Mezclilla: 18
V
editar¡Y vive Dios que basta de ponerle peros a una novela que a este pecador, y crítico en sus ratos de ocio, le ha causado profunda impresión y le ha llevado a pensar en las grandes tristezas poéticas, irremediables de la vida, y en los consuelos fuertes, austeros, dolorosos que ofrece a los males humanos la pura idealidad religiosa que, probablemente adivinando una realidad suprema, recóndita, divina, ha creado todo un mundo de sanciones eternas!
La Montálvez, con todas sus imperfecciones, es obra de importancia, que nos dice mucho del alma de su autor y de la nuestra, que se mueve en la vida interior con profundo conocimiento de sus pliegues y repliegues; es un libro serio de veras, de esos que, sin salir del terreno del arte, prueban que en él caben con anchura las más graves interesantes cuestiones de cuantas preocupan al hombre de buen corazón y reflexivo.
¿Tantos libros españoles salen a luz que lleguen muy adentro, nos toquen muy de cerca? No; entre los mismos de Pereda no todos son de esta clase. Por eso lo que, en comparación con sus hermanos, pierde por un lado, La Montálvez lo gana por otro.
En Pedro Sánchez, el Pereda moralista-artista se nos presenta también, y con mucha fuerza; pero allí la lección, mejor dada acaso, es de menos intensidad en sus motivos, es menos dramática; la melancolía de las decepciones comunes, ese desencanto, cómico a veces en la apariencia, elegíaco siempre en el fondo, que trae consigo el tiempo, sin más que dejarse resbalar entre la arena gris de una vida vulgar, sin peripecias sorprendentes, eso es la moralidad poética de Pedro Sánchez; en La Montálvez, aunque parte del efecto se pierda, hay cosa más fuerte: un drama terrible sin sangre. El castigo de la mujer perdida, de la gran señora prostituida, tiene aquí un relieve poético, que sólo un gran artista podría conseguir: sencillez, sobriedad, emoción muy sincera y profunda se juntan al pintar aquel amor idílico, casi místico, casi milagroso, de Luz y de Ángel, que va a ser, con todas sus apariencias de ventura, el castigo terrible de una vida consagrada al pecado; sí: este amor de Ángel y Luz va a ser para La Montálvez como una rosada nubecilla de la aurora que de repente lanzara de sus entrañas el rayo.
Como rayo cae la muerte de Luz sobre el alma de Nica; en esta sólo la madre había sobrevivido a la podredumbre del espíritu, y el rayo hiere allí, en la madre. A muchos no les sale la cuenta de la muerte de Luz, sin más factores que la pérdida de su amor y la vergüenza de la pena de ver a su madre como es, como una mujer sin honra; pero hay que advertir que esta clase de cuentas no les puede salir bien a los que no entienden de matemáticas sublimes. No quiere Pereda decir que todas las señoritas educadas en conventos, castas y honestas, se mueren al saber que su mamá es una mala pécora; como tampoco quiso dar a entender que todas las damas del gran mundo, aunque muchas sí, sean tan endemoniadas como Sagrario, Leticia y Verónica.
Un notable crítico y novelista francés acaba de decirlo al defender su última novela: en las obras artísticas de análisis psicológico no se trata de representar en los personajes el término medio de los de su clase, sino de estudiar determinada personalidad, de veras, tal como es o debe ser, ya sea de comunes cualidades, ya excepcional. Lo excepcional es tan artístico como lo general, porque las leyes naturales, de que lo excepcional es resultado, no son excepcionales; son tan reales y constantes como todas.
Las modernas tendencias del arte llamado en general realista, han traído grandes bienes a la literatura; pero también es verdad que las teorías predicadas para defender esa relativa novedad son muy peligrosas, cuando entran en la cabeza de ciertas gentes, de esas que tanto abundan y forman la masa de todos los fanatismos, de todas las doctrinas parciales, exclusivas, cerradas, y en el fondo necias; el realismo lo han entendido muchos críticos o meros lectores como un resultado estadístico; y así se ha visto hace poco que un crítico formal le echaba en cara a Zola un error de fecha al señalar cierta crisis agrícola en su última novela; y menos tiempo hace, hará quince días, un lector crítico se reía de otro novelista francés porque este colocaba en el gabinete de una dama elegante un mueble que habría sido de última moda hace dieciséis años.
