Metamorfosis o El Asno de Oro (Vega y Marco)/Libro IX


APULEYO

EL ASNO DE ORO (LAS METAMORFOSIS)

Traducción española de Jacinto de la Vega y Marco

Valencia-Madrid, s.a. (¿1909?)


LIBRO NOVENO


[1] Así armaba sus manos contra mí el desalmado verdugo. Pero ante tal peligro me decidí prontamente, y sin entablar una larga meditación resolví escapar del tormento que me amenazaba. En un abrir y cerrar de ojos rompo la cuerda que me sujetaba y aprieto a correr como un demonio, protegiendo mi retirada con abundantes coces. Veloz como el rayo atravieso la inmediata galería, llego a la sala donde el dueño se regalaba con los sacerdotes de la diosa, saboreando las víctimas sacrificadas, y la mesa, el servicio, sillas y todo junto, vuela por los aires con espantoso estruendo. Tal fue el efecto de mi impetuosa irrupción. Tan irrverente atropello escandalizó al jefe de la familia, que se apresuró a entregarme a uno de sus esclavos, como bestia importuna y desordenada, mandándole que me encerrara en sitio a propósito que no me permitiese turbar en lo sucesivo la tranquilidad de sus festines con parecida petulancia, gracias a esta hábil estratagema logré salvar el pellejo; escapé de las manos del verdugo y me dirigí contento a la cárcel que debía servirme de refugio. Pero ya se sabe; cuando la Fortuna se pone de espaldas nada puede salir bien. No hay consejo prudente ni recurso ingenioso que pueda neutralizar o modificar las disposiciones fatales de la divina Providencia. En cuanto a mí, el accidente que parecía garantizar monientáneamente mi salvación, me puso en peligro de inevitable muerte.

[2] En efecto; mientras los comensales charlaban familiarmente, entró de un modo brusco en la sala, fuera de sí, un joven esclavo con el rostro convulso y dominado por el terror, anunciando a su señor que acababa de entrar por la puerta falsa de la casa, con pasmosa rapidez, un perro rabioso que con gran furor se abalanzó sobre los perros de caza y que pasó luego a la cuadra inmediata arrojándose sobre las caballerías con gran encarnizamiento, sin respetar siquiera a los hombres. «Mirtilo el cuadrero, el cocinero Efestio, Hipatavio el camarero, Apolonio el médico, han intentado echarlo, pero se ha revuelto contra todos furioso, y lo más grave es que sus venenosos mordiscos han comunicado a las bestias su mismo mal de rabia.» Esta noticia les dejó estupefactos. Creyendo que mi precedente acceso de furor era ya debido al contagio del mal, cogen lo primero que les viene a mano y, excitándose unos a otros para darme muerte, se lanzan en mi persecución, más rabiosos que yo mismo. Sin duda, con sus dardos, lanzas y hachas me habrían hecho pedazos, si ante tan tremenda y peligrosa tempestad no invado rápidamente la habitación donde se hospedaban mis dueños. Tras de mí cerraron y bloquearon las puertas esperando que, sin peligro para los combatientes, las ansias mortales de mi pertinaz rabia acabarían mis fuerzas y ocasionarían mi muerte. Sólo así vi asegurada mi libertad, y aprovechando la feliz circunstancia de encontrarme solo, echeme sobre un mullido lecho y descansé romo duermen los mortales, dulzura desconocida para mí desde larga fecha.

[3] Era ya de día cuando me levanté, aliviado de mis fatigas por la suavidad de la cama y lleno de vigor. Los hombres habían pasado la noche en vela, vigilándome, y oí que hablaban de mí en estos términos: «¿Se puede creer que a este miserable asno le duren todavía los ataques rabiosos? ¿Llegado el veneno a su mayor intensidad, no estará ya ahora amortiguado?» Siendo diferentes los pareceres acordaron investigarlo, y mirando por una rendija vieron que me estaba yo tan tranquilo en mi sitio sin dar la menor señal de enfermedad ni de locura. Apresuráronse a abrir la puerta y quisieran asegurarse de mi curación. Pero uno de ellos, un salvador que me enviaban los cielos, indicó a los otros el procedimiento más seguro para certificar mi estado: «Traedle un cubo de agua fresca; si no tiembla, si la bebe sosegadamente estad seguros de que está sano; si, por el contrario, la vista y el contacto del líquido le inspiran aversión y repugnancia, creed que todavía conserva tenazmente la temible rabia.»

[4] Aceptada su opinión, fueron en busca de un cubo que llenaron, en la fuente más inmediata, de cristalina agua y, recelosos, me la ofrecieron. Mas yo, lejos de titubear, me adelanto corriendo nacia ellos, porque me devoraba una ardiente sed, y, hundiendo la cabeza entera en el cubo, apuré en pocos sorbos esta benéfica agua que me devolvía la vida. Pronto me acariciaron con la mano, me tiraron de las orejas, me cogieron por el rabo y me hicieron mil experiencias. Me mostré tan pacífico, que, abandonando su absurda preocupación, reconocieron manifiestamente que yo era un animal de los más tratables.


Escapé, pues, al doble peligro, y el día siguiente recibí otra vez la carga de los sagrados cachivaches y al son de címbalos y cascabeles me puse en marcha para ser de nuevo un mendigo errante. Después de visitar durante nuestro viaje numerosas casas y granjas, llegamos a una gran ciudad construida, según decían sus habitantes, sobre las ruinas de otra que había sido muy rica en sus buenos tiempos. Nos hospedamos en el primer mesón que hallamos, y allí supimos la graciosa historia de un pobre individuo a quien engañaba su mujer. Voy a recrearme contándola.

[5] Érase un pobre demonio, de oficio herrero, que apenas cubría sus más perentorias necesidades con su miserable jornal. Sin embargo, tenía mujer, pobre como él, pero tan excesivamente liviana, que era la comidilla de todo el mundo. Cierto día salió nuestro hombre de madrugada para una obra de que se había encargado y, en cuanto estuvo fuera; deslizose en la casa un atrevido galán, entregándose los dos amantes, con toda seguridad, a los más tiernos debates. El marido, que nada sospechaba, volvió a casa sin que nadie le esperase a tal hora, encontrando la puerta cerrada y corridos los cerrojos. Quedó admirado del talento de su mujer. Llama a la puerta y da un silbido para indicar que era él. Entonces la astuta hembra, acostumbrada ya a estos escamoteos, abandona los amorosos brazos que la retenían y viendo en un rincón un barreño vacío escondió en él a su amante y fue a abrir la puerta. Antes de que hubiese entrado el marido ya le prodigaba los mayores insultos: «¡Es decir, gritaba, que sin trabajar y sin ganar dinero quieres que te cuide, y abandonando tu jornal quieres que vivamos y comamos! ¡Tú quieres que tu infeliz mujer se destroce los dedos a fuerza de hilar lana día y noche para que siquiera tengamos aceite para el candil! ¡Cuanto más feliz no es Dafne, la vecina! Todo el día se pasa bebiendo, se harta hasta reventar y se refocila con mil amantes.»

