Mi media naranja: 05
Capítulo V
Está hermosísima la tarde.
Y... ¡qué horrible!, yo, me aburro.
Sigo el Prado, lentamente. He salido de mi casa como echado por una soledad de bello panteón. Todos aquellos retratos, todas aquellas cosas de mujeres, me parecen epitafios, me parecen cosas muertas.
¡Horrible!
En pleno Madrid, con la cartera llena de billetes, y... ¿adónde ir?
Me fastidian los amigos del Casino y del Congreso. Me causa espanto la sola idea de un «cine», ó de un teatro, ó de una sala de ruleta. Inés habría de parecerme una «muñeca de virtud», vigilada por su madre... Y las otras: Elena, estúpida; Matilde, presumida; Jala, insoportable...
Además, tengo mi casa perfumada (desde ayer) de un nuevo perfume de cocota.
¿Adónde ir?... ¿A Recoletos?
¡A ver mujeres! O encontraría una honrada, para novia..., como Inés, ó una deshonesta, ó una querida más, de veinte días ó de una hora, como Jala, como Matilde, como Elena...
¡Horrible! ¡Bien horrible!
¡Cuántos, como este pobre joven mal vestido, como aquel obrero, me verán y envidiarán mi... ostentación, mi traje inglés, mis botas nuevas, mis guantes y mi bastón y mi corbata impecables!... Y sin embargo, yo podría ahora mismo hacer una sola imposible gran cosa con agrado; reunir á no sé cuantas docenas ó miles de hombres que haya como yo, en un «mitin subversivo», y decirles esta verdad inmensa: -«¡Compañeros... tenemos la peor de las pobrezas; porque es, en nuestro afán de almas y nobleza y amistad, la pobreza irredimible del caudal, que aun no tiene el mundo, de alma, de amistad y de nobleza. ¿Dónde está el Banco que pudiéramos nosotros asaltar?»...
Para desenvolver siquiera la entraña de esta grande idea tan triste, si no en un «mitin,» en un libro, yo podría volverme á casa y trabajar. Pero..., vuelvo á pensarlo, mi casa me arroja de ella como un bello panteón. Para trabajar con fe, con altruista amor por los demás, yo necesitaría ante todo la «razón de la fe en mí mismo»: es decir, una amiga-amante-compañera, dulce como un ángel, bella y brava como Venus..., capaz de resumirme el ideal de la esposa-novia, en toda la voluptuosidad de la querida.
¡Oh, mi Inés!
Y mientras no tenga esa fe, esa previa instalación total de mi ventura, no haré nada de provecho. Estoy convencidísimo. Mi vida continuará rodando por esta necia alternación, invariable, de tres días de fastidio suprahumano... y una noche humana por demás -á cada tres, con ansia de restorán y de sedas y variadas carnes blancas de rubia ó pelinegra.
Oigo un tren. Silba. Es en la estación del Mediodía... ¿quiere decirme que salga de Madrid?... ¡Bah, me diese igual! Londres. París... Mi traje inglés, billetes en mi cartera... y el mismo aburrimiento. Los mismos «restaurants», las mismas damas...
Sería caso de pensar en el alcohol..., en la perpetua borrachera (si no fuese tan ingrato el despertar), ó en una caza de leones.
Comprendo al fin, perfectamente, á los príncipes que se van al Polo Norte.
Tomo un simón. ¡Al Casino! ¡qué caramba!
Por la ventana arrojo, apenas encendido, mi caruncho -y me da una enorme envidia el «golfito» que recoge la colilla.
Si no es un colmo de desgracia envidiar á un «golfo», entre un golfo y un príncipe, que Dios venga y lo vea.
Llego. El Casino.
Encuentro á Mario Durán. Lee una carta. Me la entrega.
-¿Qué es?
-Lee.
Leo. Le llama una mujer... «para un asunto urgente y que le puede importar mucho».
Mario me lo explica. O á mejor decir, me lo consulta. Es un fresco y no se anda con ambages.
«Su amante es una nenita soltera, de veinte años, rica, futura condesa, que vive con su abuela y su mamá. Para verse, y durante medio año, han tenido un confortable alojamiento en casa de esta que le escribe; pero, han querido instalarse mejor, y ayer lo despidieron».
-¿Qué crées tú que me querrá? -me dice.
-No sé. ¿Le debes algo?
-No. Al contrario. Fuí espléndido con ella. Justamente es lo que le carga, que no vuelva á serlo más. ¡Esta mujer es perversa y ambiciosa!
-¿Tu amante?
-No, hombre. La dueña de la casa que dejamos.
-¿Y por qué te llama?
-Eso te pregunto. ¿No lo sabes?... Pues, yo sí. Me ha preparado sin duda, un «chantage». Quiere, ó dinero de una vez, ó que volvamos á su casa, para seguir explotándome.
-¡Caracoles!
-¡Pshe!
La calma de Mario me asombra. Soltera la amante, y él casado, el asunto puede serle grave, transcendente.
-¿Quieres venir?
-¿Adónde?
-A pasear, en Recoletos, y á ver antes á esta aprovechadísima mujer. Me esperas en la puerta, en el coche. Yo despacho pronto.
