Motivos de Proteo: 064

LXII
Motivos de Proteo de José Enrique Rodó
LXIII
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LXIII - Exceso de amor que paraliza la aptitud. editar

El amor religioso por un arte o una ciencia puede originar en los que le llevan infundido en las entrañas, extremos de veneración supersticiosa, que reprimen el impulso de la voluntad, mediante el cual aquel amor se haría activo y fecundo; y de este modo, militan, paradójicamente, entre las causas que concurren al malogro de la vocación.

Paralizada el alma entre la sublimidad de la idea, que ha formado del objeto de su culto, y su desconfianza de sí misma, reprime con tembloroso miedo la tentación de tocar el material con que se realiza la obra. Yo tengo para mí que los más fieles devotos, los más finos y desinteresados amantes con que cuenta la Belleza en el mundo, habían de encontrarse buscándoles dentro de esta legión ignorada y tímida: la de aquellos que llevan en lo hondo del alma, desde el albor de su razón hasta el ocaso de su vida, la predilección ternísima por un arte, que adoran en las obras de otros, sin que acaso hayan osado nunca, ni aun en la intimidad y el secreto, descorrer el velo que oculta los misterios de la iniciación, por más que las voces interiores fiaran, más de una vez, a su alma, que allí estaba su complemento y su vía.

¿Quién sabe qué escogida voluptuosidad, qué voluptuosidad de misticismo, se guarece a la sombra de éste como pudor inmaculado y lleno de amor? ¿Quién sabe qué inefables dulzuras y delicadezas de su aroma, guarda, sólo para esas almas, la flor de idealidad y belleza, nunca empañada en ellas por la codicia de la fama ni el recelo de la gloria ajena?...

Otras veces, el supersticioso respeto que nace de exceso de amor, conduce, no a la abstención de la obra, pero sí al anhelo de alcanzar en ella una perfección sublime, anhelo que detiene en el alma el franco arranque de la energía creadora, y quizá trunca, por la imposibilidad de satisfacer su desesperado objeto, el camino de la vocación.

Todos aquellos artistas que, como Calímaco, en la antigüedad; como el Tasso, como Flaubert, han perseguido, con delirante angustia, la perfección que concebían, se han hallado sin duda, alguna vez, al borde del mortal y definitivo desaliento. ¡Cuántas heroicas reacciones de la voluntad; qué taumaturgia evocadora del Lázaro cien veces muerto de desesperanza y de cansancio, no han de ser precisas para volver, otras tantas, del desmayo a que habrá innumerables que sucumban! ¿No es en la fiebre de la perfección inasequible donde está la clave de la insensatez de aquel viejo escultor Apolodoro, de quien la fama cuenta que, acabado cada uno de sus mármoles, no demoraba un punto en destrozarlo a golpes de martillo; y no es ella también la que explica cómo en la divina «obra» de Leonardo quedaron para siempre inconclusas y abandonadas de la mano paterna, cosas que él soñó más bellas que como hubiese podido realizarlas con el espacio y las fuerzas de una vida?...