Motivos de Proteo: 046

XLIV
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XLV - Augurios falaces. Las niñeces proféticas.

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Aunque el misterioso aviso sea tantas veces simultáneo con el amanecer de la razón, y aun con los primeros e inconscientes movimientos del ánimo, no siempre es, en estos casos, suficiente fianza de que la vocación ha de persistir y consolidarse en lo futuro. Al paso que se incorporan en la personalidad nuevos elementos, capaces de torcer el primitivo curso de la naturaleza, tanto más fácil es que la reveladora voz quede ensordecida. Para el desorientado que no tiene conciencia de su vocación; que no halla en sí impulso que le dé camino, aptitud que se destaque sobre otras, la apelación al recuerdo de sus primeras vistas del mundo, de sus precoces tendencias a cierto modo de pensamiento o de acción; de sus primeras figuraciones del propio porvenir, puede, más de una vez, ser un procedimiento que conduzca a recobrar el rumbo cierto, que se perdió desde temprano.

Una afición vehemente y una aptitud precoz que la justifica, suelen pasar y desaparecer con la infancia, no ya cediendo a obstáculos exteriores, sino por espontánea desviación del sentimiento y de la voluntad. Hay existencias, que prologa una infancia sublime, comparables a esas raras confervas que se agitan y danzan sobre el haz de las aguas, como dotadas de vida y movimiento animal, hasta que se adhieren a una roca de la orilla, y quedan para siempre inmóviles en su sopor vegetativo... Quizá fue ilusoria la vocación precoz; quizá aquel asomo de aptitud no fue sino imitación sagaz pero vana, forma escogida al azar en el revuelo de una vivacidad que no tendía de suyo a objeto distinto; quizá, otras veces, el manantial que comenzó de veras a fluir se extenúa misteriosamente en manos de la Naturaleza; no está desviado ni oculto el manantial, sino cortado de raíz. Pero, quizá también, es sólo la conciencia de la aptitud la que se adormece, extraviando el sentido de la vocación; y por lo demás, la aptitud persiste en lo hondo del alma, capaz de ser evocada, mientras dure la vida, por virtud de una circunstancia dichosa. Ésta es la razón de las infancias que yo llamo proféticas. Califico de tales, no a las que ilumina el albor de una superioridad que continúa después de ellas, sin eclipse, y adelanta simultáneamente con la formación y el desenvolvimiento de la personalidad; sino a las que revelan, por indicios acusados luego de falaces, la presencia de una aptitud superior que, soterrándose al cabo de la infancia, reaparece inopinadamente mucho después de constituida la personalidad y probada en las lides del mundo: a veces en la madurez, y aun cuando la existencia se acerca ya a su noche (... Es el barco que vuelve: ¡gloria y ventura al barco!).

Para suscitar resurgimientos de éstos es para lo que la evocación de los sueños y esperanzas de la primera edad puede valer al ánimo vacilante, operando una sugestión que brote, fecunda, de entre las melancolías del recuerdo: así el náufrago que, desde la desierta playa, contempla, en triste ociosidad, las doradas nubes del crepúsculo, acaso descubre, sin pensarlo, la nave salvadora... Una afición infantil: la de inventar y contar cuentos, manifestada con rara intensidad, ha reaparecido, en dos gloriosos casos, después de una juventud sin brillo, en forma de la facultad creadora del novelador. Richardson, cuya niñez se caracterizó de aquella suerte, produce, ya después de los cincuenta años, su obra primigenia. Walter Scott, también gran cuentista infantil, pasa de su infancia profética a una adolescencia descolorida y nebulosa; y no es sino luego de concluir su primera juventud, cuando corta la pluma peregrina a cuyos conjuros se animará tanta pintoresca tradición y tanta historia deleitable. No ha mucho, Tattegrain refería, consultado al par de otros artistas, sus comienzos de tal: cuando niño, mostró vivo amor por el dibujo; desapareció con su infancia esta inclinación; y luego, ya en el tránsito de la mocedad a la edad madura, recoge el lápiz de sus ensayos infantiles y desemboza, con magistral atrevimiento, su personalidad de artista.

Y no es sólo en el sentido de anticipar la vocación cómo la infancia suele ser profética: el fondo real y estable de un carácter; la orientación fundamental de sentimientos e ideas, que se ha esbozado en la niñez, reaparecen en ciertas ocasiones, después de reprimidos, durante largo trecho de la vida, por una falsa superficie personal, producto del ambiente o de sugestión artificiosa (¿recuerdas la fingida lápida de Sóstrato?...); y por esta razón no es caso extraordinario que el estilo, el sesgo peculiar, que ha de prevalecer definitivamente en la obra de un escritor o un artista, se relacione, no tanto con los rumbos de su producción de adolescente, guiada a menudo por influencias exteriores, a las que allana el paso la fascinación de su primera salida al aire libre del mundo, sino más bien con las impresiones que lo modelaron en sus primeros años. ¿No hay quien ha considerado al genio como la expresión de la personalidad infantil del elegido, dotada ya de medios poderosos con que traducirse y campear hacia afuera?... Brentano prometía, por las aficiones de su infancia, un alma mística. Luego, convertido a la razón, es escritor escéptico, sin merecer gran nota. Su personalidad literaria se afirma y engrandece, como río suelto de trabas, cuando Brentano, inflamado en la religiosidad que puso sello al romanticismo alemán, recobra aquel tenor de alma de su niñez.