. Documentos de esto son aquellas mismas obras en que marinos, hombres de gobierno y guerreros, han dejado testimonio de sus hechos y de su experiencia; siempre que en las páginas de tales obras predomine, sobre los prestigios de la forma y el arte de la narración, el caudal de observaciones recogidas en el trato con la naturaleza física, o de nociones referentes al arte de la guerra, o a la ciencia y el arte de la política. Montalembert es ejemplo de ilustre capitán, cuya eminente aptitud en las ciencias que tienen conexiones con la profesión de las armas, le valió para unir a los lauros de la acción, y aun mejor ganados, los del estratégico teórico. Igual cosa diría del archiduque Carlos, que después de resistir gallardamente a los ejércitos de Napoleón dejó, por fruto de su experiencia y su saber, dos obras clásicas en la estrategia.

Una patente demostración, social o colectiva, de cómo una apasionada efervescencia de las energías de la acción provoca y estimula, como actividad subordinada, los afanes del conocimiento científico, particularmente en su aplicación a las artes de la utilidad, ofrécela la Francia revolucionaria: cuando, respondiendo la Convención al doble propósito de la defensa nacional y de la consolidación del nuevo régimen político, mantiene, en los espíritus electrizados por los entusiasmos de la libertad, aquella emulación de descubrimientos o invenciones con que poner, en manos del heroísmo, más poderosas fuerzas: de donde nacieron el telégrafo de señales, los primeros ensayos de la aerostación militar, el perfeccionamiento de la fabricación del acero y de la pólvora; mientras, en esfera más alta y permanente, el nuevo espíritu alentaba la reorganización de la enseñanza común y de toda suerte de estudios; congregándose, para las distintas manifestaciones de esta obra del saber puesto al servicio de una acción titánica, entendimientos científicos como el de Condorcet y el de Lagrange, el de Berthollet y el de Fourcroy. En pasados siglos, los romanos de Marcelo habían visto multiplicarse y agigantarse, cual si interviniesen artes de magia, la resistencia de la ilustre Siracusa a sus armas conquistadoras, por inspiración del matemático de genio, que, sublimando su ciencia en el amor de patria, oponía a las naves del sitiador sus espejos ustorios, sus palancas guarnecidas de garfios y sus catapultas ciclópeas; para luego personificar la trágica fatalidad de la caída, sucumbiendo al golpe del soldado que le encuentra absorto, mientras raya en el suelo las líneas de un problema.

Así como la acción se vale de la sociedad del pensamiento, las diferentes formas de la vida de acción trábanse, frecuentemente, en aptitudes compuestas, donde una a otra se realzan y estimulan. El genio militar asociado a la superior capacidad del mando civil y la inspiración de las leyes, fulgura en Carlomagno, en Napoleón, en Federico el Grande. La voluntad perfecta del santo, conciliada con un don que, como el de gobernar a los pueblos, parece incluir por necesidad algo de malicia o violencia, se llama Marco Aurelio en el paganismo, Luis IX en los siglos cristianos. La gloria del marino y la del guerrero se confunden en quienes, como Nelson, ganaron fama luchando con las tormentas y los hielos, antes de realzarla luchando con los hombres; y en quienes, como Alburquerque, después de orientarse sobre la mar a tierras remotas, las sojuzgaron por la espada. La compañía del heroísmo guerrero y la vocación del amor caritativo y piadoso de que nace el heroísmo de la santidad, es unión contradictoria y tremenda, como de principios enemigos, que, mientras se abrazan, se repelen, y mientras se socorren, se odian; pero de esta contradicción, comparable a las disonancias con que el músico de genio suele obtener estupenda y paradójica armonía, nace aquel género de sublimidad que admiramos en el alma ardiente del cruzado, en quien compiten el derretimiento de piedad y el ímpetu vengador.

Asociaciones como ésa, de principios antagónicos que se sintetizan y levantan a una inesperada unidad, suelen producir, en el orden de la vocación como en todas las manifestaciones del espíritu, eficaces y sorprendentes resultados; con los que se corrobora lo que dijimos al hablar de las complexidades y contradicciones de nuestra naturaleza, que, aproximando a veces elementos que nunca estuvieron juntos ni parecerían capaces de estarlo, dan con ello ocasión a una originalidad superior, persistente y fecunda. El ejemplo más alto y significativo que pudiera citarse es el de Colón. Dos vocaciones diversísimas, y aun antitéticas, dentro de la general categoría de la vida de acción, reuniéronse en aquella alma extraordinaria: una vocación de iluminado, de profeta, de apóstol, persuadido de su predestinación para ensanchar los dominios de su fe y rescatar el sepulcro de su Dios; y una vocación de logrero, de mercader, de negociante codicioso y tenaz, como de raza liguria, que le llevaba en fascinación tras los imaginarios reflejos del oro soñado en sus visiones de lejanas Cólquidas. Acaso, separado y solo cada uno de estos estímulos, no hubiera sido capaz de llevar el hervor de la voluntad al punto necesario para sazonar la perseverancia inquebrantable de la resolución; pero los dos se unieron, y la voluntad tomó su punto.

El sentido común propende a considerar alejados, por natural antipatía, el fervor de una apasionada idealidad, y la inteligencia del dinero y el sentido de los intereses materiales. Pero si se piensa en que, aun allí donde el desprendimiento y la abnegación de todo bien terreno resplandezcan más puros, cabe estimar los medios de acción que proporciona la riqueza, para llevar adelante una obra magna o acudir a las necesidades de los otros, se concebirá fácilmente la posibilidad de un espíritu inflamado en un grande amor ideal y que, por instrumento de este amor, pone en ejercicio, no energías heroicas ni inspiraciones remontadas, sino una habilidosa y perseverante aptitud de administración y economía. El cristianismo primitivo, naciendo del seno de una raza donde se unieron siempre la más ferviente religiosidad y el más fino tacto económico, confió la dirección y vigilancia de las cosas temporales, en las comunidades que instituyó, a manos de los diáconos; y estos trabajadores prudentes y celosos, a quienes la idea cristiana debe la parte más sólida, aunque menos aparente, de su propagación, fueron hombres de idealidad y de fe, que al servicio de la suprema vocación de su alma pusieron un admirable sentido de la vida práctica, y de conservación y equidad en el cuidado de los bienes comunes y el reparto de sus rendimientos.