Motivos de Proteo: 068


LXVII - Del arte a la ciencia; de la ciencia al arte; del arte a las letras; de un arte a otra; de la producción a la crítica; de la ciencia a la fe religiosa.

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Pasar de los dominios de un arte a los de una ciencia, es otra variedad de vocaciones que se sustituyen. Hay veces en que esta transición se verifica de modo que es posible seguir los pasos graduados con que a una actividad ha sustituido otra. Músico era Herschell, y en la vía de esta vocación heredada (porque era, además, hijo y hermano de músicos), quiso tener puntual conocimiento de su arte, y diose a profundizar la teórica de la armonía. El estudio de la armonía atrajo su atención a las matemáticas puras, y éstas le pusieron en el camino de aquella aplicación de los números y las líneas que constituye la ciencia de los cuerpos celestes. Aquí sintió el pie firme de quien toca en su más honda y radical aptitud; y desde ese instante, dejó la música que se traduce en sonidos, por aquella otra, inefable y altísima, que percibía en la contemplación de los cielos el filósofo de Samos.

Del mismo campo de la música había llegado a la ciencia médica el gran Razí, lumbrera del saber arábigo. La fama conquistada por Morse en cuanto pintor era merecida y grande, cuando vislumbró una senda aún más en relación con sus facultades propias, y tomando por ella, llegó a la invención del telégrafo, gloria que ofusca el recuerdo de sus obras de artista en la memoria de la posteridad. De la pintura procedieron también, para la ciencia, Pirrón, el pensador escéptico; Delalande, el naturalista; Lahire, el matemático; Fulton, el inventor. El tránsito de la aplicación literaria a la científica presenta nombres tan ilustres como el de Cabanis y el de Claudio Bernard, que aspiraron, con vehemente vocación, el uno a la fama de poeta y humanista, el otro a la de autor dramático, antes de echar raíces en las ciencias biológicas; el de Mascheroni, poeta llegado a una discreta madurez, primero que insigne matemático; el de Raynouard, dramaturgo mientras no convirtió su atención a la filología; y desde luego, sería éste caso abundantísimo si hubieran de tomarse en el concepto de una vocación provisional las someras e impacientes manifestaciones de la actividad de un espíritu en los albores de la adolescencia. Grande es el hechizo que vinculas ¡oh belleza que te representas por palabras!, y apenas hay privilegiado entendimiento que no te haya ofrecido su primer amor.

Menos frecuente la transición recíproca, de la ciencia al arte, no deja de evocar en el recuerdo algunos nombres famosos. Del laboratorio donde Reber estudiaba la aplicación de las ciencias experimentales a la utilidad industrial, le apartó la voz que le llevó para siempre al arte de la música. Perrault era médico eminente, cuando un Vitrubio que cayó en sus manos le tentó a nueva vocación, y Perrault fue el gran arquitecto del siglo de Luis XIV, sin que diese al olvido la aptitud primera, pero relegándola a segundo término en su atención y en su gloria.

Una sobreviniente vocación literaria ha apartado del arte espíritus como el de Thackeray, el de Gautier, el de Meilhac: todos ellos habituados al lápiz o el pincel antes que a la pluma. El pasaje de una a otra de las artes plásticas, presenta ejemplos numerosos. Así, Brunelleschi, escultor en sus comienzos, más tarde arquitecto ilustre: caso que reproduce luego Palladio; Bramante, que de pintor pasó a arquitecto; el Ghirlandajo, en quien el hábil orífice precedió al eximio pintor, como, en Verocchio, al estatuario el orífice; Blanchet, consagrado a desbastar el mármol antes que a colorear la tela: tránsito opuesto al de nuestro contemporáneo Bartholdi, cuyo numen renunció al amor de la pintura para desposarse con la estatua. Otra especie de evolución se verifica en el espíritu que, dentro de los términos de una misma arte, de productivo pasa a crítico. Quizá no hay, en literatura, ejemplo de intelecto crítico superior que no haya llegado a su definitiva vocación de tal por la vía de esta transición; aunque, en infinitos casos, la facultad productora persista después de ella, si bien cediendo el primer lugar a las análisis y juicio. Menos común en las artes plásticas que en la de la palabra, porque el crítico es genéricamente un escritor, tal derivación de la aptitud artística se da, sin embargo, en casos como el de Ceán Bermúdez, que, después de ceder, en su juventud, al anch'io del Correggio, consagró definitivamente su atención a la teoría y la historia de la belleza que había soñado realizar; y el de Delécluze, a quien ya había sonreído el renombre del pintor cuando prefirió buscarlo de otro género en el juicio de las obras ajenas. En cambio, Delacroix dio sus primeros pasos, en el arte que había de ilustrar con sus pinceles, escribiendo de crítica pictórica.

