Carta segunda: I editar

Muy señor mío: Con los mejores modos y huyendo en cuanto pueda de digresiones, voy a continuar examinando las partículas inseparables tomadas del latín o del griego (así dice la Academia), que el Diccionario oficial incluye, y también algunas de las que excluye. Pero quiero proceder con método, hasta cierto punto; es decir, hasta que me canse. Yo soy uno solo, Clarín, y puedo ser metódico. La Academia no puede tener método en su Diccionario, porque este no es obra de uno solo, ni de varios, sino de todos los académicos.

«¡Vaya una razón de pie de banco, dirá usted! ¿Conque un sabio solo (llamémonos así todos), y aun varios, pueden ser metódicos, pero todos los sabios de una docta corporación reunidos no pueden tener método? ¡Qué atrocidad!» No se precipite usted, Sr. Quintilius, que no soy yo quien opina así; es la Academia quien dice en el prólogo de la última edición del Diccionario (pág. IV) lo que sigue: «Compuesta (la obra), no por un académico solo, ni por varios, sino por toda la Corporación, de temer es que aún adolezca de faltas de método, casi inevitables en labor de muchas personas con igual señorío».

¿Ve usted? Pues... ¡buena burra hemos comprado!, como se dice vulgarmente. ¿Conque los académicos (los que llevan la palabra) se disculpan, como los gallegos del cuento, con que iban solos? No, al revés; hacen alarde de ser muchos para disculparse de hacerlo mal.

Si entre muchos con igual señorío no pueden tener método, y en materia de Diccionario el método es indispensable -¡quién lo duda!- resulta que se estorban los académicos unos a otros, que aquello es una anarquía, y... que sobra la Academia.

No soy yo quien saca la consecuencia; es una consecuencia que se saca ella sola. Además, lo del mismo señorío parece una pulla, y la creo muy oportuna. Es lo que yo digo. ¿Cómo han de ser tan padres de la lengua Catalina, y el marqués de Pidal, Barrantes y Arnao, como Castelar y Tamayo, Marcelino Menéndez y Juan Valera, v. gr.? -Ya que la Academia tiene que ser tal como es, debía haber desigualdad de señorío, dos clases de académicos (o Académicos) a saber: internos y externos; internos los buenos, los capaces de conservar el idioma, y externos los malos estos con la obligación única de no parecer por allí en su vida. Y si querían cobrar dietas, que las trabajaran, sí, señor, que las trabajaran en calidad de escribientes temporeros en las oficinas del Estado. ¡Se podían hacer tantas cosas útiles con los académicos inútiles!- Por lo demás, lo que, yo voy a probar, después de todo, es lo mismo que prueba la Academia con las palabras copiadas: que allí nadie se entiende, que todos se meten a conservar el idioma como si fueran peras de invierno... y... ¡es claro!, todos tienen los mismos derechos, y pragmáticas que la cortesía obliga a respetar... ¿Quién se atreve, por ejemplo, a enmendarle el vocablo a Cánovas, ni siquiera a Cheste? Me figuro yo el siguiente diálogo (y usted dispense, Sr. Quintilius; pero, aunque parece que no, vamos entrando en materia. Y sobre todo, el público no sólo vive de preposiciones inseparables).

Dice Cánovas:

-Ceñore, propongo que la palabra perigeo cinifique en aelante: al reedor é Cánovaz.

Protestas tímidas en algunos sillones (vacíos).

Cheste.- Señores: Eso me parece un rasgo de genio, pero es un disparate, siquiera sea un disparate ilustre.

Cánovas.- Puez oiga ozté; y lo que dice el Diccionario al apuntar la etimología de perigeo, ¿no ez un dizparate también?

Coro de Catalinas.- Sí, señor; pero es un disparate etimológico.

Cánovas.- Lo que yo digo, ceñore, ez que lo mizmo cinifica perigeo alrededor de la tierra que alrededor de Cánovaz, y diciéndolo de ezta manera; el azurdo cervía pata darme luztre a mí, y por carambola a laz inztitucione.