Motivos de Proteo: 069

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Motivos de Proteo de José Enrique Rodó
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LXVIII - Desdén o desamor por la aptitud que se tiene. Desproporción entre la vocación y la aptitud. editar

El abandono de cierto modo de actividad, que corresponda a verdadera y natural disposición, nace, frecuentemente, de que la aptitud no estuvo nunca acompañada y servida de una vocación tan enérgica y leal como la mereciera. No es peregrino caso el de que aquel que posee una habilidad superior y tiene conciencia de ello, lejos de estimarla y honrarla, grato a la dádiva de la Naturaleza, pague esta dádiva con indiferencia y desamor.

Aun en los que desenvuelven y ejercitan consecuentemente su aptitud real, suele el aprecio que hacen de sus dones ser poco más que nulo, y estar muy por bajo del que consagran a otra aptitud inferior de que son dueños, o a una que, ilusoriamente, piensan poseer. Es fama que en Stendhal la mediana estima que tuvo por su tardía y negligente vocación literaria, contrastaba con la vehemencia de sus sueños y nostalgias de hombre de acción, fascinado por la deslumbradora personalidad de Bonaparte. Igual displicente non curanza del propio nombre literario profesaba, o pretendía profesar, Horacio Walpole, que reservaba las complacencias de su vanidad para sus superficiales condiciones de político y de hombre de mundo. La posteridad, que reconoce y honra, en la memoria de Priestley, al ilustre experimentador, no sospecharía que esta aptitud apenas fue en él sino afición para las horas de ocio, y que la mayor vehemencia de su vocación, y su perseverante actividad, se consumieron en disputas teológicas, que no han dejado más huella que el humo. Levantándonos más alto: ¿no es el Discurso de las armas y las letras un indicio de que en la predilección y el respeto de Cervantes ocupaba el primer lugar, no la vocación de la fantasía novelesca (aunque también la consagrara amor y orgullo), sino aquella otra, nunca llegada a completo desenvolvimiento, que le movió en la juventud a perseguir la gloria militar, hasta caer cautivo después de dejar la mano compañera de la que había de escribir el Quijote, peleando en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros?

La desestima inocente y candorosa por un don superior que se tiene, como de parvulillo que juega con un diamante que se ha encontrado en el suelo, vese en Fray Luis de León, que jamás abrigó el pensamiento de dar a conocer los versos que compuso, y que, cuando en la vejez y a instancias de un amigo, los copia en un cuaderno, pone delante las famosas palabras: «Se me cayeron, como de entre las manos, estas obrillas...». Pero no cabe ejemplo tal de desproporción entre la magnitud soberana de la facultad y la desdeñosa indiferencia de la vocación, como el ejemplo de Shakespeare. Ese muchacho turbulento, hijo pródigo de familia burguesa; inaplacable corredor de aventuras; casado antes de tiempo por reparar la honra de una mujer de más años que él; gran bebedor; cazador furtivo; que llega a escribir para el teatro por sugestión de su oficio fortuito de cómico de baja estofa, produciendo, con absoluto desgaire y despreocupación del arte y la fama, maravillas de cuyos quilates, ciertamente, nunca tuvo sospecha; y que luego, apenas logra redondear algunos bienes de fortuna, se retira, en plena fuerza de edad, a la aldea, como cualquier hombre vulgar que asienta el seso después de pasado el hervor de la juventud; y en la aldea lleva vida de juicioso propietario, ejerciendo cargos comunales, administrando su peculio y prestando dinero a logro; sin que nunca más muestre la menor veleidad de invención poética; ni el más mínimo interés por la suerte de sus obras, dispersas y a pique de perderse en abandonados manuscritos; ni la más insignificante afección por el mundo de criaturas ideales a que ha dado vida y gloria perennes: es rareza que sugiere la idea de un cambio de personalidad, como el del magnetizado que, vuelto a su ser autonómico, no guarda impresión ni recuerdo de lo que dijo o hizo mientras lo embargaba una voluntad ajena, que en este caso referiríamos a influjo sobrenatural: a la obsesión de un numen. En presencia de tal desamor, no es presunción absurda la de que, si el bienestar que conquistó duramente, hubiera venido a Shakespeare más temprano y por herencia o azar que excusasen su esfuerzo, la facultad monstruosa que había en él hubiera quedado estática y en la sombra. El desdén de la fama es cosa fácil de concebir, y aun puede tenérsele por flor de sabiduría y de exquisita y noble superioridad; pero lo que parece salir fuera de las leyes de la naturaleza es la ausencia, o el estancamiento prematuro, en facultad de tal energía y dotada de los medios de manifestarse, del estímulo de la producción por la producción misma: por la necesidad de desenvolver y realizar la propia fuerza: connatural impulso de la vocación, que ha bastado para sostener en el solitario embeleso de la obra a espíritus que nunca conocieron en el mundo el halago del renombre ni de la ajena comprensión: sabios como Copérnico; poetas como Andrés Chénier y como Bécquer; pensadores como el delicado y hondo Joubert.