[6] Viendo este mal recibimiento, respondió el marido: «¿De qué te quejas? Aunque mi amo nos obliga a holgar por incidentes de un pleito, he proveído, sin embargo, a las necesidades del día. ¿Ves este barreño vacío que estorba sin servir para nada? Pues lo he vendido por cinco denarios y aquí me acompaña el comprador para llevárselo, puesto que lo ha pagado ya. Manos a la obra; dadme un golpe de mano para levantarlo y darlo a este hombre.» La mujer, que acababa de discurrir un ardid para salvarse, echó a reír como una loca. ««¡Realmente, dijo, tengo un marido de admirable talento y hombre de negocios! Un trasto que yo, una mujer, he vendido hace días por siete denarios, sin salir de casa, lo vende ahora él por cinco.» Encantado de tal ganga: «¿Quién es, preguntó el marido, el simpático comprador?» Ella respondió: «Hace ya, rato que se ha metido dentro para examinar si tiene algún defecto.»

[7] El pájaro no se hizo el sordo y, saliendo del nido, dijo: «Señora, he de hablaros con franqueza. Vuestro barreño es muy viejo, está tan lleno de rendijas que parece una celosía; apenas se sostiene.» Y volviéndose de cara al marido, afectando no conocerle: «¡Eh!, gritó; camarada, dadme inmediatamente una luz para rascar bien la suciedad que tiene dentro y podamos ver exactamente su estado. No creáis que gano yo mi dinero robándolo.» El confiado marido, modelo de penetración y sutileza, encendió una linterna. «Amigo, dijo al galán, esperad, un momento a que lo limpie como es conveniente.» Dicho y hecho. Desnudose y sirviéndose de la luz empezó a rascar la espesa capa de fango que cubría la madera. Por su parte, el mozo tendió sobre el barreño a la mujer del herrero y allí mismo llenó su cometido con toda seguridad. Ella entretanto hacia mil muecas burlándose de su marido y golpeando con el dedo indicaba el sitio donde debía rascar. Y terminada la doble tarea, el desventurado herrero después de recibir los siete denarios, viose obligado a cargar con el barreño y llevarlo él mismo a casa de su sustituto.

[8] En esta ciudad nos detuvimos algunos días y nuestros sagrados sacerdotes acrecentaron considerablemente sus caudales gracias a la munificencia pública que con espléndidos óbolos premiaba sus profecías.


Por fin imaginaron un nuevo procedimiento para ganar dinero. Eligieron una respuesta única que era apropiada a la mayor parte de los sucesos, y a las numerosas consultas que les dirigían sobre diversas cosas, contestaban siempre con esta broma. El oráculo decía así:

«Quien disponga de bueyes y arados para cultivar la tierra obtendrá buena recolección y buena semilla.»

Les preguntaban la opinión del oráculo acerca de un matrimonio; decían que la respuesta era concluyente: «Que debían someterse al yugo del himeneo y que la buena recolección serían los hijos.» Un hombre que iba a comprar una propiedad consultó a nuestros sacerdotes. El oráculo habló de bueyes, arados, campos sembrados y buenas cosechas. Una persona que debía emprender un largo viaje consultó a la diosa para mayor seguridad: era cuestión de un carruaje con mansos caballos y la buena cosecha señalaba buen éxito. Si le hablaban respecto a un combate o la persecución de una cuadrilla de bandoleros, queriendo saber si la expedición sería próspera o desgraciada, la victoria, según los sacerdotes, era segura, garantizada por el oráculo, porque debía ser subyugada la cerviz del enemigo y ganar un botín abundante y fructífero. De este modo, con la estratagema de esta previsión casuística, ganaron no poco dinero.

[9] Pero habiendo abusado de tal respuesta hasta la saciedad, perdimos la clientela y emprendimos otra vez nuestra peregrinación. ¡Qué camino! El que emprendimos era mucho peor que todos los recorridos anteriormente. Estaba lleno de baches y lodazales; tan pronto nos hundíamos en una charca como resbalábamos en espeso fango. Sólo después de mil tropezones y pasos en falso, que me destrozaban las piernas, llegamos, muertos de fatiga, a un camino llano. De pronto, vemos correr hacia nosotros, persiguiéndonos, numerosa gente armada, que al llegar adonde estábamos detiene sus caballos y se arrojan sobre Filebo y demás compañeros, agarrándoles fuertemente por el cuello y gratificándoles con una lluvia de puñetazos, mientras les llamaban infames y sacrílegos. Les sujetan en seguida con esposas y les obligan a entregar una copa de oro, cuya adquisición les había inducido a cometer un crimen. «Sí, decían; durante la celebración de cierta solemnidad secreta, la robasteis traidoramente de entre los mismos almohadones de la madre de los dioses. Y para evitar el castigo que merece tan gran sacrilegio, habéis escapado furtivamente. Antes de salir el sol estabais ya lejos de la ciudad.»

[10] Uno de los de nuestra pandilla, registró mis bagajes y delante de todos sacó la copa de oro. Pues bien, el descubrimiemto de tan afrentoso sacrilegio no desconcertó ni inspiró el más pequeño temor a mis miserables dueños. Por el contrario, los impostores, echáronse a reír y bromear, diciendo: «¡Ved qué indignidad!, ¡qué desgracia! ¡Siempre se acusa al inocente! Por un vasito ofrecido por la madre de los dioses a su hermana Siria, como obsequio de hospitalidad, estáis sospechando de los ministros del culto y les acusáis gravemente.» Pero en vano se valieron de estos especiosos argumentos y otros por el estilo; los ciudadanos nos hicieron torcer el camino y dieron con nosotros, cargados de cadenas, ante los jueces del país. La copa y la estatua que yo llevaba a cuestas fueron depositados, como objetos sagrados, en el tesoro del templo. En cuanto a mí, lleváronme el día siguiente al mercado y me pusieron otra vez en venta, por mediación del pregonero público. Pagaron por mí siete denarios más de los que le costé a Filebo, y pasé a manos de un molinero, que me cargó en seguida con una partida de trigo que acababa de comprar, y por un camino lleno de agudos guijarros y de zarzales me condujo a su molino.

[11] Pronto vi numerosas caballerías que daban vueltas al malacate para poner en movimiento muelas de varias dimensiones. Aquella máquina andaba día y noche. Pero para que no me espantase el aprendizaje, mi nuevo dueño me trató espléndidamente, en cuanto a habitación y alimento. En efecto, el primer día me lo concedió de descanso y me proporcionó abundante pienso. Pero esta situación de comer y no trabajar duró poco. Al día siguiente, al amanecer, me ataron a la muela mayor, tapáronme los ojos y empece a dar vueltas por una estrecha y tortuosa ranura. Obligado por la forma circular de mi cárcel, iba todo el día pisando mis propias huellas, andando siempre sin avanzar nada. Sin embargo, no había yo perdido mi característica sagacidad y mala fe, y así procuré hacer resaltar mí torpeza en el aprendizaje de mi nuevo oficio. Aunque muchas veces (mientras formaba parte de la especie humana) había visto maniobrar tales máquinas, hice como si no tuviera la menor idea de lo que debía ser mi trabajo, y en vez de dar vueltas me quedaba parado como un estúpido. Imaginé que al verme tan imbécil e inepto para la molienda, me procurarían otro trabajo más ligero o que me mantendrían sin trabajar. Pero este ardid dio resultados negativos. Una serie de individuos, provistos de gruesos palos, colocáronse alrededor de mí y, a una señal convenida, sin que yo sospechase nada, pues tenía los ojos vendados, oyóse gran gritería y empezó a caer sobre mi espinazo un nublado de palos que temblaba el orbe. Esta sorpresa me impresionó tanto que, echando a rodar todos mis cálculos, tiré de la cuerda con todas mis fuerzas y en un momento di no sé cuantas vueltas.

