Hace poco tiempo publicó la Revue des Deux Mondes un artículo de uno de sus críticos de guardia, M. Brunétière, con el exclusivo y poco cristiano propósito de arrojar cieno y más cieno sobre la memoria de un poeta que ha influido mucho en la actual literatura francesa, y que tiene multitud de sectarios, y hasta podría decirse de adoradores. La diatriba, pues tal era, del crítico francés, me hizo sentir ese especial disgusto que causa en el alma de quien seriamente ama el arte, la injusticia de un censor que se ceba en la fama de un poeta a quien se deben momentos de solaz, o alguna visión nueva de lo bello, o sugestiones para ideas o sentimientos o cambios fecundos del ánimo.

Ya estaba yo acostumbrado a experimentar esta clase de emociones con la lectura de este crítico ilustrado, que cuando habla de los contemporáneos casi siempre parece que se complace en enseñar un mezquino corazón. Que Brunétière tiene algún talento, es indudable; que ha leído mucho, también; que su análisis no siempre es superficial, y a veces se distingue por lo sutil, no cabe negarlo; pero pocas veces deja de ser antipático por las causas que defiende, o, mejor, por los enemigos a quien ataca, y sobre todo por las armas y la táctica que para atacarlos emplea. Brunétière es uno de esos escritores franceses (hay varios) que se diría que se complacen, con una especie de coquetería maligna, en hacerse aborrecer en cuanto críticos; él combate a Carlos Baudelaire principalmente por su inspiración diabólica, por sus famosas Flores del mal, pero a él se le podría combatir por la vena mefistofélica que le asiste cuando, apura los recursos de su erudición, de su estilo y de su dialéctica para demostrar que Zola es poca cosa, Víctor Hugo un viejo verde indigno de tanta fama, y Baudelaire un pobre diablo, bueno para pasmar en la feria literaria a los incautos burgueses que se creen maliciosos y leen libros nuevos. Conviene insistir en el carácter del ya afamado crítico de la Revista de Ambos Mundos, porque su crédito va siendo grande, el lugar desde que escribe es eminente, y su voto es repetido como un eco en muchas partes; v. gr., en las lucubraciones literarias de nuestro famoso Cánovas del Castillo, oráculo a su vez de media España cuasi-pensante. Cánovas, cuando habla de literatura francesa (y habla a menudo), repite, las opiniones y los argumentos, echándolos a perder un poco con el acento andaluz, de M. Brunétière y de M. Cherbuliez (Valbert), que le pagan esta deferencia alabándole de tarde en tarde en la Revista de más circulación de Francia.

Brunétière influye, además, en muchos escritores franceses de tercer orden, que a su vez influyen en varios corresponsales (del orden más humilde que podemos figurarnos), que mantienen en París algunas publicaciones españolas populares. La mayor parte de las tonterías y de las injusticias y cavilosidades que se han escrito en España contra el naturalismo, se remontan por tres o más derivaciones, a los apasionados ataques que Brunétière y Valbert dirigieron a Zola y a su escuela. Esto se sabe cuando se sigue con atención e interés el movimiento actual de nuestra literatura, llegando a pormenores, que las más de las veces, los críticos sólo creen dignos de ser estudiados en los tiempos remotos, es decir, en tiempos en que poco se puede saber, de seguro, respecto a pormenores.

Brunétière es uno de los capitanes de cierto prudentismo literario (y pase la palabra, que es exacta), que seduce a muchos espíritus delicados y sinceros, pero poco enérgicos, y que, merced a cierta hipocresía innata, en algunos inconsciente, causa graves daños al progreso del arte. Este prudentismo, que en Francia ha hecho ya estragos, también ha entrado en España, y combinándose con otras preocupaciones nacionales, nos amenaza a nosotros con grandes sequías de ingenio.

