Metamorfosis o El Asno de Oro (Vega y Marco)/Libro VIII
APULEYO
EL ASNO DE ORO (LAS METAMORFOSIS)
Traducción española de Jacinto de la Vega y Marco
Valencia-Madrid, s.a. (¿1909?)
LIBRO OCTAVO
[1] A la hora en que el gallo canta la aparición del día, llegó de la ciudad inmediata un criado (según me pareció) de Carita, la joven que fue mi compañera de infortunio en la casa de los bandidos. Había muerto su señora: habían ocurrido en la casa desgracias tan singulares como terribles, y poniéndose junto a la lumbre, con los demás esclavos, explicó lo siguiente: «¡Lacayos, boyeros y pastores, la infortunada Carita ya no existe! NOS ha sido arrebatada por trágica catástrofe, pero no ha bajado sola a la mansión de los inanes. Para que os hagáis cargo de todo, voy a contaros lo ocurrido. La aventura merece, sin duda, más hábil, más talentudo narrador, que la reprodujese en inmortales documento.
»Había en la ciudad un hombre de ilustre nacimiento y distinguido rango, que disfrutaba de considerable fortuna. Pero era un mal ciudadano, un mosquito de bodega: vivía con mujeres alegres, no hacia más que emborracharse, y se había asociado, criminalmente, con partidas de ladrones, que le indujeron a la depravación. Llamábase Trasileo [--] y disfrutaba de una fama proporcionada a su maldad.
[2] Este hombre fue de los que primeramente y con más extremado ardor, solicitó la mano de Carita, en cuanto ésta llegó a la edad de elegir esposo. Aunque aventajaba a muchos de los pretendientes, y con sus opulentos regalos intentaba decidir en su favor la elección, era de costumbres tan depravadas, que fue rechazado rotundamente. Pero hasta que Carita consumó su matrimonio con el virtuoso Tlepolemo, el tal Trasileo conservó constantemente su desdeñada pasión, e irritado de que le rehusaran, acechó la ocasión de vengarse. Encontrando, por fin, manera de justificar su presencia, se decidió a cometer el crimen de antiguo meditado. El día que la muchacha escapó del asesino puñal de los bandidos, gracias al valor y la astucia de su prometido, uniose a la muchedumbre que la felicitaba haciendo resaltar su viva satisfacción y cumplimentando a los recién casados por su dicha actual y por sus deseados hijos. En honor a su ilustre origen, fue uno de los principales huespedes que se recibían en nuestra casa. Pero bajo la engañadora capa de amistad y afecto, ocultaba un proyecto criminal. »Hizo sus visitas más frecuentes, las con versaciones más asiduas, algunas veces era convidado a la mesa. En resumen, fortaleciose la amistad e insensiblemente hundiose en el abismo que la pasión abría bajo sus pies. No es de extrañar. La llama del creuel Amor es débil en un principio, y encanta con sus primeras gracias. Pero el hábito le excita, le hace devorador y pronto inextinguible incendio arde y consume a los mortales.
[3] »Desde largo tiempo discurría Trasileo una conjetura que le proporcionase una entrevista a solas. Reconocía él, a pesar de todo, la dificultad de unas relaciones adúlteras por el gran número de servidores que velaban sobre Carita; sintió la imposibilidad, por otra parte, de romper los lazos de su primer amor y que aunque ella quisiera (¡cómo era posible que lo quisiera!) encontraría grave obstáculo en su inexperiencia en materia de infidelidad conyugal. Sin embargo, una funesta terquedad le incita a arriesgarse en la imposible empresa. La pasión amorosa, fortificándose de día en día, presenta de realización fácil lo que en otras circunstancias parece de impracticable ejecución, Y ahora vais a verlo; pero, por favor, redoblad vuestra atención y vuestro interés, para reconocer hasta que punto arrastra un exceso de furiosa pasión.
[4] »Un día, Tlepolemo, en compañía de Trasileo, fue a la caza de animales salvajes, si podemos apellidar de tales a los corzos. Porque debéis saber que Carita no permitía a su marido la caza de animales provistos de defensas o de cuernos. Llegaron a un elevado bosque, tupido, cubierto de espesa sombra, cerrando los horizontes a la vista y las pesquisas. Dieron orden de soltar la jauría para hacer levantar la caza. Inmediatamente, con notable instinto, los perros se separan, y guardan todos los puntos de huida: al principio sólo gruñían sordamente, pero a una señal dada, llenaron el bosque con sus fuertes y discordes ladridos. No salió de su escondite el corzo, ni el cobarde gamo, ni el ciervo, sino un enorme jabalí de extraordinaria corpulencia, musculoso y de abundante grasa. Su pelo se erizaba desordenadamente sobre el pellejo; sus cerdas erguíanse sobre su lomo como lanzas: sus defensas, que afilaba ruidosamente, estaban cubiertas de espuma; de sus amenazadores ojos brotaban chispas, y la sanguinaria expresión de su estremecedora boca, dábanle imponente aspecto. Para comenzar, raja y mata con sus potentes colmillos a los perros que temerariamente se le acercaron, y destrozando las débiles redes con las patas, salió corriendo hasta perderse de vista.
