Metamorfosis o El Asno de Oro (Cortegana)/Libro VIII
OCTAVO LIBRO
Argumento.
CAPITULO PRIMERO
Esa misma noche, al primer canto de los gallos, vino un mancebo de una ciudad que estaba allí cerca, el cual, según que a mí me parecía, debía de ser uno de los criados y servidores de Carites, aquella doncella que padeció conmigo tantas tribulaciones y trabajos en casa de aquellos ladrones. Este mancebo, estando sentado al fuego con los otros gañanes y mozos, contaba cosas maravillosas y espantables de la desventura e infortunio que había venido a la fortuna y casa de su señora, diciendo de esta manera:
—Yegüerizos, vaqueros y boyeros: quieroos contar cómo yo tuve una mezquina de una señora, la cual murió de un caso gravísimo, aunque no fué desacompañada y sin venganza al otro mundo; y por que mejor sepáis todas las cosas, os quiero decir este negocio cómo aconteció desde el principio, porque puedan muy bien los que son más discretos y la buena fortuna los enseñó a escribir ponerlo en escritura a manera de historia. Era un mancebo de esta ciudad que está aquí cerca, hidalgo y noble de linaje, caballero asaz rico; pero era dado a los vicios de lujuria y tabernas, andando de continuo en los mesones y burdeles acompañado de compañía de ladrones y ensuciando sus manos con sangre humana, el cual se llamaba Trasilo: tal era su fama y así se decía de él. Este mancebo fué uno de los principales que pidió en casamiento esta dueña Carites, siendo ella de edad para casar, y con toda su posibilidad trabajó por casarse con ella; y como quiera que en linaje precedía a todos los otros, y también con sus grandes dádivas y presentes convidaba la voluntad y juicio de sus padres, pero por sus malas costumbres él fué desechado y repelido. Después que la hija de mi señor se casó y vino en manos de aquel noble varón Lepolemo, Trasilo criaba y continuaba entre sí el amor por él comenzado, y recordándose de aquella indignación y enojo que tenía por haberle negado el casamiento, buscaba acceso para su cruel deseo; finalmente, que hallando oportuna ocasión para la maldad que tenía pensada días había, se aparejó a hacer la traición. Y el día que la doncella fué librada de mano de los ladrones por astucia y esfuerzo de su esposo, él, mostrando alegrarse más señaladamente que otro, se mezcló con los otros que hacían alegrías, y con mucho gozo mostraba con su presencia que tenía placer del linaje que saldría de los nuevos desposados; y por honra de tan noble generación él fué recibido en nuestra casa como de los principales huéspedes, y callando el consejo de su traición mentía y engañaba con persona y gesto de fidelísimo amigo. Ya con la mucha conversación y continuas hablas, y algunas veces que comía y bebía con ellos, era muy amado. Y con la amistad que le tenían, el necio malaventurado poco a poco se lanzó en el pozo profundo del amor. ¿Por qué no? Pues que el fuego del primer amor primeramente deleita con muy poquito calor, pero, con la yesca de la conversación, de poco ardor sale tan gran fuego que todo el hombre quema. Finalmente, Trasilo deliberó consigo muchos días antes de hacer lo que pudiese; y como hallase gar oportuno para poder hablar a la dueña secretamente, y viese asimismo que por la muchedumbre de los que la guardaban estaban cercados todos los caminos para cumplir su voluntad, y también conociese que el vínculo del nuevo amor y afición que entre el marido y mujer crecía no se pudiese desatar, y que la dueña, aunque quisiese, como quiera que ella no podía querer tal cosa, no era posible comenzar a hacer maldad a su marido, pero con todo esto Trasilo era forzado y compelido con porfía obstinada a procurar lo que no podía alcanzar como si pudiese efectuarlo. Y lo que ahora le parecía muy difícil de alcanzar, el amor loco que cada día más se esforzaba le hacía creer y tener esperanza por su edad y juventud que era fácil cosa de haber. Mas yo ruego ahora que, con mucha atención, entendáis en qué paró el ímpetu de esta furiosa lujuria. Un día, Lepolemo tomó consigo a Trasilo y fuese a caza de monte para buscar animales, así como corzos, porque en esto no hay ferocidad ni braveza como en los otros animales, y también Carites no consentía que su marido fuese a cazar bestias armadas con dientes o con cuernos, por el peligro que de ello podía seguir.
Y llegando a un monte muy espeso de árboles, comenzaron los cazadores a llamar los perros, que eran monteros de linaje, para que sacasen de allí los animales que había, y como los perros eran enseñados de aquella arte, repartiéronse luego cercando todas las salidas de aquel monte. Estando así cada uno aguardando en su estancia, hecha señal por los cazadores, comenzaron de latir y ladrar tan reciamente, que toda la montaña hinchieron de voces, de la cual no salió corza, ni gama, ni cierva, que es mansa más que ninguna otra fiera, pero salió un puerco montés muy grande y nunca otro tal visto, grueso y espantable, con las cerdas levantadas encima del lomo, echando espumarajos, con el sonido de las navajas, los ojos de fuego, su vista espantable, con ímpetu cruel que parecía un rayo; y luego, como llegaron a él los principales y más esforzados perros, dando con las navajas acá y allá los mató y despedazó, y después saltó las redes por donde primero aderezó su camino, y por allí saltó. Nosotros, cuando aquello vimos, espantados de gran miedo, como no éramos acostumbrados de aquella peligrosa manera de caza, mayormente que estábamos sin armas y sin ninguna manera de defensa, escondímonos entre aquellas ramas y hojas de los árboles. Trasilo, como halló oportunidad de la traición y maldad que tenía pensada, habló a Lepolemo engañosamente de esta manera:
—¿Qué es la causa por que, confusos de miedo y semejantes a la flaqueza de estos nuestros siervos, o espantados como mujeres, dejamos perder tan hermosa presa de miedo de nuestras manos? ¿Por qué no subimos en nuestros caballos y seguimos a este puerco? Toma tú este venablo, yo tomaré mi lanza.