Los espíritus comineros, pobres, convierten la verosimilitud en el arte en una traba ridícula, intolerable, que sólo serviría, si se respetara, para respetar a la medianía y sofocar el ingenio fuerte y poderoso. Nada más a propósito para matar la poesía que ese prurito del falso realismo, que consiste en no tolerar lo poético, lo distinguido, lo extraordinario, introduciendo en las letras, y hasta en sus asuntos, una mesocracia tediosa que ya está causando tanto daño en la política, en la ciencia, en la religión, en mil partes.
No hay más que oír hablar a los más del romanticismo, y ver cómo y por qué le condenan, para comprender de qué modo han entendido las novedades y a qué nivel de vulgaridad y aburrimiento quieren que baje la literatura, para que sea como bienes de propios, a manera de la sección de anuncios y comunicados en los periódicos. Lectores y críticos de este jaez son los que encuentran grandes aberraciones en La Montálvez, y gritan: ¡Inverosímil!, ¡exagerado! Luz es imposible para ellos; la desfachatez y fría necedad de las amigas de Verónica, imposible también.
No: todo ello es posible; si en el lenguaje de las damas encopetadas hay cierta crudeza, que no será general, no puede decirse que no haya de ella famosos ejemplos; y por lo que respecta a su pensamiento y a sus obras, por desgracia todos sabemos que Pereda no ha exagerado siquiera. No ha hecho más que atreverse a pintar la verdad.
Y en cuanto a la figura de Luz y a su papel en la novela de su madre, aparte los defectos indicados antes, yo no veo más que motivo de alabanza; el mismo atrevimiento que ha habido para reflejar las lacerias morales del gran mundo, le hay para pintar esta excepcional hermosura de un alma que viene a representar, en medio de nuestra vida de mezquinas preocupaciones, de falsos positivismos y pequeñeces ciertas, la sorpresa que ofrecería en una discusión parlamentaria, según las usan nuestras ilustres medianías, una arenga de Isaías, un exabrupto de San Juan Degollado, o unos latigazos de Jesús indignado ante los mercaderes del templo. «¡No desentonemos!» Esta es la consigna.
Luz y su amor... no son verosímiles, y se acabó. ¿Dónde está ahí el realismo? ¿Quién es Luz? ¿Quién la ha visto? Únase esto, que nadie ha visto a Luz, a la escasez de conocimientos indumentarios y de otros elementos de la moda como el mobiliario, que demuestra Pereda en su libro, y se tendrá explicado por qué no ha parecido bien La Montálvez a muchos caballeros y señoras. ¿Y cómo demostrar a los tales que se equivocan, que en la literatura hay muchos más casos legítimos que los que ellos admiten; que Luz, castigo angelical de su madre, es una hermosísima invención; que en la sencillez del final de su libro ha hecho Pereda algo muy bueno, tan bueno como el final, análogo en gran parte, de la Consuelo de Ayala? ¿Cómo explicar todo esto, a lo menos, sin hablar mucho? Y para ello ya es tarde.
En este artículo he caído en el mismo defecto que noto en La Montálvez, he sido desproporcionado; tratando de un libro en que las bellezas, a la larga, oscurecen los defectos, he consagrado cuartillas y más cuartillas a poner reparos, y he dicho poco, casi nada, de lo que en La Montálvez admiro. Pero no importa. Acaso más vale así. La malicia tiene en la pícara sociedad sus derechos. Digo respecto de mi conducta en esta ocasión, lo mismo que se puede decir respecto de la principal belleza de La Montálvez: Qui potest capere capiat.
Y por no terminar en latín, copiaré cuatro palabras de una carta que yo le escribí hará dos semanas a mí amigo Rueda, esa esperanza de un poeta: «...Muchas veces la crítica debiera ayudarse de la música; sólo con una melodía muy tierna y dulce podría juzgarse la belleza más recóndita de la última parte de La Montálvez».