[5] El terror nos dejó paralizados, y sin contar con que no estábamos acostumbrados a tan peligrosa caza, no teníamos tampoco, en aquel momento, armas ni medio alguno de defensa. Nos escondimos, pues, detrás de montones de hojarasca y entre los árboles. »Pero Trasileo, que acababa de hallar oportunidad para su pérfido proyecto, dirigió a Tlepolemo estas capciosas palabras: »¡Cómo! Confusos de estupor, miedosos oomo estos esclavos que se tienden en tierra, o descendiendo a la debilidad de las mujeres, ¿dejaremos escapar de nuestras, manos tan opima presa? Montemos a caballo y lancémonos a escape. Tomad un chuzo; yo tomo una lanza. Sin más dilación saltan diestramente a caballo y persiguen al jabalí con desesperada furia. Éste, no desmintiendo su caracterisco valor, les presenta cara. Una sed de carnicería le inflama, aguza sus defensas y duda un momento qué adversario debe embestir primero. En seguida Tlepolemo dispara su arma sobre el animal, pero Trasileo, en vez de atacar al jabalí dirige la lanza contra el caballo de su compañero y le corta las patas traseras. Cae el animal de sangrándose, patas arriba, y deja caer a su jinete. Rápido como el rayo ataca el jabalí al caído caballero, destroza sus vestiduras y luego a él, al intentar levantarse. Lejos de avergonzarle la atroz perfidia que acababa de cometer con su generoso amigo, la contemplación de tal espectáculo no fue todavía expiación suficiente para satisfacer su ferocidad. Tlepolemo, fuera de sí, intentando cerrar sus enormes heridas, imploraba con desgarradoras quejas el auxilio de su compañero. Trasileo, imaginando que las heridas de hierro semejarían las huellas de los dientes del jabalí, le lanzó una flecha en el muslo derecho. Con otra atravesó fácilmente al jabalí.
[6] »Así murió Tlepolemo, y saliendo sus criados de nuestros escondites, corrimos a rodear su inanimado cuerpo. El malvado Trasileo, aunque la muerte de su amigo colmaba sus votos y le llenaba de satisfacción, disimuló su contento perfectamente. Púsose triste, entregóse a una violenta desesperación, y abrazándose afanoso al cadáver, obra suya, simuló grandes muestras de dolor; aunque no logró hacer correr sus lágrimas. Y fingiendo un sentimiento parecido al nuestro, atribuyó a la fiera el crimen que sólo él cometió.
»Apenas ocurrida tal desgracia, corrió la fama en todas direcciones, dirigiendo sus primeros pasos hacia la casa de Tlepolemo a herir con esta narración los oídos de la desventurada esposa. Ésta, al conocer la incomparable desgracia que sobre ella se desplomaba, fue presa de la mayor desesperación. Como furiosa bacante dirígese precipitada a la plaza pública, corre por las llanuras, por los montes, lamentando con desgarradora voz la muerte de su esposo. Los afligidos ciudadanos corren desolados seguidos de los que encuentran y que se asocian a su dolor. La ciudad entera queda desierta, ávidos de presenciar esta escena. Carita acaba de descubrir el cadáver de su esposo, vuela hacía él y, jadeante, cae desplomada, sobre su cuerpo. Poco le faltó para entregar su alma, que había consagrado a su esposo. Levantada penosamente por sus deudos continuó en el mundo de los vivos a pesar suyo. Pronto el cortejo, escoltado por todo el pueblo, que seguía la pompa funeraria, dirigióse a la sepultura.
[7] Trasileo sollozaba y se lamentaba extremadamente. Las lágrimas, que antes no pudo provocar, corrian ahora abundantes por su excesiva satisfacción. Y unido esto a mil tiernas imprecaciones, eran suficientes para engañar a la misma Verdad. ¡Querido amigo, amigo mío de la infancia, hermano mío!», decía llamándole tristemente por su nombre. A momentos cogía las manos de Carita, que desgarraba su seno, calmando su dolor, apaciguando sus lamentos con afectuosas frases, queriendo así disminuir su pesar, y para consolarla le recordaba los infortunios de otras personas. Por lo demás, con este celo de engañadora ternura, quería ganarse el afecto de la viuda y alimentar con culpable deseo su propia pasión. »Pero en cuanto terminaron los fúnebres obsequios, Carila sintióse impelida a descender junto a su esposo. Estudió absolutamente todos los medios, hasta decidirse por el más dulce y sencillo, que no necesita arma alguna y es semejante a un tranquilo reposo. En una palabra, la infeliz quiso morir de hambre. En el más abandonado desorden se ocultó en el fondo de una tenebrosa cueva, renunciando para siempre a la luz del día. Pero Trasileo, a fuerza de repetidas instancias, algunas directamente, otras por mediación de los familiares de Carita y por sus padres, obtuvo que renunciara a este abismo de desesperación y abandono, en que se había sepultado completamente. Tomó un baño y se encaminó con algunos alimentos. Como, por otra parte, respetaba a sus padres, cedió, a pesar suyo, y vencida por la fuerza de los escrúpulos, ocupó nuevamente su lugar entre los vivos, según le ordenaban. Pero su rostro no expresaba alegría alguna; estaba, únicamente, algo más serena, mientras que interiormente, en el profundo secreto de su corazón, el llanto y el pesar la devoraban. Consagraba día y noche a sus dolorosos recuerdos. Hizo representar a su difunto con los atributos del dios Baco y se había hecho esclava de su culto, rindiéndole los honores divinos y macerando su cuerpo para consolarse.
[8] »Trasileo, fogoso y temerario, como su nombre indica, no tuvo paciencia para esperar a que las lágrimas apaciguasen tanto dolor; a que se calmase la desesperación de un alma tan desolada, hasta que el prolongado exceso de dolor velase tanta pena. Lloraba Carita todavía a su esposo, rasgaba aún sus vestidos y se mesaba los cabellos, cuando Trasileo no vaciló en proponerle el matrimonio de los dos: y en su extremado impudor descubrió la secreta llama que palpitaba en el fondo de su corazón: crimen de que no debió nunca hablar. Carita, ante tan infames confidencias, fue presa de horror y sintió profunda indignación. Como si un violento trueno, como si la terrible influencia de alguna constelación, o los mismos rayos de Júpiter la hubiesen alcanzado, cayó en tierra y una nube veló su vida. Pero al poco rato despertáronse sus sentidos y rompió en salvajes gritos. Y como si entreviese los proyectos de Trasileo, aplazó los amorosos deseos de su pretendiente, para madurar un plan.