Causa no infrecuente de transformación espiritual es la que influye en el hombre de ciencia que, ya porque se desespere o decepcione ante los límites fatales y la morosa adquisición de la verdad accesible a los recursos del conocimiento positivo; ya porque una ocasión sentimental de su vida le lleve delante de la Esfinge que nos interroga sobre el misterio de donde venimos y el misterio adonde vamos, suelta un día los instrumentos de su labor y se lanza tras la idea de la verdad absoluta, bajo la inspiración de un misticismo o de una fe: conversión casi siempre temeraria, delirante y baldía; pero alguna vez, sublime. Sublime es, desde luego, en Pascal, el portentoso geómetra, que, antes de salir de la infancia, sin libros ni maestros, obtiene, por propia y personal abstracción, toda la ciencia de Euclides, y la desenvuelve y aplica en su juventud, dando plena manifestación de uno de los más altos entendimientos científicos que hayan morado en cabeza de hombre; hasta que la palabra de Jansenio, y el accidente que puso en peligro su vida pasando el puente de Neuilly, le hieren en el centro del alma con la obsesión del misterio infinito, y ya no aparta el pensamiento de este género de meditación, revolviéndose en ella con tal angustia de nostalgia, con tales estremecimientos de pavor, con tal melancolía de desesperanza, con tal unción de ruego, que nunca más la elocuencia humana ha hallado términos con que expresar cosa parecida.

A menor precio, sin duda, vendió su vocación de hombre de ciencia Swedenborg. Su aptitud, en la observación de la naturaleza, era de orden soberano, y alcanzaba, en más de una disciplina, a la originalidad y la invención, cuando el fantasma de una verdad revelada que se le pone ante los ojos de la mente, la extravía de su camino, para envolverle, por todo el resto de su vida, en las nieblas teosóficas de aquella Nueva Jerusalén que aún tiene adeptos en el mundo. De semejante modo, Stenon, el gran anatomista danés, cuyo nombre vive vinculado al del canal de las glándulas parótidas, deja interrumpidas, en plena madurez de su espíritu, sus fecundas investigaciones, no para predicar nueva fe, como Swedenborg, pero para abrazarse y consagrarse absolutamente a la antigua.

Aún más a menudo quizá, alcanza esta influencia engañadora a las almas que han perseguido un sueño de belleza. El Botticcelli, a quien aleja del arte la palabra de fuego de Savonarola; Teodoro Kamphuizen, arrebatado fuera de su taller de pintor por los entusiasmos teológicos de su siglo, son ejemplos de ello. Pero la cautividad a que condena las facultades del artista esa seducción de lo sobrenatural, no llega, afortunadamente, en muchos casos, a anular del todo la aptitud, sino que la deja subsistir como vocación subordinada, concretándola y ciñéndola al objeto en que pueda servir a la nueva vocación que le ha quitado preeminencia. Tal es el caso de Fray Bartolomeo de San Marco, de quien cuenta Vasari que, al tomar los hábitos de religioso, quiso dejar la pintura, pero luego volvió a ella como a un instrumento de piedad, limitándose a fijar en el lienzo imágenes sagradas. Ni es otro el moderno caso de Tolstoy, que, cuando realiza su conversión a un misticismo evangélico, abandona y desconoce su grande obra de novelador artista, pero mantiene la pluma, como medio de propaganda y edificación: permitiendo de esta manera que el espontáneo arranque de su genio dé razón de sí en rasgos de tanto más eficaz cuanto más impremeditada belleza.