II editar

Sé que muchos jóvenes de los que se dedican a escribir versos piensan que les tengo mala voluntad. Otros creen que se trata de hacerse notar a costa de ellos, diciendo perrerías de sus canciones, y, por último, no falta quien achaque esta persecución al propósito del sectario que aborrece la poesía y quiere que no se escriban más versos en España. No hay nada de eso.

A mí me parece ridículo pretender acabar con la literatura rimada. Cuando aparecen verdaderos poetas, no hay cosa mejor que sus versos; y no me refiero a esos grandes luminares que se llaman Goëthe, Víctor Hugo, Musset; no, aunque no valgan tanto, todavía pueden ser dignos de admiración y el mejor ornamento del Parnaso, como diría Cañete. Pero en España, ahora, en estos míseros días, no hay más poetas que escriban en español que Núñez de Arce y Campoamor; los demás no son poetas, no son hombres de ingenio, no tienen intención, ni fuerza, ni gusto; Grilo, Velarde, Ferrari y Shaw, que gozan su fama respectiva entre la gente cursi que lee algo, son, los tres primeros, hombres vulgarísimos, y el último un niño que sólo promete ser un Grilo de arte mayor.

Esta es la verdad lisa y llana. La generación nueva, la que nació a la vida pública bajo la Restauración, no ofrece grandes esperanzas; pero a lo menos en otros ramos de la actividad intelectual tiene representantes que algo valen, y algunos, poquísimos, que valen mucho. Pero en poesía lírica no tiene nada, absolutamente nada.

Lo cual no quita que en el Ateneo y en los periódicos se descubra un Espronceda o un Zorrilla cada pocos meses.

Pasma ver cómo aplauden gacetilleros y ateneístas las más insignes vulgaridades, como si fueran chispazos de inspiración lozana, original y fuerte. No ha mucho que un poeta de esos leía, y publicaba después en un libro, un poema que contiene más dislates que palabras, más vulgaridades que dislates, y carece de sentimiento, de idea, de estilo y hasta de gramática. Pues no faltó quien dijera y repitiera en letras de molde que todo aquello era obra de Benvenuto Cellini y que aquello era cincelar... ¡Cincelar, Dios mío, lo que no es más que raspar la pared con un vidrio para dar escalofríos a las personas nerviosas!

Es el caso que estos elogios los escribe, por lo común, la misma pluma que el resto de la semana se está empleando en delatar alcantarillas rotas, focos de irregularidades y demás inmundicias más o menos municipales. ¿Quién manda a esos ediles, y no curules, meterse donde no les llaman, y llamar poeta y Benvenuto a cualquier señorete que coge y descubre que sabe encontrar consonantes, y enjaretar despropósitos que coloca en la Edad Media o en la moderna, o en la eternidad misma, si se le antoja? ¿Por qué han de creer los que no saben nada, que para escribir de materia artística sobra todo lo que sea saber algo? ¿Por qué han de pasar por críticos esos que hacen alarde tosco y rústico, digno de los Britos y Blases de Tirso, de ignorar el griego y el latín, y de creer que nadie conoce tan recónditas clerecías? Porque hay gentes así, y porque los tales escriben en periódicos de circulación grande, estamos como estamos, y puede a muchos parecer atrevimiento y hasta amanerada desfachatez osar decir, como yo oso -y tres más-, que fuera de los autores citados al principio, aquí no escribe versos en español ningún verdadero poeta.

Por otros caminos van los pocos jóvenes que en literatura valen algo; y aunque Menéndez Pelayo ha escrito, entre otros medianos, muchos versos bien sentidos, de forma clásica verdaderamente correcta, tampoco se puede decir que el admirable joven, el pasmo santanderino, sea ni se tenga por poeta en la acepción en que lo son los Hugo, los Zorrilla, etc., etc. Por lo demás, sus poesías valen más, por supuesto, que las de esos ignorantuelos sin gracia, ni delicadeza, ni gusto, ni intención, ni vigor, ni sentimiento, que el Ateneo y los gacetilleros elevan a las nubes, mientras se ríen del que ellos llaman traductor detestable de Horacio, y que por cierto no es tal traductor.

Así como decía con mucho tino y juicio Fernanflor que no tenemos ópera nacional por la sencilla razón de que no la tenemos, faltan en nuestra juventud los poetas por la razón sencillísima de que faltan; y si se puede jurar (que sí se puede) que no hay ninguna ópera española digna de universal admiración, también se puede decir que ninguno de los que escriben en verso, entre los jóvenes literatos españoles, es ni siquiera artista en la acepción rigorosa de la palabra.

Pero no se tome esto como signo general de los tiempos. Portugal tiene poetas jóvenes, tiene uno, por lo menos, que vuela con todo el aliento necesario para llegar al cielo; en Francia, donde tanto habla la crítica de cierto orden de amaneramiento, decadencia y falta de ideal, también hay jóvenes de fantasía brillante, de gusto delicado, estilo fuerte y propio, maestros de la rima y del color, que escriben libros de poesías en que podrá verse, si se quiere, la enfermedad de un alma, el cansancio de un pueblo, el abuso de la vida, pero sin que pueda negarse originalidad, sentimiento, idea clara y profunda, ingenio sutil, no enclenque. En la historia de la poesía francesa podrán ser un día estos poetas los representantes de una decadencia; podrá decirse de ellos, en cierto modo, lo que se dijo de la baja latinidad, pero no se les negará importancia, ni genio, ni que fuesen la expresión fiel en el arte de su tiempo y de su tierra.

Y de nuestros rimadores barbilindos, a veces bobalicones,¿qué se dirá? Nada absolutamente. En sus versos nihilistas no se revela más que la lucha por el consonante; no son creyentes, no son escépticos, no aman la tradición, no la desprecian, no la embellecen, no la satirizan, no buscan nada, nada encuentran, viven en el limbo; por ellos no sabrá nadie lo que la juventud sentía en España en el último cuarto del siglo XIX, cuando se nos moría el cuerpo, robusto un día, de la fe, y nacía débil, sietemesino, callado como un muerto, ridículo por la forma, el pensamiento libre, sin oír en sus sueños reparadores de la infancia el arrullo de las canciones de un poeta. ¡Poeta del libre pensamiento! Tal vez hay uno; pero ese habla en el Congreso y le mide las estrofas el conde de Toreno ¡oh dioses inmortales!, con una campanilla.