»Durante este lapso presentose frente a su esposa la sombra de Tlepolemo, inhumanamente asesinado, destilando sangre todavía, desfigurado por la palidez, y así le habló, durante su púdico sueño:–Esposa mía: que nadie tenga derecho a darte este nombre si en tu corazón vive aún mi recuerdo. Y si la horrible tragedia de mi funesta muerte ha roto por completo los lazos de nuestro amor, cásate y sé feliz con otro cualquiera: pero jamás te entregues en brazos del sacrilego Trasileo, no tengas entrevista alguna con él, no te sientes a su mesa ni descanses en su lecho. Huye de las sanguinarias manos de mi asesino. No pongas tu himeneo bajo los auspicios de un parricida. Estas heridas, cuya sangre has lavado con tus lágrimas, no fueron todas causadas por
una fiera del bosque: fue el arma del cruel Trasileo quien me separó de ti. Narró luego otros detalles y dio luz sobre el repugnante drama.
[9] »Carita, en profundo sopor y con la cara apoyada contra la cama, no había cesado de derramar, aun durmiendo, un torrente de lágrimas. Esta visión fue una violenta tortura, que la hizo salir de su agitado sueño. Empezó de nuevo su desesperación y sollozó largamente, desgarró sus vestiduras y con sus crispadas manos se magullaba los brazos. A nadie habló de la nocturna aparición, disimuló completamente la revelación del crimen y en el fondo de su corazón concibe el proyecto de castigar al detestable asesino y sustraerse a su desdichada existencia. »Imprudentemente, ávido de voluptuosidad, presentose de nuevo el odioso amante y con sus suplicas fatigaba oídos que no querían escucharle. Pero Carita rechazaba sus proposiciones, hábilmente, desempeñando su papel con admirable tacto. A sus insistentes declaraeiones, a sus humildes suplicas, respondía:—La adorada imagen de vuestro hermano, de mi esposo querido, está viva aun ante mis ojos. El delicioso perfume de su persona recrea aún mi olfato: el hermoso Tlepolemo vive aún en mi corazón. Será, pues, un acto de complacencia y de bondad, si concedéis a la desgraciada viuda el tiempo necesario al legítimo duelo. Faltan algunos meses todavía para terminar el año; dejad que transcurran. Este plazo, que reclama mi pudor, importa también a vuestra seguridad. Tal vez la precipitación de nuestro matrimonio excitaría los manes de mi esposo en daño vuestro.
[10] »Estas palabras no pudieron calmar la efervescencia de Trasileo: y esta promesa, únicamente aplazada, no le contentó. A cada momento repetía en voz baja sus odiosas y culpables instancias, hasta que Carita, fingiendo rendirse, le dijo:—Por lo menos, conceded una satisfacción a mis vivas suplicas, Trasileo; y es que, hasta nueva orden, nuestra unión sea tácita y, clandestina: que ninguno de nuestros criados tenga la menor sospecha, hasta que haya terminado el año. Trasileo sucumbió a esta engañosa petición. Consintió fácilmente a clandestinos amores. ¡Con qué impaciencia no esperaría la noche, con su espeso velo, para sacrificarlo todo a su deseo de poseer a Carita!—Pero cuidad, le dijo ésta, de ocultaros bien con la capa y no vayáis acompañado de nadie. En cuanto anochezca, acercaos silencosamente a mi casa. Basta con que silbéis una vez, y luego esperad. Mi nodriza estará en la puerta, vigilando el instante de vuestra llegada. Abrirá, os recibirá a obscuras y os conducirá a mi dormitorio.
[11] »Esta escena de furtivo himeneo gustó a Trasileo, y no sospechando peligro alguno, agitado por la tardanza, pasó todo el día lamentando su larga duración y la lentitud con que llegaba el momento. Pero cuando el sol cedió su dominio a la noche, vestido según las instrucciones de Carita y engañado por la capciosa exactitud de la nodriza, deslizose en la casa. Entonces, la vieja, por orden de su señora, dispuso ante él, con aire tranquilo y misterioso, una copa y un ánfora que contenía una droga soporífica mezclada con vino. Bebió varias veces con entusiasmo y confianza, mientras la vieja le daba a entender que pronto llegaría Carita, que había ido a visitar a su padre enfermo. Y en esto se sepultó en un profundo sueño.
