Motivos de Proteo: 066

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Motivos de Proteo de José Enrique Rodó
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LXV - La colaboración. Casos que la justifican. La amistad en arte y ciencia. editar

La cooperación, el estudio en común, la disciplina de una liberal autoridad, los estímulos y simpatías de un cenáculo, las confidencias que reparten entre todos la cosecha de observación de cada cual, concurren a guiar la vocación que busca su rumbo. Pero rara vez una asociación de esfuerzos que vaya más allá de lo que es de la competencia del método y la escuela, y que intente participar en la generación misma de la obra, será un medio adecuado de dirigir y orientar la aptitud insegura.

Hay, sin embargo, organizaciones personales vinculadas por tan hondas correspondencias, puestas como al unísono por afinidades tan íntimas, que no sólo pueden compartir entre sí la misteriosa acción creadora, sin sacrificio de ese quid ineffabile de la personalidad, de donde vienen el empuje y el soplo con que se engendra una obra viva, sino que esta acción conjunta es acaso para ellas condición necesaria de todo esfuerzo eficaz. La vocación es entonces como un solo llamado que oyen simultáneamente dos almas y cuyo fin y propósito sólo puede ser desempeñado entre las dos.

Explícanse así los casos de indisoluble sociedad literaria o artística, que reúnen dos nombres, dos personas, en una sola fama, en una única personalidad, para la historia del arte y la literatura; verdadera harmonia preestabilita; fraternidad comparable a la de los nombres inmortalmente enlazados por la tradición en las leyendas del compañerismo heroico: Hércules y Yolaos, Patroclo y Aquiles, Teseo y Piritoo, Pílades y Orestes, Diomedes y Estenelos.

Con frecuencia la hermandad espiritual de los colaboradores se funda en real y positiva hermandad: los hermanos para la labor lo son también por la sangre; y el vínculo de la naturaleza, que da la razón del afecto sin sombras necesario para compartir un bien tan picado de egoísmo y recelo como la gloria del artista, se manifiesta a la vez en la correspondencia de espíritu que vuelve fácil y espontánea la comunidad de la obra. Los hermanos Both, en la pintura flamenca del siglo XVII; los hermanos Estrada, en la pintura española del mismo siglo; los hermanos Bach: Juan Ambrosio y Juan Cristóbal (éstos, si no en el hecho estricto de la colaboración, por el amor entrañable y la extraordinaria semejanza, que comprendía desde el casi absoluto parecido físico hasta la identidad del estilo musical); Pablo y Víctor Margueritte, en las letras francesas contemporáneas: participan de la notoriedad como de una herencia indivisa. Pero ¿quién no sentirá ya aletear en su memoria los nombres más gloriosos y característicos en que pueda cifrarse este interesante hecho psicológico: Edmundo y Julio de Goncourt, los Menechmos de la pluma, enlazados por una cándida, ternísima fraternidad, de niños que jugasen juntos, bajo el techo paterno, al divino juego del arte?... Otras veces, los hermanos artistas lo son solamente de elección: así Polidoro de Caravaggio y Maturino de Florencia, que, en tiempo de Rafael, partieron la honra y el provecho de comunes cuadros; o para citar ejemplos que todo el mundo reconozca: Erckmann y Chatrian; Meilhac y Halevy.

Puede acontecer que las facultades de ambos colaboradores sean idénticas en calidad, sin que ninguno de ellos tenga condición que al otro falte: la eficacia de la colaboración se explica entonces por la mayor concurrencia de fuerzas homogéneas, en el acto de producir; por la mayor suma e intensidad de energía aplicada a la obra. Tal fue el caso de los Goncourt, que, escribiendo separadamente una página sobre el mismo asunto, apenas advertían más que accidentales diferencias cuando comparaban ambas versiones, de modo que, rectificándolas la una por la otra, obtenían la expresión más exacta, enérgica y bruñida, de una única idea. Muerto Julio, Edmundo persistió en la producción, y sus escritos unipersonales no se distinguen, por ninguna excelencia ni defecto esencial, de los que compuso en compañía del primero. Son los libros de los Goncourt como la realización literaria de aquella estatua de Apolo, de que dejaron memoria los antiguos, obra de dos amigos escultores: Telecles y Teodoro, que, después de convenir las proporciones de la estatua, se separaron: uno para Samos, otro para Efeso, a hacer el uno la mitad superior, y la inferior el otro; y terminadas, ajustaron y armonizaron a tal punto que un sólo artífice no las haría más semejantes y concordes.

Pero puede consistir también la virtud de la colaboración en que, dentro de la fundamental unidad sin la cual sería imposible la participación en el trabajo, haya entre los dos espíritus que se asocian cierta oportuna y dichosa variedad de aptitudes, poniendo cada uno de los colaboradores aquello de que el otro no es capaz, y concertándose así, para la armonía y perfección de la obra común, fuerzas que, separadas, darían sólo una criatura irregular o incompleta. De esta manera fueron pintados los cuadros de los Both. Juan poseía la inteligencia del paisaje; Andrés, la de la forma humana; y mientras el uno contribuía con el fondo del cuadro, el otro trazaba las figuras.

