Motivos de Proteo: 078

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Motivos de Proteo de José Enrique Rodó
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LXXVII - Vocaciones malogradas. «Ven, muerte, tan escondida...». Andrés Chénier. editar

Sabemos ya cómo el medio ingrato deja sin nacer superiores aptitudes, y cómo en ciertos casos empequeñece y deforma, por la adaptación a límites mezquinos, la función de aquellas mismas a que consiente vivir. Otro maleficio de las cosas que clasificamos bajo el nombre de medio es el que se traduce por las vocaciones nobles, que, ya después de definidas y entradas en acto, la indiferencia común interrumpe y hiela, de modo que no reducen sólo su virtualidad y energía manteniéndose dentro de su peculiar actividad, sino que renuncian para siempre a ésta; y habiendo comenzado el espíritu su paso por el mundo con un soberano arranque de vuelo, lo continúa y termina ¡lastimoso tránsito! sin una aspiración que exceda de la vida vulgar.

Una de las raíces de la inferioridad de la cultura de nuestra América para la producción de belleza o verdad, consiste en que los espíritus capaces de producir abandonan, en su mayor parte, la obra antes de alcanzar la madurez. El cultivo de la ciencia, la literatura o el arte, suele ser, en tierra de América, flor de la mocedad, muerta apenas la Naturaleza comenzaba a preparar la transición del fruto. Esta temprana pérdida, cuando la superior perseverancia de la voluntad no se encrespa para impedirla, es la imposición del hado social, que prevalece sobre la espontánea energía de las almas no bien se ha agotado en ellas el dinamismo de la juventud: ese impulso de inercia de la fuerza adquirida cuando somos lanzados de lo alto a la escena del mundo. Muere el obrero noble que había en el alma, y la muerte viene para él, como en la antigua copla, escondida:

Ven, muerte, tan escondida...

Se extenúa o se paraliza la aptitud, a imitación de esas corrientes perezosas que, faltas de empuje y de pendiente, quedan poco a poco embebidas en las arenas del desierto, o se duermen, sin llegar a la mar, en mansos estanques. El bosquejo como forma definitiva, la promesa como término de gloria: tales han sido hasta hoy, en pensamiento y arte, las originalidades autóctonas de América.

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Aún hay, más tristes que las que hiela lo ingrato del ambiente en connivencia con lo flaco de la voluntad, otras esperanzas perdidas. Pero sobre éstas no cabe sino piedad y silencio. Son aquellas ¡ay! que excitan en el alma los sentimientos más graves y angustiosos que puedan conmoverla, en cuanto a la realidad del orden del mundo y de la justicia que cabe en las leyes que lo rigen. Los destinos segados por temprana muerte, ésa en que el poeta antiguo vio una prenda de amor de los dioses, son el agravio que nunca olvida la esperanza. Para estos destinos, existe una personificación (ya aletea acaso en tu recuerdo) quizá más típica que cualquiera otra: por la inmensidad de los secretos de belleza que se llevó a las sombras de lo desconocido, y por el modo cómo inmortalizó, expresándola, la conciencia de su propio infortunio: la personificación de Andrés Chénier, arrastrado a la muerte cuando el albor de su genio; arrastrado a la muerte en el carro de ignominia, donde, golpeando su frente, afirmó que algo había tras ella, mientras quedaban, de su cosecha en la viña antigua, unas pocas ánforas llenas, que la posteridad desenterró cuando la calma volvió al mundo: así un resto de vino añejado en cántaros de Formio, que los nietos del viñador encontraran, removiendo la tierra, después del paso de los bárbaros.