»Cuando estuvo dispuesto a todos los ultrajes, tendido sin movimiento, llamó a Carita que entró con varonil ardor y estremeciéndose de odio y de impaciencia. Colocose sobre el asesino:
[12] —¡He aquí, dijo, al fiel compañero de mi marido! ¡He aquí al hermoso cazador; al esposo querido! ¡Esta es la mano que derramó mi propia sangre! ¡En este corazón se urdieron las pérfidas tramas de mi perdición! ¡A estos ojos tuve la desdicha de ser agradable! ¡En cierto modo presienten, sin duda, ahora, las tinieblas que les aguardan, el suplicio que rápidamente se acerca! ¡Descansa tranquilo, saborea un tranquilo sueño! No me armaré de hierros ni lanzas; lejos de mí darte una muerte que te iguale en algún modo a mi esposo. Tu vivirás y tus ojos morirán, y sólo verás en sueños. Quiero que el asesinato de tu enemigo te parezca mil veces más feliz que tu vida. No; no veras más la luz; necesitarás que una mano te acompañe. Carita no será tuya; no gozarás de este himeneo; te verás privado del sosiego de la muerte y de los goces de la vida. Fantasma errante vagarás entre Orco y el astro del día. En vano buscarás la mano que habrá destruido tus pupilas, y lo que es mucho más atroz todavía, no sabrás de quién debes quejarte. Yo, entretanto, sobre la tumba de mi querido Tlepolemo haré libaciones con la sangre de tus ojos, y la pérdida de tu vista será el homenaje que ofreceré a sus sagrados manes. ¿Pero, por qué esta dilación? ¡Estás escapando, entretanto, a merecidas torturas y tal vez sueñas que estás un mis brazos! ¡Fatal favor! Abandona las tinieblas del sueño y despierta para otra noche eterna que será tu martirio. Levanta tu rostro desprovisto de vida; reconoce una mano vengadora, aprecia la extensión de tu infortunio, calcula tus sufrimientos. He aquí en qué estado son agradables tus ojos a una púdica esposa; he aquí las antorchas nupciales que han iluminado tu lecho. La ceguera por cortejo, las Furias presidiendo tu himeneo y el aguijón de tus eternos remordimientos: este es tu patrimonio.
[13] »Después de estas proféticas palabras, sacó la viuda de sus cabellos una larga aguja, y la hundió varias veces en los ojos de Trasileo. Después de dejarle completamente ciego y mientras un agudísimo dolor disipaba el sueño y la embriaguez en que yacía, sacó de la vaina el puñal que Tlepolemo solía ceñir. Precipitose furiosamente por entre la multitud: su corazón meditaba, sin duda, algún terrible golpe. Eucaminose a la tumba de su esposo. La seguimos presurosos y con nosotros todo el pueblo, cuyas casas quedaron desiertas, y nos exhortábamos mutuamente a retirarle el arma de sus crispadas manos.
»Pero Carita, al llegar junto a la tumba de Tlepolemo rechazó la muchedumbre con el acerado puñal y al ver que todos lloraban y se entregaban a profundos lamentos les dijo:—Renunciad a inoportunas lágrimas, dejad un dolor desproporcionado a mis virtudes. Me he vengado del sanguinario asesino de mi esposo; he castigado al abominable profanador de nuestro himeneo. Tiempo es ya de que este puñal me abra el camino de la sombría morada donde habita mi querido Tlepolemo.
[14] Contó entonces detalladamente lo que su marido le anunció en sueños y el ardid de que se valió Trasileo para conducirle a la muerte. Luego se hudió el puñal bajo su seno derecho y cayó bañada en sangre; balbuceó algunas ininteligibles palabras y exhaló su varonil espíritu. Solícitamente los amigos de la familia lavaron con cuidado el cuerpo de la infortunada Carita, y depositándolo en la misma tumba lo reunieron para siempre al de su esposo. Trasileo, al saberlo todo, no pudiéndose dar una muerte digna del infortunio que había causado, y convencido de que con el hierro no podía expiar tan gran desgracia, hízose acompañar a la sepultura de los dos esposos.—¡Manes irritados, la víctima se presenta espontáneamente ante vosotros!, exclamó repetidas veces. Mandó que cerrason las puertas tras él y se decidió a terminar una vida condenada por su propia conciencia, dejándose morir de hambre.»
[15] He aquí lo que nos relató el criado de Carita, entre sollozos y suspiros. Más de una vez derramó lágrimas durante su narración. Ésta afectó penosamente a los pastores. Entonces, temiendo la dominación de un nuevo propietario, y deplorando sinceramente los infortunios domésticos de sus señores, preparáronse a escapar. Pero el mayoral, aquel a quien me recomendaron vivamente, apoderose de todos los objetos de valor que había en la casa, los cargó sobre mis lomos y los de otras caballerías, y acompañado de este botín abandonó su antigua morada. Iban con nosotros muchachos y mujeres; llevábamos gallinas, ocas, cabritos, perros y todo lo que podía andar por sus propios pies sin retardar nuestra huida. El peso de mi bagaje me parecía ligero, a pesar de la enorme carga, debido a la vivísima alegría que me causaba alejarme del detestable salvaje que quería destruir mi virilidad.
Subimos a la cumbre de una escarpada montaña para descender luego al opuesto valle. Las sombras del crepúsculo obscurecían ya el camino cuando llegamos a una rica y populosa ciudad, cuyos habitantes nos excitaron a pasar allí la noche y parte del siguiente día, «porque, nos decían, numerosos lobos, enormes, de extraordinaria corpulencia y temibles por su gran ferocidad, acostumbran invadir frecuentemente esta comarca. Han llagado a apoderarse de los caminos y atacan como bandidos a los viandantes. El hambre les arroja a asaltar las posadas que están junto a la carretera. Y devorados ya los indefensos animales, se atreven ahora con los hombres.» Añadieron que el camino que debíamos seguir, estaba cuajado de cadáveres medio devorados y blancos por los roídos huesos; y que, por consiguiente, debíamos emprender el viaje con las necesarias precauciones, observando, especialmente las siguientes: salir de día, que luzca ya el sol en todo su esplendor, evitar, así, las emboscadas del enemigo, puesto que la luz del día, por sí sola, detiene la acometida de tan terribles bestias, y, finalmente, no dispersar nuestra caravana en pelotones, sino apretarla en forma de cuña, para rechazar los posibles ataques.
