Motivos de Proteo: 047

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XLVI - Permanencia estática de una simiente apta para germinar.

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Así, aun cuando la infancia no ponga de manifiesto la promesa de la aptitud futura, reúne e ni incorpora en la personalidad las impresiones que acaso constituirán luego el combustible, o la substancia laborable, de la aptitud. ¡Cuántas veces no se ha observado que los grandes intérpretes del alma de la naturaleza, en palabras o colores, salieron de entre aquellos en quienes la niñez se deslizó al arrullo del aire del campo! Tal pasó a La Fontaine, cuya revelación tardía vino a dar lengua locuaz a las impresiones de su infancia, embalsamada por el hálito de la soledad campestre, en un siglo y una sociedad en que casi nadie le amaba.

La misma promesa precoz de la aptitud ¿no sería hecho casi constante para el observador sagaz que acertara a interpretar y dar su valor propio al indicio sutil, al rasgo esfumado, a la veleidad aparentemente nimia y sin sentido, al relámpago revelador de un momento? Quizá; pero el misterio en que se envuelve una aptitud latente, sin que ni aun la transparencia de la niñez la haya hecho columbrar a la mirada de los otros, ni la conciencia del poseedor, cuando tardíamente la descubre, pueda relacionarla con recuerdos y anhelos de su primera edad, suele no hallar término hasta muy adelantado el curso de la vida; no ya cuando el medio en que ésta pasa es de por sí inhábil para suscitar la manifestación de la aptitud, porque sería insuficiente para contenerla; sino aun en medio propicio y cuando la aptitud tuvo a su favor, desde mucho antes de la ocasión en que toma conocimiento de sí misma, las facilidades de la educación y los estímulos del ejemplo. Es cosa semejante a lo que en el ser vegetativo llaman el sueño de los granos: la permanencia estática del grano apto para germinar, y que, por tiempo indefinido, queda siendo sólo un cuerpecillo leve y enjuto fuera del regazo de la tierra, sin que por eso deje de llevar vinculada la pertinaz virtud germinadora, la facultad de dar de sí la planta cabal y fecunda, cuando la tierra le acoja amorosamente en su seno. La excitación, el movimiento, de la vida, no es capaz de crear una aptitud que no tenga su principio en la espontaneidad de la naturaleza; pero es infinitamente capaz de descubrir y revelar las que están ocultas.

Sea realmente por este sueño de la aptitud virtual; sea por la superficialidad de observación de quienes las presenciaron, la infancia y la adolescencia de los grandes pueden no dejar recuerdo de límites que las separen de las del vulgo. «Tu infancia no era bella» -dice en una de sus obras menores el poeta del Fausto-; «la forma y el color faltan a la flor de la vid; pero cuando el racimo madura, es regocijo de los dioses y los hombres».

Esto pudo aplicarse, en la antigüedad, a Temístocles y a Cimón, de quienes se dijo cuán opuestas fueron sus niñeces al temple de alma que había de valerles la gloria. Las reputaciones de la escuela suelen ser mal descuento del porvenir, lo mismo en lo que niegan que en lo que conceden. ¿No es fama que Santo Tomás y el Dominiquino eran apodados en su primera edad con el nombre del soñoliento y flemático animal que abre, a tardos pasos, el surco? Il Bue muto di Sicilia; il Bue...; y andando el tiempo: ¡qué mugidos ésos de la Summa!, ¡qué embestidas certeras ésas del pincel de La Coronación de San Jerónimo!... También rumiaba en silencio Jorge Sand. «No creáis que sea imbécil -decía, presurosa, la madre, a las visitas de la casa-: es que rumia... « Y cuando el maestro del niño Pestalozzi, afirmaba, en lo tocante a este discípulo, la ineficacia de sus medios de instrucción, no sospechaba ciertamente que al mal alumno estaba reservado inventarlos nuevos y mejores.

Hay veces en que no sólo esta engañosa torpeza precede a la aptitud, sino que la precede también una aversión manifiesta por el género de actividad en que luego la vocación ha de reconocer el campo que le está prevenido. ¿Quién imaginaría que Beethoven abominó la música en su infancia? ¿Quién llegaría a sospechar que Federico el Grande detestaba el ruido de las armas cuando su padre preparaba para él los ejércitos de Friedberg y de Lissa?

Pero, aun fuera de esos presagios negativos y falaces de la niñez; aun cuando ella es prometedora, o vela en vaguedad e incertidumbre su secreto, la aptitud suele quedar largo tiempo latente después de ella, antes de adquirir la conciencia clara y la resuelta voluntad, de que nace la primera obra. Entendido de esta suerte, el sueño del germen precioso no terminó para Virgilio sino con los años de la adolescencia; para Rousseau y Flaubert, con los de la juventud; para el humorista Sterne y Andrés Doria, el marino insigne, con la primera mitad de la edad madura. Casos como éstos, de tardía iniciación, se reproducen en toda manera activa o contemplativa de existencia, aunque separemos de entre ellos los de sólo aparente morosidad en el despertar de la aptitud, la que desde temprano existe, capaz del fruto y sabedora de sí misma, determinando real y definida vocación; pero no trasciende hasta muy tarde al conocimiento de los otros, por ausencia de medios con que aplicarse-a cultivarla, o de aliciente que engendre el deseo de valerse de ella.