Miau (1888)/VII
A eso de las once, entró doña Pura bastante sofocada, seguida de un
muchacho recadista de la plazuela de los Mostenses, el cual venía
echando los bofes con el peso de una cesta llena de víveres. Milagros,
que a la puerta salió, hízose multitud de cruces de hombro a hombro y
de la frente a la cintura. Había visto a su hermana salir avante
en ocasiones muy difíciles, con su enérgica iniciativa; pero el golpe
maestro de aquella mañana le parecía superior a cuanto de mujer tan
dispuesta se podía esperar. Examinando rápidamente el cesto, vio
diferentes especies de comestibles, vegetales y animales, todo muy
bueno, y más adecuado a la mesa de un Director general que a la de un
mísero pretendiente. Pero doña Pura las hacía así. Las bromas, o
pesadas o no darlas. Para mayor asombro, Milagros vio en manos de su
hermana el portamonedas casi reventando de puro lleno.
«Hija -le dijo la señora de la casa, secreteándose con ella en el
recibimiento, después que despidió al mandadero-, no he tenido más
remedio que dirigirme a Carolina Lantigua, la de Pez. He pasado una
vergüenza horrible. Hube de cerrar los ojos y lanzarme, como quien se
tira al agua. ¡Ay, qué trago! Le pinté nuestra situación de una manera
tal, que la hice llorar. Es muy buena. Me dio diez duros, que prometí
devolverle pronto; y lo haré, sí, lo haré; porque de esta hecha le
colocan. Es imposible que dejen de meterle en la combinación. Yo tengo
ahora una confianza absoluta... En fin, lleva esto para dentro. Voy
allá en seguida. ¿Está el agua cociendo?».
Entró en el despacho para decir a su marido que por aquel día estaba
salvada la tremenda crisis, sin añadir cómo ni cómo no. Algo
debieron hablar también de las probabilidades de colocación, pues se
oyó desde fuera la voz iracunda de Villaamil gritando: «No me vengas a
mí con optimismos de engañifa. Te digo y te redigo que no entraré en la
combinación. No tengo ninguna esperanza, pero ninguna; me lo puedes
creer. Tú, con esas ilusiones tontas y esa manía de verlo todo color de
rosa, me haces un daño horrible, porque viene luego el trancazo de la
realidad, y todo se vuelve negro». Tan empapado estaba el santo varón
en sus cavilaciones pesimistas, que cuando le llamaron al comedor y le
pusieron delante un lucido almuerzo, no se le ocurrió inquirir, ni
siquiera considerar, de dónde habían salido abundancias tan
desconformes con su situación económica. Después de almorzar
rápidamente, se vistió para salir. Abelarda le había zurcido las
solapas del gabán con increíble perfección, imitando la urdimbre del
tejido desgarrado; y dándole en el cuello una soba de bencina, la pieza
quedó como si la hubieran rejuvenecido cinco años. Antes de salir,
encargó a Luis la distribución de las cartas que escrito había,
indicándole un plan topográfico para hacer el reparto con método y en
el menor tiempo posible. No le podían dar al chico faena más de su
gusto, porque con ella se le relevaba de asistir a la escuela, y se
estaría toda la santísima tarde como un caballero, paseando con su
amigo Canelo. Era este muy listo para conocer dónde había buen trato.
Al cuarto segundo subía pocas veces, sin duda por no serle simpática la
pobreza que allí reinaba comúnmente; pero con finísimo instinto se
enteraba de los extraordinarios de la casa, tanto más espléndidos
cuanto mayor era la escasez de los días normales. Estuviera el can de
centinela en la portería o en el interior de la casa, o bien durmiendo
bajo la mesa del memorialista, no se le escapaba el hecho de que
entraran provisiones para los de Villaamil. Cómo lo averiguaba, nadie
puede saberlo; pero es lo cierto que el más astuto vigilante de
Consumos no tendría nada que enseñarle. Por supuesto, la aplicación
práctica de sus estudios era subir a la casa abundante y estarse allí
todo un día y a veces dos; pero en cuanto le daba en la nariz olor de
quema, decía... «hasta otra», y ya no le veían más el pelo. Aquel día
subió poco después de ver entrar a doña Pura con el mandadero; y como
las tres Miaus eran siempre muy buenas con él y le daban golosinas, a
Cadalsito le costó trabajo llevárselo a su excursión por las calles.
Canelo salió de mala gana, por cumplir un deber social y porque no
dijeran.
Las tres Miaus estuvieron aquella tarde muy animadas. Tenían el don
felicísimo de vivir siempre en la hora presente y de no pensar en el
día de mañana. Es una hechura espiritual como otra cualquiera, y
una filosofía práctica que, por más que digan, no ha caído en
descrédito, aunque se ha despotricado mucho contra ella. Pura y
Milagros estaban en la cocina, preparando la comida, que debía ser
buena, copiosa y dispuesta con todos los sacramentos, como desquite de
los estómagos desconsolados. Sin cesar en el trabajo, la una espumando
pucheros o disponiendo un frito, la otra machacando en el almirez al
ritmo de un andante con esprezione o de un allegro con brío, charlaban
sobre la probable, o más bien segura colocación del jefe de la familia.