-¿Le vas á dar dinero?
-¿Dinero?... ¡Vamos, hombre!
No pierde la calma. Tira de mí, y bajamos. Tomamos un coche del Casino.
La casa está cerca. En la calle de Santa Catalina, para el coche.
Mario me invita:
-Sube conmigo, ¡qué diablo! Verás, te vas á reir.
-Pero, yo...
-Sube.
Subimos.
-¡Oh! -ha hecho, con un gesto de diabólica alegría la gran dama que nos abre.
Pasamos al salón.
-¡Vamos! ¡Veo que ha venido usted pronto! ¡Que la cosa le interesa!
-¿A mí? -dice Mario- Está usted en un error, Amelia. Vengo... porque suponía que necesitase usted de mí uno de los mil favores... que siempre necesita. Por mí, no...; y la prueba es que me marcho. ¡Abur, Amelia!
-Hombre, no, don Mario... ¡oígame usted, qué caramba!... Lo que siento es que... venga con este señor; es para dicho á solas lo que tengo que decirle.
-Señora, da lo mismo. ¡Hable!... Este señor, es de confianza.
-No, no, vuelva otro día.
-¡No, no volveré!
Traga, saliva doña Amelia. Resígnase y empieza:
-Bien..., si el señor es de su confianza... yo le diré á usted, don Mario, que usted... y la señorita esa, han hecho mal en irse de mi casa. En otra, pueden acarreársela perjuicios... ¡que no todas las gentes son discretas!
-Á ver, á ver... ¡explíquese!
-Pues ¡nada!... ya ve usted, don Mario; que aunque no sea nada curiosa, una, acaba en fuerza de tiempo por enterarse de... las circunstancias de las gentes que la tratan; por más que, como ustedes, procuren rodearse de misterio... Así, por ejemplo, y hasta sin quererlo, yo he acabado por saber que usted es casado, que vive en la calle de Argensola, y... que la señorita que usted sabe...
-Y este también -replica Mario- ¡Nómbrela sin inconveniente! La señorita Alicia Villarreal, condesa de Villarreal, soltera, que vive con su abuela y con su madre en un hotel de la calle Monte Esquinza. ¡Este señor, lo sabe todo, es mi cuñado!
-¡Su cuñado!
-Sí. Hermano de mi mujer. Por eso le digo á usted que no ande con rodeos.
Desorienta á Amelia la «frescura», y sigue aunque un poco vacilante:
-Bien. Pues ya ve usted. Con todos estos datos, que lo mismo acabarían por saberlos en otra casa, sea cualquiera la que tomen, figúrese si una persona indiscreta que quisiese amenazar á ustedes...
-Oiga, doña Amelia -interrumpe Mario con su calma inalterable.- Usted ha perdido lastimosamente su trabajo, su investigación... «preparatoria»... En los informes acerca de nosotros, le ha faltado adquirir el principal; y es... que la señorita Alicia y yo, en Madrid, «somos los dos primeros sinvergüenzas». Si usted quiere visitarla, á ella, y contarle todo á su abuela y á su madre..., dígale que va de mi parte; lo malo está en que se reirán, porque lo saben... ¡claro! ¿cómo iba á disponer de sí misma una hija de familia sin permiso de mamá?
-¿De... mamá?
-Naturalmente, doña Amelia. «¡De mamá!»... que se entiende, por su parte, aquí con mi cuñado!... Tanto, que yo precisamente le traía porque viese el cuarto y vea si les conviene para ellos. ¡Qué sabe usted, señora, por Dios, cómo está la aristocracia!... Y si, al revés, prefiere usted mi casa, venga conmigo mismo y le presentaré en persona á mi mujer. Entre los dos la informaremos..., ¿hace?
Doña Amelia está pasmada.
-¡Vaya... don Mario!
-¿Cómo? ¿no me crée?... Pues, mire... tenga esta tarjeta...
Saca con rapidez lápiz y tarjeta; escribe: «Querida Ángeles: la dadora, doña Amelia Rivas, dueña de una «casa complaciente», te va á contar de mí y de Alicia todo aquello que yo te dije anteanoche. Para que veas que no mentí. -Siempre tuyo...» -y firma y se la entrega:
-Tenga, señora. Y además, sepa que, probablemente, desde aquí me voy á ir á buscar á la señorita Alicia, para ver los dos al jefe de la Policía, mi amigo, con la sencilla intención de decirle: «Doña Amelia Rivas, en la calle tal, número tantos, está defraudando á la Hacienda, porque no paga contribución, y tiene casa de compromisos...»
Brinca doña Amelia, en el sofá.
-¡Bah! Y... ¿cómo ni con quién probarme eso?
-¿Cómo ni con quién?... ¡Nosotros! Alicia y yo..., queridísima señora!... Pues ¡claro! la señorita Alicia, con su fuerte testimonio de condesa... Ella le diría al inspector: -«Yo, sí señor, yo, he ido á... «entrevistarme» allí con este amigo!»... Le digo, doña Amelia, que por... sinvergüenza que sea usted, nosotros, en Madrid, «somos los dos primeros sinvergüenzas»!