Interesante es ver cómo la fuerza instintiva y fatal que aproxima para la labor a dos espíritus que se reconocen complementarios, puede alternar, en ocasiones, con la enemistad, y aun con la envidia, que los aparta y encona mientras dan tregua al trabajo, y los deja que se unan otra vez, para la ejecución de la obra que ha de moverlos a nuevos celos y disputas. Así me represento yo a Agustín y Aníbal Carracci, sobre el fondo, mitad primitivo, mitad refinado, de aquella vida pintoresca y dramática que hacían los artistas en la Italia del siglo XVI; así los pinto en la imaginación: peleados siempre; peleados desde las faldas de la madre, como Jacob y Esaú desde el vientre de Rebecca; ardiendo en sordos rencores y en bajas envidias; y sin embargo de esto, buscándose después de cada enojo, por necesidad irresistible, ya para pedirse inspiración o juicio, ya para aplicar sus pinceles a una obra común, como las famosas pinturas de la galería de Farnesio.

Si la colaboración constante es hecho relativamente extraordinario, la amistad radicada en el campo del arte o de la ciencia, y manifestándose en esa comensalía intelectual de dos espíritus que, sin llegar a la colaboración, por lo menos como procedimiento habitual y persistente, cambian entre sí influencias, estímulos y sugestiones, de manera fecunda para ellos y para la disciplina que cultivan, se reproduce en todo tiempo y lugar. Esta amistad predestinada suscita en uno de ambos amigos, por la estimuladora virtud del ejemplo, el primer impulso de la vocación; o bien, reforma y equilibra, ya por recíproco, ya por solo unilateral influjo, la índole de la producción de ambos o de uno de ellos; o bien, finalmente, los enlaza en una misma acción y un único propósito, a que cada uno contribuye con obras personales, y quizá disímiles de las del otro por sus caracteres, pero que convergen y se aúnan con ellas en el blanco de su puntería. Así, reveladora de su vocación fue para Wordsworth la amistad de Coleridge; y centro de inspiración y fuente de doctrina, fue para el mismo Coleridge la amistad de Southey, como para Fóscolo la de Alfieri. Una amistad gloriosa, en el fin con que confederó las fuerzas autónomas de ambos amigos, es la que unió a Boscán y Garcilaso, y dio por fruto la forma típica y capaz del Renacimiento literario español.

La investigación científica ofrece terreno tan propicio como el arte a esta sugestión de la amistad. Geoffroy de Saint-Hilaire descubre el genio de Cuvier, y desde ese punto sus esfuerzos marchan por cierto tiempo unidos, y aun llegan a confundirse en la colaboración de algunas memorias, para apartarse luego, cediendo a la originalidad de cada uno, y rematar en la polémica célebre que constituye uno de los más memorables episodios de la historia de las ideas durante el pasado siglo.

Tanto más eficaces y fructuosos suelen ser estos vínculos espirituales cuanto más desemejanza hay entre las aptitudes y afecciones de los unidos por ellos, siempre que tales diferencias puedan reducirse a una concordia y unidad superior en el definitivo objeto a que trascienda la actividad de uno y otro. Goethe lo expresó, refiriéndose a su amistad con Schiller, cuando dijo que la eficacia de su unión consistía en que siendo ambos de muy contraria naturaleza, tendían a un fin único. Y esta famosa amistad de Schiller y Goethe, es, en verdad, como ninguna, patente ejemplo de ello. Dotados, por su natural organización, de las facultades e inclinaciones más distintas, dentro de la identidad de un mismo arte y de una misma excelsa aspiración de cultura y de raza; apasionado el uno, olímpico el otro; idealista el imaginador del Don Carlos, realista el del Wilhelm Meister; demócrata el glorificador de la Revolución, aristocrático el consejero de Carlos Augusto; kantiano el autor de las Cartas Estéticas, panteísta el lector de Spinoza, empiezan por mirarse con recelo y desvío; y cuando, venciendo estas resistencias, se aproximan a fin de conocerse mejor, la amistad que llega a vincularlos es para cada uno de ellos la más adecuada y fecunda iniciación en que hubiera podido retemplar su pensamiento y su carácter; y cada uno es a la vez maestro y discípulo; y entre ambos edifican para la posteridad el arca de esta alianza, en sus campañas de Las Horas y en la colaboración de Los Xenios; hasta que, muerto Schiller, su memoria sigue velando, como un numen, sobre Goethe, que la consagra en sublime canto de alabanza y la relaciona con todo cuanto luego piensa y produce.

Otro alto ejemplo de espíritus antagónicos y complementarios, dichosamente unidos para una grande obra ideal, es el de Lutero y Melanchthon. La fuerza vehemente y arrebatada de Lutero necesitaba tener junto a sí la virtud simpática, la gracia persuasiva, la reflexión moderadora, que a él no le fueron concedidas. Halló a Melanchthon; y esos dos espíritus se unieron por un lazo tan indestructible como los que anuda la atracción de los orbes. Fueron como las dos alas de un arcángel. Fueron, mejor, como las dos ruedas de un molino: la voladora en perpetua exhalación, y la solera quieta y segura, que era menester juntar para moler el grano con que se amasaría el nuevo pan de las almas.