[12] Oí cómo todos se desternillaban de risa al ver mi súbito cambio de marcha. Al caer de la tarde desatáronme de la máquina y me llevaron al pesebre, pues en todo el día no había aún probado bocado. Mas a pesar de mi gran fatiga, a pesar de la apremiante necesidad de reparar mis fuerzas y a pesar del hambre que me devoraba, fascinado por mi habitual curiosidad, desprecié un abundante pienso para examinar detenidamente el gobierno de esta detestable oficina. ¡Dios mío, qué espectáculo! Veía hombres extenuados, encendida la piel por las lívidas señales de latigazos; sus espaldas, acribilladas de heridas, apenas eran protegidas por inmundos harapos; algunos sólo llevaban un delantal que les llegaba a los muslos, y todos iban vestidos de modo que se les veía el cuerpo al trasluz. Tenían letras grabadas en la frente, la mitad de la cabeza afeitada y un grillete en cada pie. Además de la palidez que les desfiguraba, tenían los párpados y pestañas quemados por el humo y el fuego de los hornos; estaban casi ciegos. Y así como los atletas se espolvorean con arena fina antes de la lucha, una harina cenicienta recubría a estos infelices con su indecisa blancura.

[13] En cuanto a mis compañeros, las caballerías, ¿qué diré, o cómo lo diré? ¡Qué pencos! ¡Qué caballos tan demacrados! Alineados alrededor del pesebre comían sólo paja hundiendo en ella hasta las orejas. Su carcomido cuello estaba lleno de purulentas llagas: sus ardientes narices soplaban continuamente por efecto de la tos que les desgarraba. Tenían el pecho estropeado por el continuo trote de la cuerda, y sus flancos, a fuerza de palos, sólo tenían el puro pellejo. Los cascos, a fuerza de dar vueltas a la noria, les habían crecido extraordinariamente y su descarnado cuero estaba cubierto de repugnante sarna. El deplorable aspecto de tal acompañamiento me puso inquieto. Recordé mi precedente condición de Lucio y comparándola a esta extremada miseria, doblaba la cabeza al peso de tanto infortunio. El único consuelo que me hacía soportalble la vida era mi curiosidad innata, y como nadie sospechaba de mí de todo me enteraba. Con mucha razón el divino autor de la poesía clásica griega afirmaba que sólo se obtiene la sabiduría recorriendo muchos pueblos y estudiando sus costumbres. En efecto, yo conservo un recuerdo de gratitud a mi estado asnal, pues con este disfraz y las enseñanzas de la varia Fortuna logré, si no ser un sabio, saber muchas cosas.


[14] Y para demostrarlo he aquí una graciosa historia muy divertida y escabrosa. Empiezo. El molinero que me compro era, por lo demás, un buen sujeto, bastante rico, pero el destino le había dado para esposa una malvada y detestable mujer que le llevaba a mal traer el honor y la casa. Hasta llegué algunas veces a lamentar, en secreto, su triste suerte. A esta pécora no le faltaba un solo vicio. En su alma se habían reunido, como en infecta cloaca, todas las inmundicias. Era maliciosa, cruel, libertina, borracha, pendenciera, terca, tan avara en sus infames rapiñas como pródiga en superfluos gastos, más mala que un veneno y enemiga declarada del pudor. Despreciaba y hollaba las santas deidades y, a manera de religión, simulaba mentiroso culto a un dios que ella decía ser único; indignas hipocresías para engañar a la gente. Constantemente engañaba a su infeliz marido, emborrachábase al amanecer y durante el día se entregaba al primero que llegaba.

[15] Esta criatura me profesaba un odio inmenso. Era todavía de noche cuando ya gritaba desde la cama que atásen a la muela grande al asno recién comprado, y en cuanto salía de su cuarto exigía que me aplicasen una tanda de palos en su presencia. A la hora del pienso mandaba desenganchar los otros animales pero no a mí. Esta persecución aumentó todavía en mí la natural curiosidad que me inspiraba su conducta. Sabía yo que diariamente introducía en su habitación cierto galán que deseaba yo conocer. Pero la venda me tapaba tan bien los ojos que a pesar de mi sagacidad no había manera de observar los desórdenes de esta detestable hembra. Había una vieja que era la confidente de sus liviandades y la mediadora con sus amantes. Todo el día, mañana y tarde, iban juntas. Empezaban almorzando en la misma mesa, bebiendo copiosamente el vino puro que se escanciaban mutuamente y siempre acababan organizando, con infernal malicia, odiosos enredos que volvían loco al pobre molinero. Cuanto a mí, aunque gravemente irritado con Fotis, que al querer hacer de mi un pájaro me convirtió en asno, encontraba por lo menos en mi lastimera deformidad el consuelo (único, por cierto) de oír perfectamente con mis desarrolladas orejas todo lo que se hablaba, aun a cierta distancia.

[16] Un día llegaron a mis oídos las siguientes palabras de la vieja comadre: «¡Qué amante, amiga, has elegido sin consultarme! Pero, en fin, para ti harás. No tiene actividad ni atrevimiento; tu antipático y fastidioso marido le hará temblar como un cordero con sólo fruncir las cejas. Y para postre, su lánguido amor sufre intermitencias que serán para tu vigor un verdadero suplicio. ¡Cuánto más no te valdría llamar a Filesiétero! ¡Éste es un gallardo mozo! Atrevido, generoso e infatigable para burlar las necias precauciones de los maridos. En realidad, sólo conozco a él que sea digno de obtener los favores de nuestras damas. Merece adornar su frente con una corona de oro aunque sólo fuera por la astucia que desplegó últimamente, con sin igual picardía, contra cierto marido celoso. Oye y compara cuánta diferencia va de un amante a otro.

[17] »Tú conoces a Bárbaro, decurión de nuestra ciudad, a quien la gente llama el Escorpión, por su genio adusto y agrio. Se casó con una muchacha de buena familia, extraordinariamente guapa, y, empleando las más sutiles precauciones para guardarla, no la dejaba salir de casa.—Sí, sí, contestó la molinera, la conozco: te refieres a Aretea, mi amiga de colegio.—¿Entonces, repuso la vieja, sabes ya toda la historia de Filesiétero?—Ni una palabra, dijo la otra, y te suplico me la cuentes detalladamente.» La infatigable y parlanchina vieja continuó así: »Viéndose precisado Bárbaro a emprender un viaje, quiso garantizar la virtud de su cara mitad, con todas las precauciones posibles y, al efecto, se valió de su criado favorito Mirmeco, hombre de rara fidelidad. Diole secretas instrucciones y le confió plenos poderes para vigilar a la señora, amenazándole con enterrarle vivo y hacerle morir de hambre si un hombre la tocaba sólo en la ropa. Confirmó sus amenazas poniendo por testigos a todos los dioses del cielo. Mirmeco quedó aterrorizado y Bárbaro emprendió el viaje completamente tranquilo, después de confiar su esposa a un guardia que cumpliría su deber. En efecto, resuelto a evitar una conyuntura desgraciada, Mirmeco no dejaba salir nunca a la señora. Aunque estuviese tranquilamente sentada hilando lana, no se apartaba dos dedos de ella. Por la noche, a la hora del imprescindible baño, iba él junto a ella, pegado, aguantando con la mano el extremo del manto de Aretea, y así llenaba con maravillosa sagacidad la misión de confianza que le habían encargado.

