Motivos de Proteo: 081


LXXX - Quien no avanza, retrocede. El cambio ha de armonizarse con el orden. La inquietud del febricitante.

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REFORMARSE ES VIVIR. Aun fuera de los casos en que es menester levantar del fondo de uno mismo la personalidad verdadera, falseada por sortilegios del mundo; y aun fuera de aquellos otros en que un hado inconjurable se opone al paso de la vocación que se seguía, del propósito en que se hallaba norma, la tendencia a modificarse y renovarse es natural virtualidad del alma que realmente vive; y esta virtualidad se manifiesta así en el pensamiento como en la acción.

Cuanto más emancipado y fuerte un espíritu, cuanto más señor y dueño de sí, tanto más capaz de adaptar, por su libre iniciativa o por participación consciente en la obra de la necesidad, la dirección de sus ideas y sus actos, según los cambios de tiempo, de lugar, de condiciones circunstantes; según su propio desenvolvimiento interior y el resultado de su deliberación y su experiencia. Y cuanto más pujante y fervorosa la vida, tanto más intenso el anhelo de renovarla y ensancharla. Sólo con la regresión y el empobrecimiento vital empiezan la desconfianza de lo nuevo y el temor a romper la autoridad de la costumbre. Quien en su existencia no se siente estimulado a avanzar, quien no avanza, retrocede. No hay estación posible en la corriente cuyo curso debemos remontar, dominando las rápidas ondas: o el impulso propio nos saca adelante, o la corriente nos lleva hacia atrás. El batelero de Virgilio es cada uno de nosotros; las aguas sobre que boga son las fuerzas que gobiernan el mundo.

Pero esta renovación continua precisa armonizarse, como todo movimiento que haya de tener finalidad y eficacia, con el principio soberano del orden; nuestro deseo de cambio y novedad ha de someterse, como todo deseo que no concluya en fuego fatuo, a la razón, que lo defina y oriente, y a la energía voluntaria, que lo guíe a su adecuada realización. No siempre una inaplacable inquietud, como signo revelador de un carácter, es manifestación de exuberancia y de fuerza. La disconformidad respecto de las condiciones de lo actual, la aspiración a cosa nueva o mejor, cuando no estén determinados racionalmente y no se traduzcan en acción resuelta y constante, serán fiebre que devora y no calor que infunde vida: el desasosiego estéril es, tanto como la quietud soporosa, una dolencia de la voluntad.

Repara, pues, en que hay dos modos contrarios de ceder a la indefinida sustitución de los deseos. Es el uno propio de espíritus hastiados antes del goce, fatigados antes de la acción; incapaces de hallar su ambiente en ninguna forma de la actividad y ningún empleo de la vida, porque a ninguno han de aplicarse con sinceridad y aliento; espíritus que son como vanas y volanderas semillas, que, a la merced del aire, caen cien veces en la tierra y otras tantas veces se levantan, hasta trocarse, disueltas, en polvo del camino. En ellos, la ansiedad perpetua del cambio no es más que la señal de un mal interior. Se trata entonces de la desazón del calenturiento, de la incapacidad del enervado, de la imperseverancia del que se agita y consume entre las representaciones contradictorias de la duda. Pero hay también el anhelo de renovación que es signo de vida, de salud; impulso de adelanto, sostenido por la constancia de la acción enérgica, rítmica y fecunda, que, por lo mismo que triunfa y se realza al fin de cada aplicación parcial, no se satisface ni apacigua con ella; antes la mira sólo como un peldaño que ha de dejar atrás en su ascensión, y mide la grandeza del triunfo, no tanto por la magnitud del bien que él le franquea, cuanto por la proporción que le ofrece de aspirar a mayor bien.

Si comparas la angustiada inquietud de los primeros con la agitación del enfermo que busca ansiosamente una postura que alivie su dolor, y no la encuentra a pesar de sus esfuerzos desesperados y tenaces, reconocerás la imagen del alma a quien la virtud de su firme voluntad renueva, en el viajero que sube una pendiente, un fresco día de Otoño; por acicate, la brisa tónica y fragante; y que cada vez que pone el pie en el suelo, con el sentimiento de placer que nace del libre despliegue de nuestras energías, de la elasticidad de los músculos vigorosos y del ímpetu de la sangre encendida en las puras ondas del aire, experimenta el redoblado deseo de subir, de subir más, hasta enseñorearse de la cumbre que levanta, allá lejos, su frente luminosa.

Detestan enfermo y viajero la quietud; sienten ambos la necesidad de modificar, a cada instante, la posición de su cuerpo; de sustituir cada uno de sus movimientos por otro; pero mientras los del enfermo se suceden desordenados, inconexos, y disipan su fuerza en fatiga dolorosa e inútil, ordenados y fáciles los del viajero, son la expresión de una energía que sostiene su actividad sin atormentarse y contenta al deseo sin extinguirlo.