[16] Pero los detestables fugitivos que nos conducían, cegados por una premura irreflexiva y por el temor de la eventualidad de una persecución, despreciaron tan útiles consejos. Sin esperar el nuevo día, poco después de media noche, emprendimos de nuevo la caminata. Entonces, yo, que no ignoraba el peligro que corríamos, me oculté lo más secretamente posible en medio de la comitiva, entre las numerosas caballerías, para poner a salvo, en lo posible, mi pellejo. Todos se hacían lenguas de mi agilidad. Pero ésta indicaba en mi más miedo que alegría, y recordé que el gamoso Pegaso debe sus alas al temor, y que es muy natural que le representen con este atributo, puesto que brincó y se encaramó por los aires hasta el cielo, huyendo de los mordiscos de la furiosa Quimera.
Por lo demás, todos los pastores que nos conducían iban armados hasta los dientes. Unos con lanza, otros con chuzo, otros con flechas, palos, piedras recogidas por el camino... Algunos blandían estacas afiladas en punta por un cabo. Pero la mayor parte se propusieron espantar a las feroces bestias con antorchas encendidas. Sólo faltaba una trompeta para constituir un verdadero ejército. Pero nuestros temores eran vanos e inútiles; caímos en más terribles abismos. Los lobos, que el tumulto de nuestra tropa o la luz de las antorchas atemorizaron, nos dejaron tranquilos, sin asomar tan sólo una oreja.
[17] Pero en una aldea que atravesamos, por hallarse en nuestro camino, creyeron sus habitantes que nuestra caravana era una partida de ladrones, y disponiéndose a defender sus propiedades, nos soltaron enormes perros de presa, más temibles que todos los lobos y todos los osos del mundo. Azuzándoles y excitándoles, les lanzaron en nuestra persecución. Los perros, enardecidos con el griterío de sus amos y su natural ferocidad, cayeron sobre nosotros, mordiendo furiosamente, bestias y personas. Sus repetidos ataques dieron por resultado dejar a la mayor parte de la caravana patas arriba. ¡Espectáculo lastimoso, más que memorable! En medio de esta furiosa carnicería, saltaban unos sobre los que huían, otros a los que ya no se meneaban, repartiendo mordiscos a todo el mundo. A este terrible peligro sucedió otro más terrible aún. Desde los tejados y ventanas, cayó sobre nosotros una lluvia de piedras, hasta el punto que no sabíamos qué era preferible evitar, los perros que teníamos cerca o las piedras que venían de lejos. Una de ellas vino a dar en la cabeza de una mujer que sobre mí cabalgaba. Con el más vivo dolor empezó a chillar y gemir, pidiendo socorro a su marido, el jefe de la caravana.
[18] Pero él, blasfemando y limpiando la sangre que cubría el rostro de su mujer, se quejaba también desesperadamente: «¿Por qué estas crueles emboscadas contra desgraciados infelices viajeros? ¿Qué daño os hicimos? ¿Vivís en guaridas de fieras o en salvajes bosques, para gozaros derramando sangre?» Apenas dicho esto, cesó la espesa lluvia de piedras, retiráronse los perros y se calmó la tempestad. Uno de los aldeanos tomó la palabra, desde lo alto de un ciprés: «Lejos de ser bandidos y solicitar vuestros bagajes, hemos creído defendernos de vuestro ataque. Hagamos, pues, las paces y seguid tranquilos vuestro camino.» Malparados y chorreando sangre, continuamos nuestro viaje, llevándonos, por recuerdo de tal encuentro, pedradas y mordiscos. Después de largo rato de andar llegamos a un bosque plantado de altos y copudos árboles y tapizado de fresco césped. Nuestros conductores ordenaron el alto para descansar, tomar aliento y curar las heridas. Tendidos sobre la verde hierba recuperaron sus fuerzas y aplicaron diversos remedios a sus males. Unos limpiaban sus heridas con el agua de una fuente que allí cerca corría, otros aplicaban compresas húmedas a sus contusionados miembros. Todos se ocupaban en restaurar su cuerpo.
[19] En estas operaciones les estuvo contemplando un viejo pastor que apacentaba un rebaño de cabras en lo alto de una inmediata colina. Uno de los nuestros le preguntó si quería vendernos leche líquida o queso fresco. Pero él, moviendo la cabeza, nos dijo: «¡Cómo! ¡Pensáis en beber y comer para reparar vuestras fuerzas! ¿Ignoráis, pues, completamente el suelo que pisáis?» Y diciendo esto reunió su rebaño, volvió la espalda y se alejó. Sus palabras y su marcha no turbaron a nuestros pastores. En su inquietud ardían en deseos de saber qué lugares eran aquéllos, mas nadie había allí para explicarlo. De pronto, un viejo de elevada talla, abrumado por la edad, apoyado en un bastón y arrastrando penosamente los pies, se acercó a nosotros. Derramaba abundantes lágrimas y aumentaron sus lamentos al divisarnos. Tocó sucesivamente las rodillas de toda la comitiva, y dijo:
[20] «¡Ojalá lleguéis robustos y alegres a mi avanzada edad, para dicha vuestra! Socorred a un desesperado anciano; arrancad de la muerte a una inocente criatura; devolvedme mi nietecito. Hace un momento que acompañándome en mi paseo ha querido coger un jilguero que cantaba entre la maleza; pero se ha caído en una zanja oculta en el follaje. Ahora está entre la vida y la muerte. Por sus quejidos y gritos llamando al abuelo, deduzco que vive todavía, pero mi debilidad y flaqueza me impiden socorrerle. Vosotros, por el contrario, tenéis edad y vigor convenientes para prestar auxilio a un desgraciado viejo. Este niño es el último de mi familia; es hijo único. ¡Salvádmelo!»