[18] »Pero el galante Filesiétero iba siempre a la que salta, y pronto descubrió la sorprendente hermosura de tal dama. Todo lo que se pregonaba de su virtud, de las excesivas y raras precauciones del marido, sólo sirvieron para enardecerle más y, dispuesto a todo, sin medir dificultades, desplegó todo el arsenal de sus recursos para burlar la tenaz vigilancia de que era objeto la muchacha. Bien sabe él cuan frágil es la fidelidad conyugal, sabe que no hay obstáculos que el dinero no allane, ni puertas (aunque fuesen de duro diamante) que el oro no abra de par en par. Aprovechó un momento de encontrar a solas a Mirmeco para decirle su amor y suplicarle con insistencia que le auxilie un su tormento, puesto que está resuelto a darse la muerte si no puede alcanzar el objeto de sus deseos. «Tu no debes temer nada, le dijo: la cosa es muy fácil; por la noche, a favor de la obscuridad podré entrar y salir de la casa ocultamente.» »A estos persuasivos argumentos y otros parecidos, añadió el siguiente; era la vigorosa cuña que iba a hender violentamente el firme corazón del esclavo. Enseñole un puñado de monedas de oro, nuevas y relucientes. «Veinte, añadio, son para tu señora y diez para ti.»

[19] Mirmeco estremeciose a tal proposición, se tapó los oídos y echó a correr. Pero el brillo del oro había subyugado ya su pensamiento. Aunque se había alejado rápidamente camino de su casa, veía aún los destellos del oro y en su imaginación lo apreciaba como suyo. Su cabeza vacilaba; los más incoherentes y contradictorios pensamientos lo condenaban a una pesadilla de crueles incertidumbres; por un lado el deber; por otro el dinero; por una parte el remordimiento; por otra el placer. Por último, venció el dinero. No pasaba un solo instante sin aparecérsele el recuerdo de la tentadora moneda. Aun por la noche sentíase incitado en sueños a la riqueza y, aunque las amenazas de su amo le retenían en la casa, el oro le tentaba a salir. Por ultimo, abjuró de su honor, y suprimiendo toda vacilación, fue mediador con su dueña de las pretensiones del galán, y ella, lejos de desmentir la natural debilidad de su sexo, sacrificó muy pronto su pudor al execrable metal. Loco de alegría, cuando acababa de prostituir para siempre su fidelidad, se impacientaba Mirmeco para recibir, y aun sólo para ver el oro, que para desgracia tuya le había rendido. Corrió a notificar a Filesiétero el cumplimiento de sus deseos, gracias al gran interés que por su causa ha tomado, y reclama, luego, la prometida recompensa. Y Mirmeco, que no conocía la moneda de cobre, vio sus manos repletas de oro.


[20] »Llegada la noche le acompañó a la casa, e introdujo al atrevido galán en la misma habitación de su señora. Apenas hubieron consagrado sus primeros arrebatos a la diosa Venus; apenas, como aguerridos soldados, empiezan el amoroso combate, cuando llega improvisadamente el marido, valiéndose de la oportunidad de la noche. »Llama a la puerta, grita, golpea con una piedra, y creciendo sus sospechas con la tardanza en abrir, amenaza a Mirmeco con espantosos suplicios. Éste, ante tal contratiempo, se vuelve loco, sin saber qué decisión tomar y discurre, por fin, el único pretexto posible; con la obscuridad no acierta a encontrar las llaves que tan cuidadosamente guarda ocultas. »Durante este tiempo, Filesiétero, que se enteró del enredo, ha vestido rápidameote su túnica y sale de la habitación, olvidando los zapatos en su precipitada huida. Entonces, Mirmeco pone la llave en el cerrojo, abre la puerta y recibe a su amo, que echando sapos y culebras se dirige veloz al dormiiorio. Filesiétero lo aprovecha para escapar y Mirmeco, una vez fuera el amante, tranquilo ya completamente, fue a acostarse.

[21] »En cuanto amaneció saltó Bárbaro de la cama y, ¿qué ve debajo? Un zapato desconocido; el de Filesiétero. Con este descubrimiento recela lo ocurrido y sin decir nada a su mujer ni alborotar a nadie toma las sandalias y las oculta secretamente bajo su capa. Se contenta con ordenar a los otros esclavos que aten a Mirmeco y le arrastren a la plaza pública. Luego, dominando su odio, se fue presuroso a encontrar al amante, que descubrió sin dificultad con el indicio de las sandalias. Y he aquí a Bárbaro dando vueltas por las calles, furioso, frunciendo las cejas, colérico. Tras él, atado de pies y manos, sigue Mirmeco, que a pesar de la ausencia de flagrante delito, se sentía recriminado por la negra conciencia y pretendía inútilmente excitar la piedad con abundantes lágrimas y desesperados suspiros. En esto acertço a pasar Filesiétero y aunque preocupado en aquel momento por otras ideas, le llamó la atención tan imprevisto espectáculo. Y lejos de perder la serenidad recordó al punto su descuido y comprendió las consecuencias qua iba a traer, revistióse de su habitual serenidad, apartó a los esclavos y se abalanzó sobre Mirmeco obsequiándole con una serie de puñetazos: «¡Hola, ladrón, le decía; bien está que tu dueño y todos los dioses del cielo, que has invocado tan inicuamente en tus perjurios, te den la afrentosa muerte que tan merecida tienes! Ayer en los baños me robaste las sandalias. Sí, bien has merecido el suplicio que te atormenta.» Engañado como un cordero por la hábil estratagema del audaz amante, Bárbaro cayó en la más absoluta credulidad. Volviose para casa, llamó a Mirmeco y le dijo; «Toma las sandalias, te perdono la mala acción y corre a devolverlas a su dueño.»