La entrevista dura poco más. La pobre «chantagista» está vencida... Pide por Dios. Quiere devolverle á Mario su tarjeta de descaro sin igual, que revuelve entre los dedos, y procúrase disculpas diciendo que «todo ello, no es que ella fuese á hacerlo..., sino que lo daba como aviso por temor á que lo hiciese otra cualquiera...»
Salimos, riéndonos.
-¡Oye -le digo á Mario en el portal- creo que te has dejado la tarjeta!
-¿Qué importa? -contesta.
-¿Cómo? ¿qué no importa?... Pues ¿no crees que esa mujer la pueda utilizar, no obstante tu artimaña?
-No, hijo, no, nada de artimaña. Si es que no me importa. Ni Alicia tiene que temer gran cosa de su madre, ni yo de mi mujer. Sin que sea exactamente verdad que yo le he contado á mi mujer lo de Alicia..., es evidente que se lo contaré esta noche, por si acaso.
-¿Por si acaso?
-Sí. Por si acaso esta tía le enviase algún anónimo, pensando atemorizarme así, porque al fin creyese que es broma cuanto he dicho.
-Pero... ¿no es broma? ¿Es que tú... le cuentas á tu mujer...?
-¡Todo, querido!
Subimos al coche. Mi asombro es aun mayor que el de Amelia. Yo pensaba que Mario le jugaba una audaz comedia de cinismo.
Nos dirigimos á la Castellana. Pasamos la tarde hablando de esta rarísima mujer de Mario.
Yo la conozco. Es guapa y buena. No piensa más que en querer á su marido y en cuidar de sus hijos y su casa. Cené con ellos una noche, y la vi ponderar el talento de Mario, la arrogancia de Mario, las condiciones todas de Mario, «bondadosas, tan tierno y cariñoso para ella»...
Me asombro, pues, escuchándole al marido que «ha llegado con ella á una franqueza, á una fraternidad, encantadora..., sin perder por eso, ni lo más mínimo, su cariño... su pasión»...
-Sí, sí, mi pasión... ó mi amor, si quieres tú con arreglo á tus teorías -me dice.- Claro es que yo no le cuento mis líos de por ahí, jamás, antes de tiempo..., es decir, mientras me importa conservarlos, porque me distraen, porque me dan la variedad y la «multiforme amenidad de la indecencia», y porque, sobre todo, me aumentan el contraste de la belleza insuperable y de gran pasión con mi mujer. Ella lo sabe... lo sabe... Sabe que no hay brazos que me den la delicia de sus brazos, y sabe que, por mi carácter, y por mis viejos hábitos también (puesto que como tal novio con ruidosa fama de galante se enamoró de mí), yo no podría prescindir de... «compararla» con cualquier otra mujer de cuando en cuando. Es ó fué mi habilidad, querido; haberla «acostumbrado» poco á poco. No hay una sola historia mía («historia», porque tú sabes también que soy formal en lo informal, es decir, que odio á las cocotas) que no conozca en todos sus detalles. Si la sospecha, se la cuento. Si no la sospecha, también..., pero más tarde, y con motivo del enojo suyo consiguiente á... estar sospechando otra historia. Entonces van las dos, ó las que tengamos atrasadas. Y es delicioso, Aurelio...: enfado de unas horas, llanto, quejas... cena reunidos, al fin, y noche de ansiosa y plena reconciliación, por parte de ella. ¡Qué buena es! ¡Cuánto me quiere y la quiero!...
Confieso que me ha dejado preocupadísimo este Mario.
Su «caso»... parece haber venido á demostrarme que es posible hasta así (¡tan absurdamente posible!) el matrimonio de grande intimidad. Lo que no pueden escuchar ni los amigos, de cosas de mujeres, porque unas veces se creen que nos las damos de ricos, y otras de ridículos tenorios, este Mario, como á grande amiga, se lo puede contar á su mujer. Él mismo lo ha dicho: su mesa, su despacho, están llenos de cartas y de retratos de amantes... ¡oh!...
Claro es que, con menor violencia todavía, su mujer no hubiese roto los que perteneciesen al pasado solamente.
¿Quiere esto significar que no es imposible la esposa-amiga, la grande enamorada-amante, llena de los impudores ruborosos que yo ensueño?
Hasta aquí, en el matrimonio, y, prácticamente, me parecía esto un disparate. Mario viene á darme lo que necesita toda idea: un hecho de demostración de realidad.
Mi aspiración es más sencilla, más noble.
Consiste... (¡consistirá, porque me caso!) en no ocultarle á mi mujer mis alegrías y tristezas del pasado, en hacer que me perdone, en poder hablarle de ellas, de todo, de todo..., rindiéndola el honor de confianza que harto le merece á cualquiera -¡menos su mujer, que horror!- un amigo del café..., y en, prepararla, con esta inmensa confidencia, á querer ser para siempre, para siempre y ella sola, mi purísima cocota!...
¡Todo el amor, toda la amistad, toda la voluptuosidad... toda la «lira», en su inocencia!
¡Me caso!