Pura habló de pagar todas las deudas, y de traer a casa los diversos
objetos útiles que andaban por esos mundos de Dios en los cautiverios
de la usura.
Abelarda estaba en el comedor con su caja de costura delante,
arreglando sobre el maniquí un vestidillo color de pasa. No llamaba la
atención por bonita ni por fea, y en un certamen de caras
insignificantes se habría llevado el premio de honor. El cutis era
malo, los ojos oscuros, el conjunto bastante parecido a su madre y tía,
formando con ellas cierta armonía, de la cual se derivaba el mote que
les pusieron. Quiero decir que si, considerada aisladamente, la
similitud del cariz de la joven con el morro de un gato no era muy
marcada, al juntarse con las otras dos parecía tomar de ellas ciertos
rasgos fisiognómicos, que venían a ser como un sello de raza o
familia, y entonces resultaba en el grupo las tres bocas chiquitas y
relamidas, la unión entre el pico de la nariz y la boca por una raya
indefinible, los ojos redondos y vivos, y la efusión característica del
cabello, que era como si las tres hubieran estado rodando por el suelo
en persecución de una bola de papel o de un ovillo.
Aquella tarde todo fue dichas, porque entraron visitas, lo que a Pura
agradaba mucho. Dejó rápidamente los menesteres culinarios para echarse
una bata y componerse el pelo, y entró satisfecha en la sala. Eran los
visitantes Federico Ruiz y su señora Pepita Ballester. El insigne
pensador estaba también sin empleo, pasando una crujía espantosa, de la
cual había más señales en su ropa que en la de su mujer; pero llevaba
con tranquilidad su cesantía, mejor dicho, tan optimista era su
temperamento, que la llevaba hasta con cierto gozo. Siempre era el
mismo hombre, el métome-en-todo infatigable, fraguando planes de
bullanguería literaria y científica, premeditando veladas o centenarios
de celebridades, discurriendo algún género de ocupación que a ningún
nacido se le hubiera pasado por el magín. Aquel bendito hacía pensar
que hay una Milicia Nacional en las letras.
Escribía artículos sobre lo que debe hacerse para que prospere la
Agricultura, sobre las ventajas de la cremación de los cadáveres,
o bien reseñando puntualmente lo que pasó en la Edad de Piedra, que es,
como si dijéramos, hablar de ayer por la mañana. Su situación económica
era bastante precaria, pues vivía de la pluma. De higos a brevas
lograba que en Fomento le tomasen cierto número de ejemplares de
ediciones viejas y de libros tan maulas como el Comunismo ante la
razón, o el Servicio de incendios en todas las naciones de Europa, o la
Reseña pintoresca de los Castillos. Pero tenía en su alma caudal tan
pingüe de consuelo, que no necesitaba la resignación cristiana para
conformarse con su desdicha. El estar satisfecho venía a ser en él una
cuestión de amor propio, y por no dar su brazo a torcer se encariñaba,
a fuerza de imaginación, con la idea de la pobreza, llegando hasta el
absurdo de pensar que la mayor delicia del mundo es no tener un real ni
de dónde sacarlo. Buscarse la vida, salir por la mañana discurriendo a
qué editor de revista enferma o periódico moribundo llevar el artículo
hecho la noche anterior, constituía una serie de emociones que no
pueden saborear los ricos. Trabajaba como un negro, eso sí, y el
Tostado era un niño de teta al lado de él, en el correr de la pluma.
Verdaderamente, ganarse así el cocido tenía mucho de placer, casi de
voluptuosidad. Y el cocido no le había faltado nunca. Su mujer era una
alhaja y le ayudaba a sortear aquella situación. Pero la eficaz
Providencia suya era su carácter, aquella predisposición optimista,
aquel procedimiento ideal para convertir los males en bienes y la
escasez adusta en risueña abundancia. Habiendo conformidad no hay
penas. La pobreza es el principio de la sabiduría, y no ha de buscarse
la felicidad en las clases privilegiadas. El pensador recordaba la
comedia de Eguílaz, en la cual el protagonista, para ponderar lo
divertido que es ser pobre, dice con mucho calor:
Yo tenía cinco duros
el día que me casé.
Y recordaba también que la cazuela se venía abajo con el estruendo de
los aplausos y las patadas de entusiasmo, prueba de lo popular que es
en esta raza la escasez de dinero. También Ruiz había hecho en sus
tiempos una comedia en que se probaba que para ser honrado y justo es
indispensable andar con los codos de fuera, y que todos los ricos
acaban siempre malamente. Por supuesto, a pesar de esta idealidad con
que sabía dorar el cobre de su crisis económica, pasando la calderilla
por oro, Ruiz no cedía en sus pretensiones de ser nuevamente colocado.
No dejaba vivir al Ministro de Fomento, y las Direcciones de
Instrucción pública y de Agricultura se echaban a temblar en cuanto él
traspasaba la mampara. A falta de empleo, pretendía una
comisioncita para estudiar cualquier cosa; lo mismo le daba la
Legislación de propiedad literaria en todos los países, que los
Depósitos de sementales en España.