Hay muchos aficionados a las letras que viven en constante recelo temerosos de tomar gato por liebre, dispuestos a contener los impulsos del propio entusiasmo en cuanto alguien les advierte que no es oro todo lo que reluce. Yo confieso que esta clase de lectores me son profundamente antipáticos, aunque no tanto como la ralea de críticos que los sonsacan y escandalizan. Arrojar del templo de la fama a quien no merece ocupar en él un mal rincón siquiera, es santa empresa; pero regatearle gloria al que la tiene legítima, escatimar aplausos al gran ingenio, me parece trabajo improductivo, y contrario a la hermosa y grande caridad del arte. «¡Eh, no admiréis a Fulano, que es un majadero, como lo pruebo!», esto lo comprendo y lo aplaudo; pero esto otro: «¡Eh, no admiréis tanto a Víctor Hugo, que tiene sus defectos; no os enamoréis del sol, que tiene manchas!», esto no me lo explico. En estos amigos de matar el entusiasmo y en estos sectarios del prudentismo suele obrar la envidia, en los que toman la iniciativa sobre todo; pero también influye mucho el miedo al ridículo, el terror de encontrarse admirando como el mísero vulgo lo que no merece tanta admiración. El afán de no ser uno de tantos, de no confundirse con el populacho literario, obliga a muchos a ser reservados en materia de alabanzas y gustos, y tal lector habrá que habiendo leído a Baudelaire y habiéndole encontrado gran originalidad y fuerza, ahora, advertido por Brunétière, le desprecie y le llame farsante.

Porque nada menos que eso se propone el crítico, de la Revista Ambos Mundos; llega a decir del poeta que es un pobre diablo que ha escrito pocos versos regulares y que no ha dejado nada nuevo, a no ser una pintura exacta de las emociones que despierta el sentido del olfato, el menos espiritual de los sentidos. A Dios gracias, en esta ocasión Brunétière exagera tanto su antipática severidad para el ingenio reconocido, que la malicia del intento se hace transparente y el peligro de la injusticia disminuye. Su parcialidad se ve bien claramente cuando dice que Baudelaire escribió artículos de crítica pictórica como cualquier otro, ni mejor ni peor que otro crítico cualquiera. Eso vale tanto como suponer que los Salones los escriben lo mismo todos los críticos, y aun los que no lo son; según eso, tanto valen los Salones del gran estético de la Enciclopedia como los articulillos de Wolff, el del Fígaro, Eugenio Verón vale tanto como Taine... Pero dejo esto.

La crítica debe defender a todos los escritores buenos a quien se pretende negar la condición de tales, aunque se trate de aquellos por los que no se siente el mayor entusiasmo. Aun puede añadirse que en este último caso se da más pruebas de amor a la justicia y de entender los deberes de la misma crítica. Salir a romper lanzas por las doctrinas y por los autores predilectos, no tiene gran mérito; con ello se obedece a impulsos que pueden ser hasta irresistibles. Yo no tengo a Baudelaire por un poeta de primer orden; ni su estilo, ni sus ideas ni la estructura de sus versos siquiera, me son simpáticos, en el sentido exacto de la palabra; pero veo su mérito, reconozco los títulos que puede alegar para defender el puesto que ha conquistado en el Parnaso moderno francés, y sólo por esto me decido a escribir con ocasión del artículo de Brunétière, estas impresiones de una segunda lectura de las Flores del mal, obra que principalmente cita el crítico y que es la más importante del poeta. Sí, he vuelto a leer las Flores del mal; no con frialdad impasible (que así no se lee a los poetas), pero sin preocupación favorable, seguro, por las circunstancias, de ser imparcial; y para mejor lograr mi intento de obedecer sólo a mis emociones y a mi juicio propio, espontáneo, he prescindido de cuanto he leído acerca de Baudelaire, y para nada me acuerdo, v. gr., del estudio de Gautier ni del muy notable de Paul Bourget, que recomiendo a mis lectores.


Referencias

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