El general menosprecio en que la concepción ascética de la vida confundió todos los bienes y superioridades de la tierra, ha sacrificado, sin duda, durante muchas generaciones humanas, tesoros cuantiosísimos de genio, de habilidad, de energía, reprimidos en lo interior del alma por los mismos que los poseyeron, juzgándolos vanidad, pérfido señuelo del mundo, tentación de frialdad y apartamiento respecto de la única idea que consideraban digna de amor. A veces, lo que el asceta de genio sacrifica no es, por fortuna, la aptitud, sino sólo la gloria que nace de ella, condenando a eterno olvido el propio nombre, pero salvando para la humanidad el rédito de su genio, siquiera lo manifieste únicamente como medio subordinado a la idea que le tiene en sonambulismo. Los artistas de maravillosa inspiración, que, salidos de los claustros de la Edad Media, guiaron a las muchedumbres a levantar, en formas sublimes, las piedras arrancadas para encarnación de la fe, y los maestros organeros que animaron con aladas voces la cavidad de las imponentes catedrales, opusieron a la inmortalidad de sus obras la eterna obscuridad de sus personas. El autor de la admirable Imitación escribe en una de sus páginas: Haz, Señor, que mi nombre quede ignorado para siempre; y cumpliéndose la aspiración de su humildad, ésta es la hora en que el mundo no sabe con certeza su nombre. Pero el mismo sentimiento que movía en él ese ruego, ha conducido, sin duda, veces infinitas, no a la abnegación de la fama únicamente, sino a la represión y el sacrificio de la propia aptitud. Un día, el santo de Asís se ensaya, por distracción, en esculpir una copa, y descubre una habilidad, no sospechada, de su espíritu. La copa se modela gallardamente; el cincel realiza primores; pero la voluntad del santo, celosa de todo género de ocupación que pueda ser incentivo de vanidad, se apresura a hacerle soltar de la mano el instrumento que le ha dado conciencia de su genio de artífice. Estas inhibiciones del fervor religioso pueden producirse también como obra, ya de una filosofía, de una organización social, de una preocupación flotante en el ambiente, que pugnen con ciertas formas de actividad; ya de una pasión o un interés muy vivos, a cuyo paso se interponga, o para cuyo logro quite tiempo, el ejercicio de una aptitud que se tiene y que, por tal manera, llega a ser objeto de desestima y olvido.

¿Podrá esta falta de amor exaltarse alguna vez hasta el odio? ¿Será posible que el desvío para con el don superior que recibimos de la Naturaleza, llegue hasta el aborrecimiento del don y el arrebato iracundo contra él?... ¿Por qué no, cuando el instinto de la aptitud se alza y rebela contra la condena injusta: cuando la necesidad, el prurito irrefrenable, de expansión, que suele estar en la esencia de las aptitudes grandes, lucha contra el desesperado esfuerzo que hace la voluntad por domeñarlo y reprimirlo?...

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