[21] Sus ruegos y la desesperación con que arrancaba sus blancos cabellos, despertaron la piedad de nuestros hombres, y uno de ellos, más joven, atrevido y robusto que los demás (único que salió completamente ileso del precedente combate), levantose presuroso y pide dónde ha caído el niño. El viejo señaló con el dedo unos espesos matorrales y le acompañó a ellos intrépidamente. Entretanto nos habíamos todos animado, nosotros paciendo, nuestros guías curando sus heridas. Todos habían ya cargado con sus paquetes para emprender la marcha, y antes de hacerlo llamaron repetidas veces por su nombre al valiente y compasivo compañero. Inspirando inquietud su tardanza en regresar, salió uno de ellos a buscarle para que viniese a proseguir el camino. Pero a los pocos instantes se presentó este último, pálido como la cera, temblando de espanto, y explicó cosas sorprendentes respecto a su camarada: «Le he visto, dijo, tendido de espaldas, medio comido por un inmenso dragón que junto a él le devoraba. Al miserable viejo no le he visto por ningún lado.» Al saber esta desgracia, recordaron de las palabras del pastor y pensaron que se refería al dragón al amenazarnos con lo peligroso de nuestra estancia. Huyeron, pues, precipitadamente, abandonando este paraje, y nos obligaron a forzar el paso menudeando los palos.
[22] Por fin hicimos alto en una aldea que acababa de ser teatro de una aventura digna de ser referida, y cuya narración empiezo. Hubo un esclavo a quien confió su dueño la gestión de todos sus bienes, incluso una importante propiedad (en que acabamos de alojarnos) que le dejó en arrendamiento. Casose con una mujer, esclava como él; pero se consumía de amores por una mujer de condición libre. Irritada por el criminal comercio que animaba a su esposo, la esclava pegó fuego a todos los documentos que custodiaba su marido y a toda la cosecha guardada en los graneros. Nada escapó de las llamas. No contenta todavía con haber vengado la afrenta de su casa con este desastre, volvió sus airadas manos contra sus propias entrañas. Pasose un lazo alrededor del cuello, ató a la misma cuerda al hijo que había tenido de este hombre, poco tiempo hacía, y arrastrando consigo a la inocente criatura, precipitose en un profundo pozo. Vivamente afligido por tal suceso, hizo el señor prender al esclavo causa de tan grande desgracia, mandó ponerle desnudo, frotarle el cuerpo con miel (de pies a cabeza) y atarle fuertemente a una higuera cuyo carcomido tronco servía de morada a numerosos enjambres de hormigas que en copiosas olas la recorrían en todos sentidos. En cuanto estos insectos percibieron el dulce olor de la miel la emprendieron con su cuerpo a numerosas y continuas picaduras. Así le ocasionaron la muerte entre los tormentos de una lenta agonía, devorando su carne y sus entrañas hasta dejar los descarnados huesos, quedando un esquelelo de repugnante blancura pegado al árbol.
[23] Abandonamos también este detestable paraje, dejando a los vecinos de la aldea sumidos en profundo duelo. Y emprendimos otra vez nuestra marcha hasta que, después de atravesar todo el día interminables llanuras, llegamos, muertos de cansancio, a una importante y populosa ciudad. Allí decidieron definitivamente los pastores instalar sus Penates y sus dioses Lares; en primer lugar, porque se creyeron ya a salvo de los que pudieran perseguirles; luego, por la extraordinaria fertilidad que enriquecía la comarca con todo género de provisiones. Durante tres días nos dejaron descansar (en lo que permite ser animal de carga) a fin de que aparentáramos robustez, y luego nos llevaron a mercado. Todos los caballos y los demás asnos fueron adjudicados a opulentos compradores por el precio que a cada uno asignó en alta voz el pregonero público. Únicamente quede yo como residuo inaprovechable. Y todo el mundo pasaba de largo mirándome desdeñosamente. Algunos querían conocer mi edad por la dentadura, hasta que, harto de ser manoseado, aproveché el momento en que uno de los tratantes me atormentaba las encías por vigésima vez con sus sucios y mal olientes dedos para cortárselos en redondo con mis dientes. Con lo cual todos se apartaron de una bestia tan feroz. El pregonero, por su parte, ronco ya de tanto desgañitarse para venderme, se permitía burlas por el estilo. «¿Cuándo lograremos deshacernos de este mal penco, que apenas se aguanta en sus roídos cascos, de pelo descolorido, que sólo sale de su inconmensurable pereza y de su letargo para hacer locuras y cuyo pellejo apenas es bueno para una criba? Lo mejor será regalarlo al primero que se conforme en alimentar tan estúpido animal.»
[24] Y todo el mundo reía las gracias del pregonero. Pero mi mala fortuna, que no pude abandonar a pesar de haber corrido tantas tierras, sin apaciguar, a pesar de mis repetidos contratiempos, dirigió otra vez sobre mí su ciega mirada. Y se presentó un comprador que fue para ella maravilloso hallazgo para perpetuar mi duro suplicio. Oíd quien era: era un viejo libertino, calvo, con unos pocos cabellos blancos que le formaban bucles; el más innoble pillo salido del barro de la calle: uno de estos miserables que recorren las ferias de las grandes ciudades tocando el címbalo y el triángulo y llevando a cuestas a la diosa Siria que asocian, a la fuerza, a su oficio de pordiosero y saltimbanquis. Este hombre, decidido a comprarme, preguntó de que país era yo. «De la Capadocia, respondió el pregonero, y es un animal muy sólido.» Preguntó por mi edad: el pregonero continuó bromeando: «Un astrólogo que ha calculado su constelación garantiza que sólo tiene cinco años, pero sólo él sabe verdaderamente cuál es su estado civil. Por lo demás, aunque sé que me expongo a los rigores de la ley Cornelia si os vendo un ciudadano romano en concepto de esclavo, compradlo, por lo menos, con esta convicción: es vigoroso, sobrio y sirve para el tiro y para el campo.» A pesar de esto continuaba el comprador menudeando preguntas. Informose, con gran cuidado, acerca de mi docilidad.