[22] Todavía duraba la charla de la vieja cuando le interrumpió la molinera. «¡Feliz la que posee un amigo tan osado y sereno en el peligro! Desgraciadamente, el mío se atemoriza con el solo ruido de la muela y con la presencia de este roñoso asno.» A lo que respondió la vieja: «Pues bien, ya haré yo las diligencias necesarias y animaré al otro, que es muy atrevido, a, que acuda a una cita.» Y prometiendo volver por la noche sale de la habitación. La púdica esposa se dispone a preparar una comida digna de los sacerdotes salios; saca vinos añejos, confecciona un excelente guisado de carne fresca, provee abundantemente la mesa y espera al nuevo galán como si esperase la aparición de un dios. Precisamente aquel día su marido no comía en casa. Llegado el mediodía obtuve yo, esclavo momentáneamente en libertad, un instante de descanso para consumir el pienso, y en verdad más me alegraba de tener los ojos descubiertos y poder contemplar todas las maniobras de la culpable hembra que del alivio de mi trabajo. Cayó finalmente el sol en las profundidades del Océano para ir a alumbrar desconocidos países y llegó acompañado de la indecente vieja el temerario amante. Parecía un niño; sus redondeadas mejillas estaban pintadas de un tierno color rosado; prodigaba también delicias a los galanes. Después de recibirle con profusión de besos invitole la dueña a probar los manjares que había, preparado ella misma.

[23] Pero apenas inician el brindis de la bienvenida, apenas empiezan a saborearlo, cuando llega el marido, mucho más pronto de lo que era de suponer. La virtuosa esposa vomitó contra el una tempestad de imprecaciones e insultos hasta desear que se hubiese roto una pata por el camino. El galán, más muerto que vivo, no tenía una gota de sangre en las venas. Casualmente había allí una criba de madera que servía para limpiar el trigo, y la mujer escondió debajo de ella al amante. En seguida con todo su cinismo disimuló tan infame maniobra, y afectando en su rostro la mayor calma preguntó a su marido por qué había abandonado la comida de su buen amigo y había vuelto tan temprano. Él, suspirando dolorosamente repetidas veces, exclamó: «No he podido soportar más tiempo la abominable y criminal conducta de su impúdica esposa y he huido para no ver tal espectáculo. ¡Dios mío! ¡Cómo es posible que una madre de familia tan fiel y hacendosa se haya manchado con tal vergüenza! No, lo juro por la diosa Ceres; lo he visto y todavía no creo semejante escándalo.» Excitada por las palabras de su marido, picose la curiosidad de la molinera; no paró de aturdirle para que le explique punto por punto toda la historia sin dejar detalle alguno. El hombre tuvo que ceder y sin sospechar los escándalos de su propia casa explicó de este modo los que ocurrían en la del vecino:

[224] »Mi amigo el batanero tenía una mujer de una virtud a toda prueba (al parecer): sólo se hablaba de ella en tono de alabanza y decíase que gobernaba la casa como esposa ejemplar, cuando un secreto capricho la hizo enamorarse de cierto galán a quien concedía sin cesar secretas entrevistas, y en el mismo momento en que saliendo del baño íbamos a sentarnos a la mesa se estaba entregando ella a los más apasionados deportes con su amante. Turbada con nuestra presencia salió del paso escondiendo al individuo debajo de un armazón de cañas puntiagudas. Era una de estas máquinas que sirven para exponer los trapos al sol después de blanquearlos con azufre. Seguro ya su galán (por lo menos así lo creyó ella) vino tranquilamente a sentarse con nosotros. Pero el olor acre y penetrante del azufre ahogaba al otro y el vapor que se desprendía de los trapos le asfixiaba. Y el azufre, como se sabe, tiene la propiedad de provocar frecuentes estornudos.

[25] Al primero que oímos, como salía en dirección de la mujer, figurose el marido que ella lo había hecho y, seriamente, la saludó con las palabras de rúbrica. Repitiose de nuevo varias veces hasta que el hombre, ante tanta insistencia comenzó a escamarse. Levántase de la mesa, retira trapos y cañas y sale un individuo medio asfixiado. Vivamente indignado ante tal ultraje púsose a gritar:—¡Una espada, por favor, una espada; voy a destrozar a este miserable! ¡Tiene que morir! Con gran trabajo sosegué su furor, haciéndole ver lo peligroso de la situación y asegurándole que su rival pronto moriría por efecto del azufre sin necesidad de violencia por nuestra parte. Calmado mas por la necesidad del caso que por mis discursos, pues el otro estaba casi muerto, le arrastró hasta la esquina de la calle. Entonces hice ver a su mujer la conveniencia de ausentarse momentáneamente de la casa y vivir en la de una de sus amigas hasta que hubiese pasado el colérico arrebato de su esposo. En esto, éste estaba dominado por tanta rabia que con seguridad meditaba algún trágico golpe contra su mujer y contra él mismo. Esta odiosa escena me ha hecho escapar de la mesa de mi amigo y regresar a la mía.»

[26] Durante la narración del molinero, la mujer increpaba duramente a la mujer del batanero: «¡Malvada, decía; ¡indecente!, ¡escándalo y vergüenza de nuestro calumniado sexo. ¿Cómo? ¡Sacrificar su honor! ¡Hollar los sagrados derechos del matrimonio! ¡Manchar el lecho conyugal con repugnantes torpezas! ¡Renunciar a su rango de mujer legítima para tomar el de prostituta! ¡Sí, añadía; semejantes mujeres deberían morir en una hoguera!» Y entretanto, inquieta por los secretos tormentos de su impura conciencia y para librar pronto a su amante de la cruel prisión, excitaba con frecuencia a su marido a que se acostase, con pretexto de ser ya tarde. Él, por el contrario, hambriento por la interrumpida cena, inistía en acercarse a la mesa. Ella le sirvía la comida bien a pesar suyo. ¿Por qué? ¿Porque lo tenía preparado para otro? Sentía yo desgarrarse cruelmente mi corazón pensando en el criminal comportamiento de esta detestable mujer antes y durante su infamia. Discurrí con ansiedad un procedimiento para auxiliar a mi dueño descubriendo los líos de su mujer. ¿Si intentaba, mientras el otro estaba sepultado bajo la criba como una tortuga, levantar la concha y dejarle al aire libre?

[27] Mientras así lamentaba yo como propia deshonra la que afectaba a mi amo, vino en mi auxilio la divina Providencia. Llegó la hora en que un viejo, cojo, encargado de las bestias, se dispuso a conducirnos a un abrevadero próximo. Este incidente me proporcionó ocasión para vengarme. Porque al pasar yo cerca del escondido galán vi que asomaba los dedos por debajo de la criba y sin compasión alguna apoyé mi casco fuertemente sobre ellos, dejándolos hechos una tortilla. Fue tan intolerable el dolor que sufrió el infeliz, que estalló en un desesperado grito y echó la máquina lejos de sí. Quedó al descubierto junto con las estratagemas de la desvergonzada mujer. El molinero, sin embargo, aparentó no dar gran importancia a la cosa. Y mientras el mozo temblaba, pálido de espanto, él le tranquilizaba con la mayor serenidad y las más amigables palabras. «Hijo mío, le dijo; no temas ningún mal trato de mi parte. No soy ningún salvaje ni ningún bárbaro sin educación. Yo no haré que te asfixies, como hizo mi amigo, con los mortíferos vapores del azufre. No usaré de mis derechos y no aprovecharé la severidad que me ofrece la ley de adulterios para hacer objeto de una mortal acusación a tan amable y guapo mozo. Pero quiero que repartas tus favores entre mi mujer y yo. No entablo, pues, una demanda de separación; por el contrario, pido comunidad de bienes para que, sin disgustos ni discusiones, tengamos una cama para los tres. Siempre he vivido en perfecta armonía con mi cara mitad y siempre hemos tenido los mismos gustos y aficiones. Y estos principios no permiten que la mujer resulte favorecida en perjuicio del marido.»

