VII
Miau (1888)
de Benito Pérez Galdós
Capítulo VIII
IX

En la visita se habló primero de la ópera, a la que Ruiz iba con frecuencia, lo mismo que las Miaus, con entradas de alabarda. Después recayó la conversación en el tema de destinos. «A D. Ramón -dijo Ruiz-, no le harán esperar ya mucho».

-Va en la combinación que se hará estos días -dijo Pura radiante-. Y no ha ido ya, porque Ramón no quiso aceptar plaza fuera de Madrid. El Ministro tenía gran empeño en mandarle a una provincia donde hacen falta hombres como mi esposo. Pero Ramón no está ya para viajes. Yo, si he de decir verdad, deseo que le coloquen porque esté ocupado, nada más que porque esté ocupado. No puede usted figurarse, Federico, lo mal que le sienta a mi marido la ociosidad... vamos, que no vive. ¡Ya se ve, acostumbrado a trabajar desde mozo!... Y que le conviene también colocarse para los derechos pasivos. Figúrese usted, a Ramón no le faltan más que dos meses para poderse jubilar con los cuatro quintos. Si no fuera por esto, mejor se estaría en su casa. Yo le digo: «no te apures, [72] hijo, que, gracias a Dios, para vivir modestamente no nos falta»; pero él no se conforma, le gusta el calor de la oficina, y hasta el cigarro no le sabe si no se lo fuma entre dos expedientes.
-Lo creo... ¡Qué santo varón! ¿Y cómo está de salud?

-Delicadillo del estómago. Todos los días tengo que inventar algo nuevo para sostenerle el apetito. Mi hermana y yo nos dedicamos ahora a la cocina, por entretenimiento, y por vernos libres de criadas, que son una calamidad. Le hacemos cada día un platito distinto... caprichos y frioleras suculentas. A veces tengo que irme a la plazuela del Carmen en busca de cosas que no se encuentran en los Mostenses.

-Pues vea usted -dijo la señora de Ruiz-, ese es un trabajo que yo no conozco, porque este tiene un estómago que no se lo merece, y un apetito tan famoso, que no se necesitan melindres para sostenérselo.

-Gracias a Dios -indicó el publicista con jovialidad-. De ahí viene esta buena pasta mía y la confianza que tengo en mi suerte. Créame usted, doña Pura, no hay nada que valga lo que un buen estómago. Aquí me tiene usted tan conforme siempre: si me colocan, bien; si no, dos cuartos de lo mismo. Hablando con verdad, no me gusta ser empleado, y preferiría lo que me ofreció ayer el Ministro: una comisión [73] para estudiar los Montes de Piedad de Alemania. Es cuestión muy importante.

-Ya lo creo que es importante. ¡Figúrese usted! -exclamó la señora de Villaamil arqueando las cejas.
En esto entró otra visita. Era un amigo de Villaamil, que vivía en la calle del Acuerdo, un tal Guillén, cojo por más señas, empleado en la Dirección de Contribuciones. Dijo el tal, después de los saludos, que un compañero suyo, que estaba en el Personal, le había asegurado aquella misma tarde que Villaamil iba en la próxima combinación. Doña Pura lo dio por cierto, y Ruiz y su señora apoyaron esta apreciación lisonjera. Se fueron enzarzando de tal modo en la conversación los plácemes, que doña Pura, al fin, se arrancó a ofrecer a sus buenos amigos una copita y pastas. Entre las provisiones de aquel fausto día, se contaba una botella de moscatel de a tres pesetas, licor con que Pura solía obsequiar a su marido a los postres. Ruiz y Guillén chocaron las copas, expresando con igual calor su afecto a la simpática familia. La sobriedad del pensador contrastaba con la incontinencia un tanto grosera del empleado cojo, quien rogó a doña Pura no se llevase la botella, y escanciando que te escanciarás, pronto se vio que quedaba el líquido en menos de la mitad.
Ya encendidas las luces, y cuando se habían [74] ido las visitas, entró Villaamil. Pura corrió a su encuentro, viendo con satisfacción que el ferocísimo semblante tigresco tenía cierto matiz de complacencia. «¿Qué hay? ¿Qué noticias traes?».

-Nada, mujer -dijo Villaamil, que se encastillaba en el pesimismo y no había quien le sacara de él-. Todavía nada; las palabritas zandungueras (2) de siempre.

-¿Y el Ministro...? ¿Le has visto?

-Sí, y me recibió tan bien -se dejó decir Villaamil haciendo traición, por descuido, a su afectada misantropía-, me recibió tan bien, que... no sé... parece que Dios le ha tocado al corazón, que le ha dicho algo de mí. Estuvo amabilísimo... encantado de verme por allí... sintiendo mucho no tenerme a su lado... decidido a llevarme...