[25] El pregonero le tranquilizó: «Estáis contemplando un cordero y no un asno. A cualquier trabajo que se le aplique es un modelo de dulzura: jamás un mordisco; jamás una coz. Verdaderamente diréis que bajo la piel de este asno vive el hombre más apacible. No es difícil de comprobar lo que os digo: poned la cabeza entre sus piernas y reconoceréis fácilmente la gran paciencia de que está provisto.» Así se burlaba el pregonero del libertino viejo, pero éste, conociendo la burla dio señales de viva indignación: «Quiera Dios, viejo esqueleto, exclamó, quiera Dios, estúpido pregonero, que te vuelvas sordo, mudo y ciego! ¡Atiende mis deseos, omnipotente diosa siria, madre de la naturaleza!, ¡augusto dios de Saba!, ¡y tú, Belona!, ¡y tú, divina Cibeles, y tú Venus, señora y dueña de Adonis! Que expíe los groseros sarcasmos con que me ofende hace rato. ¿Crees tú, pedazo de animal, que puedo confiar la diosa a un animal indómito que eche por los suelos esta divina imagen, obligándome así a correr de un lado para otro desesperado, loco, erizados los cabellos buscando un médico para mi diosa tendida en tierra?» Cuando oí estas palabras me decidí a fingir un agudo acceso de rabia para que, viéndome furioso e indomable, renunciara a mi adquisición. Pero el implacable comprador se adelantó a mi pensamiento y pagó mi precio en diecisiete denarios, que el otro aceptó con gran placer por lo mucho que yo le aburría. Atáronme con un cabo y me entregaron a Filebo, que este era el nombre de mi nuevo propietario.
[26] Éste, arrastrando al nuevo servidor que acababa de adquirir, llegó a su barraca y gritó desde la puerta: «Muchachas, ved aquí un hermoso esclavo que acabo de comprar.» Estas muchachas eran un rebaño de gente alegre que empezaron a saltar de gozo y a dejar oír con voz cascada, ronca y afeminada, los más discordantes sonidos, pues creyeron que efectivamente se trataba de algún esclavo que se había procurado para adiestrarle en su oficio. Pero cuando vieron no un buen mozo en vez de una doncella, sino un asno en vez de un muchacho, pusieron mala cara y apostrofaron a su jefe con mil burlas diciendo que no les había traído un esclavo sino un hermoso marido destinado a su uso personal. “¡Cuidado!, añadían, no intentes gozar tú solo de este lindo muchacho. Resérvalo también para nosotras, tus tortolitas.» Insultándole con estas y parecidas palabras, me ataron a una estaca. Con ellos vivía un mozo de gallarda estatura y hábil en tocar la trompeta que habían comprado en el mercado de esclavos con el producto de sus cuestaciones. Cuando salían, acompañaba con su instrumento a los que llevaban a la diosa; pero en la casa se repartían indistintamente todos ellos sus favores. Maravillose al verme en la casa y procurándome abundante pienso me dijo muy contento: «He aquí que has venido para aliviarme en mi penoso trabajo. Procura vivir largo tiempo, complacer a nuestros señores y haz que pueda yo dar descanso a mi fatigado cuerpo! Oyendo esto comprendí las nuevas miserias que me aguardaban.
[27] El día siguiente se vistieron con telas de colorines, se disfrazaron ridículamente y después de embadurnarse la cara con arcilla y pintarse el cerco de los ojos, salieron a la calle, llevando por sombrero pequeñas mitras y envueltos en mantos amarillos, unos de seda, otros de lino. Algunos llevaban túnicas blancas, abigarradas, con rayas rojas y bien ceñidas al cuerpo. Todos ellos usaban zapatos amarillos. Cargaron sobre mí la diosa, envuelta en una tela de finísimo tejido, y recogiendo sus mangas hasta la espalda, levantaron en alto grandes cuclhillos y hachas, brincando como locos, pues el sonido de la flauta excitaba más aún su frenesí. Después de pasar por delante de malas chozas, llegamos a la casa de campo de un opulento propietario y a la puerta de la misma iniciaron el más espantoso escándalo. Entregáronse a fantásticas evoluciones, dejando caer la cabeza atrás, volviendo el cuello en todos sentidos, el cabello suelto al aire y gritando desaforadamente. Se muerden unos a otros y, finalmente, se clavan todos el cuchillo en el brazo. Sin embargo, uno de ellos se distinguía de los demás por sus desordenadas locuras. A cada momento dejaba escapar del pecho profundos gemidos, como si en un momento de inspiración, no pudiese retener el divino soplo que le dominaba, y hacía como si esto le provocase un violento delirio, como si la presencia de los dioses no tuviese por efecto dar bienestar a los mortales y no comunicarles malhumor o enfermedades.