[28] Y con esta proposición amorosa y sarcástica a la vez, condujo a su habitación al galán, que, alelado, no se daba cuenta de lo que ocurría. Encerró a su casta esposa en otro departamente y quedando a solas con el mancebo cobró con placeres lo que había pagado con el honor. Pero en cuanto el brillante carro del Sol trajo al nuevo día, llamó a dos robustos criados y mandó sostener en alto al muchacho, mientras él le azotaba con un látigo: «¡Muy bien, muy bien!, le decia; ¡en tu tierna y delicada juventud niegas a los amantes la flor le tu nubilidad para correr tras de las mujeres! ¡Buscas las casadas; turbas los matrimonios sancionados por la ley y aspiras antes de tiempo al título de galán! Y después de decirle estas y otras semejantes palabras, cruzado a latigazos, mandó echarle a la calle. Este modelo de galán intrépido pagó su atrevimiento con la fatiga de su cuerpo, que sufrió repetidos asaltos hasta quedar derrengado. A la molinera le prohibió su marido la entrada en su casa.

[29] Pcro ella, cuya innata picardía fue excitada y exasperada con tan merecida afrenta, recurrió a su refinada astucia y a los ardides propios de su sexo. A fuerza de pesquisas dio con una hechicera que gozaba fama de disfrutar, por medio de sus oraciones y maleficios, un poder ilimitado. Logró de ella la promesa de que se realizaría uno de sus deseos, después de insistentes ruegos y numerosos regalos. Le aseguró que apaciguaría a su marido y les reconciliaría, y que, si esto no era posible, se valdría de un espectro o de una maléfica deidad para torturarle hasta causarle la muerte. Y la hechicera, cuyo poder se extendía basta los dioses, puso en juego los primeros recursos de su abominable industria. Intentó dominar el corazón del ultrajado esposo y despertar en él nuevo amor; pero salieron fallidas sus esperanzas. Indignada contra sus divinidades y estimulada por el fracaso, que no respondió a su salario, comenzó a amenazar la cabeza del desgraciado, suscitando contra ella la sombra de una mujer que murió de muerte violenta.

[30] Pero tal vez, escrupuloso lector, detendrás mi historia con esta pregunta: «¿Cómo es posible, asno malicioso, que viviendo recluido en el molino pudieses averiguar lo que hacían aquellas mujeres en el mayor secreto.» ¡Bien! Discurrid de qué manera mi curiosidad, humana, con forma de asno, me dio los medios de conocer todas las maniobras que se llevaron a cabo para perder a mi molinero. Era mediodía, poco más o menos, cuando se presentó súbitamente en el molino una mujer desfigurada por las lúgubres vestiduras de los acusados y por una profundísima tristeza. Apenas la cubrían miserables harapos; los pies desnudos y descalzos, pálida como la cera y delgada como un espectro. Una desordenada cabellera, blanqueada por inmunda ceniza, ocultaba casi toda su cara. Esta mujer apoyó suavamente su mano sobre la espalda del molinero y como si debiera confiarle algún secreto lo hizo subir a solas a su habitación. Cerraron tras si la puerta y estuvieron juntos largo rato. En esto acabose de moler todo el grano que nos había dejado, y subieron los esclavos a la habitación para pedir órdenes respecto a lo que se debía hacer. Pero en vano le llamaron a grandes voces repetidas veces; nadie respondía. Golpearon reciamente la puerta y advirtiendo que el cerrojo estaba cuidadosamente corrido sospecharon que algo grave y funesto podía ocurrir, y para salir de su impaciencia hicieron saltar la puerta con vigoroso esfuerzo; abrióse la habitación. La mujer había desaparecido, pero el molinero estaba ahorcado colgando de una viga del techo y muerto ya. Quitáronle la soga del cuello, le examinan, y entre suspiros y lágrimas lavan cuidadosamente su cuerpo por última vez. Hechos los obsequios fúnebres le acompañaron a la sepultura seguido de numeroso séquito.


[31] El día siguiente vino desolada, desde un cercano pueblo donde vivía casada, la hija del difunto. Dio señales del más vivo dolor, tirábase de los cabellos y aporreábase el pecho. La infeliz había sabido la catástrofe sin que nadie se lo participara. Se le apareció en sueños la deplorable imagen de su padre teniendo todavía la soga al cuello, y le había explicado detalladamente la criminal conducta de su madrastra, sus adulterios, sus maleficios y su descenso a los infiernos, víctima de un espectro. Después de entregarse largo rato a una lamentable desesperación, fue sosegada por las palabras de sus amigos y puso término a su dolor, y efectuadas en la tumba las solemmdades de ritual, entró en posesión de la herencia de su padre a los nueve días de su muerte. Vendió los esclavos, el mobiliario y las bestias de carga y todo se dispersó según el capricho de un indiscreto reparto.


Yo fui vendido por cincuenta denarios a un pobre jardinero de baja categoría. Decía este que el precio era exorbitante, pero que confiaba que entre los dos ganaríamos lo necesario para ir comiendo.

[32] Creo del caso exponer los detalles de mi nuevo estado. Por la mañana iba todos los días aplastado bajo una enorme carga de legumbres a la vecina ciudad, guiado por mi amo. Los vendedores compraban la mercancía, y, una vez cobrada subía a mis lomos y regresábamos al jardín. Mientras él cavaba, regaba y se entregaba a las ddemás faenas de su oficio, gozaba yo de un agradable reposo, pero cuando la ordinaria revolución de los astros nos trajo, a fuerza de días y meses, una nueva estación e hizo suceder a las deliciosas vendimias de otoño, el húmedo Capricornio; cuando llegó el invierno con sus fríos, sus coutinuas lluvias y sus largas noches, fue ya la cosa muy distinta. Atado al raso, en una cuadra sin cobertizo, sufrí incesantemente los rigores del frío. Mi amo, por su excesiva pobreza, no podía procurarse para sí (y por lo tanto mucho menos para mí) un miserable haz de paja ni la más débil techumbre. Toda su guarida era una mala choza de hojarasca. Por la mañana, pisaba yo un fango frío y verdaderas agujas de hielo que me causaban penosos dolores. Me faltaba el ordinario sustento con que llenar la tripa, pues si bien comía yo lo mismo que mi amo, los dos corríamos mucha hambre. Era nuestra ración algunas lechugas amargas ya espigadas, enjutas como madera, y con las podridas hojas que olían a barro.