-Vamos, no dirás ahora que no tienes esperanza.

-Ninguna, mujer, absolutamente ninguna (recobrando su papel). Verás como todo se queda en jarabe de pico. Si sabré yo... ¡Tenlo por cierto! ¡No me colocan hasta el día del juicio por la tarde!

-¡Ay, qué hombre! Eso también es ponerle a Dios cara de palo. Se podría enojar y con muchísima razón.

-Déjate de tonterías, y si tú esperas, buen chasco te llevarás. Yo no quiero llevármelo; [75] por eso no espero nada, ¿sabes? Y cuando venga el golpe me quedaré tan tranquilo.
Luisito llegó cuando sus abuelos discutían acaloradamente si debían abrigar o no esperanza, y dio cuenta de la puntual entrega de todas las cartas. Tenía hambre, frío, y le dolía un poco la cabeza. Al regreso de la excursión se había sentado en el pórtico de las Alarconas; pero no le dio aquello, ni la visión tuvo a bien presentarse en ninguna forma. Canelo no se apartaba de doña Pura, siguiéndola del despacho a la cocina, y de esta al comedor, y cuando llamaron a comer al dueño de la casa, como este tardara un poco en salir, fue el entendido perro a buscarle y con meneos de cola le decía: «Si usted no tiene gana, dígalo; pero no nos tenga tanto tiempo espera que te espera».
Comieron con regular apetito y bastante buen humor, y de sobremesa Villaamil se fumó, saboreándolo mucho, un habano que el señor de Pez le había dado aquella tarde. Era muy grande, y al tomarlo, el cesante dijo a su amigo que lo guardaría para después. Aquel cigarro le recordaba sus tiempos prósperos. ¿Sería tal vez anuncio de que los tales tiempos volverían? Dijérase que el buen Villaamil leía en las espirales de humo azul su buena ventura, porque se quedaba alelado mirándolas subir en graciosas curvas hacia el techo del comedor, nublando vagamente la lámpara. [76]

Por la noche tuvieron gente (Ruiz, Guillén, Ponce, los de Cuevas, Pantoja y su familia, de quien se hablará después), y se formalizó el proyecto, iniciado el mes anterior, de representar una piececita, pues algunos amigos de la casa tenían aptitudes no comunes para el teatro, sobre todo en el género cómico. Federico Ruiz se encargó de escoger la pieza, de distribuir los papeles y dirigir los ensayos. Se convino en que Abelarda haría uno de los principales personajes, y Ponce otro; pero este, reconociendo con laudable modestia que no tenía maldita gracia y que haría llorar al público en los papeles más jocosos, reservó para sí la parte de padre, si en la comedia le hubiera.
Cansado de tales majaderías, D. Ramón huyó de la sala buscando en el interior oscuro de la casa las tinieblas que convenían a su pesimismo. Maquinalmente entró en el cuarto de Milagros, donde esta desnudaba a Luis para acostarle. El pobre niño había hecho tentativas para estudiar, que fueron completamente inútiles. Le dolía la cabeza, y sentía como el presagio y el temor de la visión, pues esta, al par que le daba mucho gusto, causábale cierta ansiedad. Se fue a acostar con la idea de que le entraría la desazón y de que iba a ver cosas muy extrañas. Cuando su abuelo entró, ya estaba metido en la cama, y su tía le hacía rezar las oraciones de costumbre: Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, etc... que él recitaba de carretilla. Con brusca interrupción, se volvió hacia Villaamil para decirle: «Abuelito, ¿verdad que el Ministro te recibió muy bien?».
-Sí, hijo mío -replicó el anciano, estupefacto de esta salida y del tono con que fue dicha-. ¿Y tú por dónde lo sabes?
-¿Yo?... yo lo sé.

Miraba Cadalsito a su abuelo con una expresión tan extraña, que el pobre señor no sabía qué pensar. Pareciole expresión de Niño-Dios, la cual no es otra cosa que la seriedad del hombre armonizada con la gracia de la niñez.

-Yo lo sé... lo sé -repitió Luis sin sonreír, clavando en su abuelo una mirada que le dejó inmóvil-. Y el Ministro te quiere mucho... porque le escribieron...

-¿Quién le escribió? -dijo con ansiedad el cesante, dando un paso hacia el lecho, los ojos llenos de claridad.

-Le escribieron de ti -afirmó Cadalsito sintiendo que el miedo le invadía y no le dejaba continuar. En el mismo instante pensó Villaamil que todo aquello era una tontería, y dando media vuelta se llevó la mano a la cabeza y dijo: «¡Pero qué cosas tiene este chiquillo!...».