[28] Ved, por lo demás, cómo fueron recompensados sus méritos, gracias a la divina Providencia. Se acusó a si mismo, con mentirosas divagaciones, de haber cometido sacrilegas indiscreciones y anunció que iba a castigar debidamente con sus propias manos tan criminal acción. Tomó un látigo especial, que usan estos degenerados (hecho con cordones de lana retorcidos, que terminan en unos huesos de carnero, a manera de nudos), y con él se azotó enérgicamente, oponiendo al dolor de este suplicio una firmeza verdaderamente maravillosa. Las heridas de los cuchillos y las llagas de los latigazos cubrieron el piso de sangre, cosa que me causaba viva inquietud, pues temí que la diosa extranjera no sintiera avidez de sangre de asno, como hay hombres que apetecen leche de burra. Finalmente, fatigados de destrozarse así, suspendieron tanta carnicería, para recoger en los pliegues de sus vestidos las monedas de cobre y alguna de plata que el público les arrojaba. Algunas almas compasivas les obsequiaron con vino, leche, queso, trigo, harina y cebada para el portador de la diosa. Llenaron los sacos que a prevención llevaban y los endosaron a mis espaldas; de manera que, agobiado por la doble carga, era yo a la vez un granero y un templo ambulante.
[29] He aquí cómo iban explotando la comarca, yendo de una parte para otra. Llegamos a una choza y contentos por la última cuestación, que fue abundante y lucrativa, quisieron celebrarlo con un festín. Con el pretexto de una imaginaria ceremonia religiosa, pidieron a uno de los moradores de la casa el más corpulento de sus corderos, cuyo sacrificio debía servir, según decían, para calmar el hambre de la diosa Siria. Después de dejarlo todo dispuesto para la comida, fuéronse a los baños. A su vuelta trajeron, como convidado, un robusto campesino, cuya talla y vigorosos flancos respondían a sus deseos, y después de probar algunas legumbres, en la misma mesa, estos odiosos libertinos cedieron a las horribles tentaciones que les inspiraba el fuego de una monstruosa pasión. Rodearon al labriego, le desnudaron, le tumbaron de espaldas, y con execrable afán solicitaban sus caricias. Mis ojos no pudieron tolerar por más tiempo tanta abominación. ¡Oh, ciudadanos! Quise gritar. ¡Dios mío! Completamente solo, aislado, pude sólo pronunciar la o, que salió vibrante, es verdad, en el tono de voz que conviene a un borrico, pero con toda la inoportunidad del mundo. Porque los campesinos de la inmediata aldea, a quienes se les había extraviado el día anterior un asno, iban explorando escrúpulosamente todas las posadas y me oyeron rebuznar en la choza. Creyeron que era el suyo, allí oculto, y para recuperar sin vacilación lo que les pertenecía, llegaron improvisadamente, en apretada tropa. Y sorprendieron a mis dueños en flagrante delito, en medio de sus reprobables torpezas. Llamaron a todos los vecinos, para que fuesen testigos de tan escandalosa escena, y en tono zumbón alabaron, como era del caso, el pudor y la castidad de estos sacerdotes.
[30] Consternado a por el escándalo, que divulgado rápidamente por la comarca les hacía justo objeto de aversión y odio, reunieron apresuradamente sus bagajes, y a media noche emprendieron la huida furtivamente. Al amanecer estaban ya lejos y a medio día habíamos alcanzado ya apartadas regiones. Allí decidieron matarme, tras larga deliberación. Me quitaron la diosa que llevaba a cuestas y la dejaron en el suelo, quitáronme los arreos y me ataron a un árbol, y con los látigos provistos de huesos me azotaron tan furiosamente, que llegué a dos dedos de la muerte. Uno de ellos me amenazaba con cortarme las patas, por haber yo ultrajado escandalosamente su pudor, edificante en verdad. Pero los otros, menos por consideración a mí que al simulacro que yacía en el suelo, opinaron que convenía dejarme vivir. Cargáronme, pues, nuevamente con todo el bagaje y lloviendo palos sobre mis costillas llegamos a una importante ciudad. Allí uno de los principales habitantes, hombre devoto y muy respetuoso con los dioses, corrió a nuestro encuentro atraído por el tintineo de los címbalos, el rumor de los tambores y el dulce son de los tímpanos frigios. Ofreció hospitalidad a la diosa, que colmó de votos, nos instaló en su casa, grande y desahogada, e hizo todo lo posible para complacer a la divinidad, obsequiándola con opulentas víctimas.
[31] En esta ciudad recuerdo haber corrido el mayor peligro de mi vida. Un labriego mandó a nuestro huésped, su señor, una pieza de caza: un muslo de un soberbio corzo. Dejáronlo imprudentemente colgado a poca altura detrás de la puerta, y un perro, muy aficionado a la caza se apoderó de él traidoramente, escapando luego sin ser visto. El cocinero, al notar la falta, debida a su descuido, lamentábase y lloraba en vano. Cuando el señor pidió la comida, ¡que desolación!, ¡qué llanto! Ya el cocinero había dado el último adiós a su tierno hijo, y tomando una soga se preparó para ahorcarse, cuando enterándose de ello su mujer arrojó violentamente el funesto nudo. «¿Qué necesidad hay, exclamó, de que este contratiempo te aturda hasta el punto de llevarte a tan fatal resolución? Hay un remedio que la casualidad o la Providencia divina pone a nuestro alcance; ¿no se te acude? Sí; por poca reflexión que te haya dejado el desorden en que te ha sumido este infortunio, préstame atención. Hay en la casa un asno forastero, llévale a un rincón oculto, desgüéllalo y quítale un muslo. Será parecido al que nos han robado; córtalo a rajas, prepara una buena salsa y sírvelo al señor en sustitución del otro.» Al sinvergüenza cocinero le pareció acertado salvarse a costa de mi cabeza, y haciéndose lenguas de la sagacidad de su mujer, afiló sus cuchillos para poner manos a la obra.