[33] Cierta noche un propietario de la vecina ciudad que no pudo llegar a ella por la obscuridad del cielo y por haberle extraviado el camino una furiosa tormenta, detúvose en nuestro pequeño jardín con su caballo, que no podía dar un paso más. Acogido con la benevolencia que requería el caso, halló en nuestra casa, si no delicada hospitalidad, el dulce reposo que tanto necesitaba. Quiso remunerar la amabilidad de su huésped prometiendo darle algunas provisiones de trigo, aceite y dos tinajas de vino de sus posesiones. Mi amo aceptó y no se hizo esperar. Llevando consigo un saco y pellejos vacíos montó sobre mí y emprendió el viaje, largo de sesenta estadías. Recorrido el camino llegamos a la propiedad referida, y mi dueño, acogido con afable hospitalidad, sentose a una excelente mesa. Mientras los dos comensales estaban frente a frente copa en mano, ocurrió un maravilloso prodigio. Una de sus gallinas del corral empezó a correr y cacarear, como si fuese a poner el huevo. Mirola su amo y dijo: «Buena muchacha; ¡no se puede tener ya mayor fecundidad! ¡Tiempo ha que nos engordas con tu cotidiano tributo! Ahora trabajas para procurarnos agradable merienda.» Y anadió: «Muchacho, toma el cesto que sirve de ponedero y ponlo en el sitio de costumbre.» Cumplió el criado la orden del amo; pero la gallina, desdeñando el puesto donde iba ordinariamente, fue a depositar a los mismos pies de su dueño su fruto prematuro; fruto capaz de causar la más viva inquietud. En efecto, no era un huevo como de ordinario, sino un pollo ya formado, con sus alas, su pico, sus ojos y su grito; al punto se fue tras de su madre.

[34] Además de este primer prodigio ocurrió otro mucho más notable, que dejó a todo el mundo con la sangre helada en las venas. Bajo la misma mesa que sirvió para el festín, abriose la tierra profundamente y manó un abundante surtidor de sangre que salpicó la mes e inundó la habitación. En el mismo instante en que, inmóviles de espanto contemplaban este presagio divino, llegó corriendo a la bodega un criado, anunciando que todo el vino de la misma estaba hirviendo a grandes borbotones en las cubas, como si tuviesen fuego debajo. En esto aparecieron unas comadrejas que sacaban de su agujero, con los dientes, una serpiente muerta, un perro de presa que arrojaba de su garganta una rana verde; y este perro embestido por un carnero que estaba a su lado, fue estrangulado por él de un solo mordisco.

 Tantos y tan extraordinarios prodigios lanzaron indecible espanto en el alma del dueño, y se apoderó de toda la casa un miedo que llegaba al estupor. ¿Por dónde empezar? ¿Por dónde acabar? ¿Qué expiación era adecuada para apaciguar las amenazas de los irritados dioses? ¿Cuántas y cuáles víctimas era preciso sacrificar? 

[35] Mientras todos, esperando una inmensa catástrofe, permanecían helados de espanto, llegó, corriendo, un esclavo, anunciando los mayores, los últimos desastres de la familia. Hay que saber que el dueño de esta casa tenía tres hijos ya crecidos, muy instruidos y bien educados; eran el orgullo de su existencia. Estos adolescentes estaban unidos por antigua amistad con el pobre propietario de una modesta choza, que estaba lindante a los grandes y magníficos dominios de un joven señor, rico y poderoso, pero que abusaba de su opulenta posición y de su elevado origen. Tenía vara alta en todas las cuestiones y hacía en todo lo que mejor le acomodaba. Para su humilde vecino era un encarnizado enemigo. Le exterminaba las ovejas, le robaba los bueyes y le dedtrozaba las mieses antes de madurar. Después de echarle a perder la cosecha, quiso echarlo de su humilde morada y pretextando una equivocación en las lindes, pretendió apoderarse de todo su terruño. Entonces, el campesino, hombre, por lo demás, muy respetuoso, viéndose despojado por la avaricia del rico, resolvió defender la herencia de sus padres, para disponer siquiera en ella su tumba, y, justamente alarmado, suplicó a varios de sus amigos que declarasen como testigos en el asunto de los límites. Entre otros, concurrieron los tres hermanos, que fueron a socorrer a su amenazado amigo en la proporción de sus fuerzas.

[36] La presencia de tantos ciudadanos no inspiró, sin embargo, el menor temor o confusión a aquel déspota. Lejos de desistir de sus ambiciosas pretensiones contestaba con gran insolencia a las peticiones más justas. Mientras el labriego le dirigía humildes súplicas, procurando calmar con la dulzura su arrebatado carácter, respondía bruscamente: «Juro por mi cabeza y las de los seres que más quiero, que nada me importa la presencia de todo este acompañamiento. Ordenaré a mi gente que cojan al importuno vecino por las orejas y le echen lejos de su barraca.» Estas palabras colmaron la indignación de cuantos las oyeron, y sin vacilar, uno de los tres hermanos le respondió con entereza, que en vano fiaba en sus riquezas para amenazar con tanta altivez y tiranía porque los pobres siempre hallan en la imparcialidad y justicia de la ley, auxilio y protección contra la insolencia de los ricos. Fue esto echar aceite al fuego, azufre a una hoguera o poner un látigo en manos de una Euménide. Creció su cólera y púsose frenético hasta la locura. «Pues bien, dijo, os haré ahorcar a todos y a todas las leyes con vosotros.» Tenía perros de presa y mastines tan corpulentos como valientes, habituados a roer las fieras del bosque y educados en embestir a los viajeros que por allí pasaban mordiéndoles indistintamente; azulolos contra sus rivales y dio orden de soltarlos. En cuanto oyeron los gritos de los pastores precipitáronse enardecidos y furiosos, ladrando rabiosamente sobre los infelices. Destrozáronles con sus mordiscos hasta hacerles pedazos. Sin perdonar a los que huían, les persiguieron encarnizadamente.

[37] En medio de la terrible carnicería de la aturdida gente, el menor de los hermanos tropieza con una piedra y cae al suelo, siendo atacado por los creules e implacables dogos que, lanzándose sobre él, despedazan horriblemente al desgraciado muchacho. Al oír sus dos hermanos sus quejidos de muerte, corren en su auxilio, le protegen con sus capas y disparan una lluvia de piedras sobre los perros, pero no pudieron ahuyentar la feroz jauría. Y el infortunado joven sólo pudo pronunciar estas palabras: «Vengad en este abominable rico la muerte de vuestro hermano menor», y expiró en seguida, destrozado. Entonces los dos hermanos sin meditar lo peligroso de la empresa se dirigen contra el rico, embistiéndole valientemente a pedradas; mas éste, diestro en el combale por la práctica de sus numerosos lances, ciego de ira, dispara su arco y clava flecha en mitad del pecho de uno de los hermanos, el cual, muerto ya y enteramente inanimado, manteníase en pie, pues la flecha después de atravesarle el pecho fijó su punta en el suelo por la violencia del golpe y mantuvo firme con su rigidez al cadáver. Unos de los más vigorosos y atléticos esclavos del asesino vino a prestarle ayuda y vio a lo lejos el brazo del tercer hermano disparando una piedra; pero no llegó a soltarla, sino que con estupefacción de todos cayó sin fuerza a sus mismos pies.

[38] El muchacho aprovechó hábilmente esta circunstancia para llevar a cabo su venganza. En efecto, fingiendo tener fracturada la muñeca dirigiose al indigno rival, exclamando: «Goza con la destrucción de toda mi familia; la sangre de tres hermanos satisfará tu insaciable crueldad; los asesinados ciudadanos serán para ti un glorioso triunfo, pero sabe por lo menos que, si privando de sus bienes a un desgraciado has extendido los límites de tu dominio, no evitarás nunca el tener vecinos. ¿Por qué esta mano derecha, abatida por el injusto destino, que ciertamente iba a cortarte la cabeza, ha caído, ¡Dios mío!, inanimada?» Estas palabras exasperaron al irascible tirano, toma su espada y se arroja furioso sobre su enemigo, para rematarle con su propia mano. Pero no era el otro menos vigoroso que él, presentándole una firme resistencia que estaba muy lejos de esperar. En efecto, el superviviente de los tres hermanos le cogió por la mano derecha con extraordinario vigor y blandiendo con energía la espada, descargó tan impetuosos golpes sobre el odioso rico, que en breve dejó de vivir. Y el vengador, para no caer en manos de los siervos de su rival, que acudían presurosos a auxiliarle, espada en mano, hundiose la suya profundamente en la garganta.

Estos eran los reveses presagiados por los monstruosos prodigios. En medio de tan horrible catástrofe, no pudo el anciano proferir una sola palabra, ni derramar una sola lágrima. Pero cogiendo un cuchillo que le había servido para cortar el queso durante la comida, se lo hundió repetidas veces en el cuello, a semejanza de su desgraciado hijo, hasta que, cayendo de espaldas sobre la mesa, hizo desaparecer las gotas de sangre profética con los borbotones de la suya. 


[39] Tales fueron los desastres que en breve tiempo aniquilaron una familia entera. El jardinero, mi dueño, deplorando este contratiempo y gimiendo amargamente por la fatalidad que le perseguía, pagó su escote con lágrimas, y saltando sobre mí emprendió el camino de su hogar con las manos vacías. Pero el regreso también llevó consigo sus aventuras. En efecto, un individuo de elevada talla, soldado de una legión, según indicaba su traje y sus modales, vino a nuestro encuentro y preguntó al jardinero, en tono irrogante y soberbio, adonde llevaría este asno sin cargea alguna. Mi amo, con la emoción de lo que acababa de presenciar y su ignorancia del latín, pasó de largo sin contestar. El soldado no pudo sufrir tan insolente familiaridad y disgustado de este silencio, que parecía un desdén, tomó un tronco de vid y le soltó con é tal porrazo, que dio con su cuerpo en el santo suelo. El jardinero decíale humildemente que no le había contestado por desconocer su idioma y no haberle entendido. El soldado preguntole entonces en griego adonde conducía aquel asno, y el jardinero dijo que iba al inmediato pueblo. «Pues, por ahora, dijo el otro, yo necesito de sus servicios; tiene que venir conmigo a la ciudadela para transportar, con otras caballerías, los bagajes de nuestro jefe.» Y tirándome de las riendas me llevó hacia sí. El jardinero, reteniendo la sangre que le manaba de la herida, le suplicó que obrase más cortésmente y atento con un antiguo soldado. «Os conjuro, le decía, por vuestras más felices esperanzas; este asno no sirve ya para nada; está minado por una repugnante enfermedad; apenas puede llevar un puñado de legumbres desde mi jardín a la casa; en seguida está fatigado y ya se ve que no tiene resistencia para cargas considerables.»

[40] Pero viendo que nada alcanzaba con súplicas y que el soldado, dispuesto a no soltarme, empuñaba de nuevo la cepa, tomó una decisión extrema. Fingió querer abrazarse a sus rodillas en ademán de súplica; arrodillose, encorvose y asiéndole los pies lo levantó en alto y le dejó caer de espaldas. Sin perder momento, le desfigura el rostro y le magulla el cuerpo a puñetazos, mordiscos y pedradas. El otro, tendido boca arriba, no pudo resistir ni defenderse, pero soltaba tremendos juramentos y amenazas para cuando pudiera levantarse. El jardinero se previno quitándole el sable, lo echó tan lejos como pudo y continuó aporreándole. Molido, aplastado, recurrió al único ardid que le quedaba; fingiose muerto. Entonces el jardinero tomó la espada, saltó sobre mí y a galope tendido dirigiose al pueblo. Sin preocuparse en visitar su jardín, se apeó en casa de un amigo y le explicó lo ocurrido suplicándole que le auxiliara dejándole ocultar a él y al asno en su casa durante algunos días, para escapar a la persecución de la justicia. El amigo, llevado de su antigua amistad, le acogió con interés. Por medio de una cuerda me izaron en lo alto de la casa con las piernas atadas. El jardinero, en el piso bajo, se escondió dentro de un cesto que taparon luego perfectamente.

[41] Pero el soldado, según supe más tarde, levantose de su largo sopor y apoyándose en un bastón, vapuleado y jadeante, llegó a la ciudad. El amor propio le impidió explicar a nadie su vergonzosa derrota; pero, devorando en secreto su injuria, confió finalmente su desgracia a algunos compañeros íntimos. Decidiose que estuviese oculto algunos días sin ver a nadie, porque, además de su afrenta personal, temía, por el extravío de su espada, el castigo a esta infracción de las leyes militares. Los soldados se ocuparon en descubrir nuestras huellas y tomar venganza completa. Un traidor vecino les dio a conocer nuestro escondite. Llamaron al juez, y fingiendo haber perdido un precioso vaso de plata perteneciente a su jefe, declararon que el jardinero lo había encontrado y que, para no devolverlo, se había ocultado en la casa de un amigo. Los magistrados, al saber el valor del objeto perdido y el nombre del jefe militar, vinieron a nuestro asilo y ordenaron a nuestro protector, en alta voz, la entrega inmediata del culpable; de lo contrario caería sobre él el peso de las leyes. Pero el dueño de la casa, preocupándose solamente en salvar a su amigo, negó firmemente la acusación, afirmando no haber visto al jardinero desde mucho tiempo. Los soldados, por su parte, aseguran, por la salud de su rey, que allí está oculto y no en otra parte. Los jueces deciden registrar la casa para ver quién miente. Los oficiales de policía recibieron orden de entrar en la casa y recorrer todos los rincones. Declararon no haber encontrado hombre ni asno alguno.

[42] Los soldados insistieron nuevamente, por la cabeza del emperador, en jurar que decían verdad; el otro persistiendo en su negativa y poniendo a los dioses por testigos. Estas disputas, el barullo y el escándalo llegaron hasta mí, que estoy dominado, como ya sabéis, por una curiosidad y una indiscreción continuas y que siempre estoy ojo alerta. He aquí, pues, que para enterarme mejor del tumulto asomo mi cabeza de asno por una pequeña ventana. Uno de los soldados que casualmente estaba mirando en esta dirección me descubrió y me señalo a sus compañeros. Levantose un formidable griterío; trajeron una escalera de mano, me prendieron y me bajaron cautivo. Ya no cabía duda; a fuerza de pesquisas llegaron a levantar la tapa del cesto y dieron con el jardinero, que fue entregado a los jueces. El infeliz, que iba a pagar mi ocurrencia con su cabeza, fue llevado a la cárcel pública y yo provocaba con mi sola presencia las risas y burlas de todo el mundo. Y de este hecho procede el conocido refrán: «Tarde o temprano asoma la oreja el asno».