Y diciendo esto, no tardaron más y saltaron luego en sus cabailos y con grandísima gana siguieron tras el puerco; el cual, viéndose apretado, no se le olvidó su esfuerzo y tornó con gran ímpetu y encendimiento de su ferocidad, dando golpes con las navajas, hiriendo y rompiendo al primero que tomaba. Mas el primero que llegó a él fué Lepolemo, que le lanzó el venablo que llevaba, por las espaldas. Trasilo perdonó al jabalí y arrojó la lanza al caballo de Lepolemo, que le cortó las corvas de los pies, por manera que el caballo cayó hacia la parte donde estaba herido y contra su voluntad dió con su señor en tierra. No tardó el puerco, que con mucha furia vino para él y comenzóle a trabar de la ropa, y él, que se quería levantar, el puerco le dió tantas navajadas que le abrió por muchas partes; pero en todo esto nunca el bueno de su amigo le socorrió ni se arrepintió de la traición comenzada, ni se pudo hartar por ver en tanto peligro a su amigo: al menos debiera con esto satisfacer a su crueldad; antes hizo al contrario, porque queriéndose levantar Lepolemo y cubriendo sus heridas, rogándole con mucha fatiga que lo socorriese, Trasilo le metió la lanza por el muslo de la pierna derecha, y tanto mayor golpe le dió cuanto creyó que la llaga de la lanza ena semejante a las heridas de las navajas. Asimismo mató al puerco. En esta manera muerto Lepolemo, salimos todos de donde estábamos escondidos y corrimos allá. Trasilo, como quiera que acabado lo que deseaba, viendo muerto a su amigo, estaba alegre; pero con la cara cubrió el gozo, fingiendo tristeza y dolor, y con mucha ansia abrazaba al cuerpo que él había muerto. De manera que ninguna cosa dejó de hacer, aunque disimuladamente, para cumplir el oficio de los que lloran la muerte de sus amigos. Solamente los ojos nunca pudieron echar lágrimas; y así él, confortándose con nosotros, que llorábamos de corazón y verdaderamente, la culpa que tenía su mano, dábala al puerco. Aun casi no era acabado de hacer este mal tan grande, cuando la fama corría por una parte y por otra, y la primera jornada fué a casa de Lepolemo, la cual hirió las orejas de su desdichada mujer. Cuando la mezquina recibió tall mensajero, el cual nunca otro oirá, sin seso y conmovida de gran furor y pena, corrien— de como loca por esas calles y plazas, y después los campos, dando quejándose de la muerte de su marido; luego se juntaron muchos de la ciudad, tristes, llorando, y siguieron tras de ella, acompañando su dolor, que casi nadie quedó en la ciudad con ganas de ver lo que había pasado. He aquí donde viene el cuerpo de su marido, el cual, como ella vió, se cayó amortecida encima de él; y cierto ella diera el ánima allí, como lo tenía prometido, sino que, apartada por fuerza de sus criados, quedó viva. Después, con mucha pompa y honra, acompañándolo todo el pueblo, lo llevaron a enterrar. Trasilo, en todo esto, no hacía sino dar voces y llorar, y las lágrimas que al principio de su llanto no tenía, creciéndole ya el gozo de la muerte de su amigo, le salían de los ojos, engañando la verdad con muchos nombres de amor y caridad: lamándole amigo, y ambos de una edlad, su compañero y su hermano; finalmente, que le llamaba por su propio nombre con mucho lloro y dolor. Así mismo, algunas veces tomaba las manos de Carites por que no se diese golpes entre los pechos, y apartábale el dolor cuanto podía, y con palabras blandas porfiáballe mucho que no tomase tanta pena, entremetiendo solaces de otros casos acontecidos por muchos y varios ejemplos. De esta manera, metiendo todos los oficios de amor y piedad, siempre entremetía gana de tocar a la dueña, como quiera que podía, y deleitándose maliciosamente pensaba hacerle tomar su aborrecible amor.
Después de acabadas las exequias de la sepultura, la dueña luego procuró de ir adonde estaba su marido, para lo cual comenzó a tentar todas las vías que pudo, de las cuales le pareció la más reposada y mansa, que no ha menester cuchillo ni espada, y semejante a una apacible holganza, la hambre; y escogiendo ésta por mejor para morir, ya había pasado algún día sin comer, estando escondida en hondas tinieblas, llorando y malaventurada, donde así deliberaba de morir. Mas Trasilo, con instancia malvada, unas veces por sí mismo y otras por los familiares de casa y por los parientes y padres de la misma moza, trabajó con ella que confortase los miembros casi ya desfallecidos, amarillos y sucios de la hambre, lavándose y comiendo algún poco. Ella, como tenía mucha reverencia a sus padres, aunque contra su voluntad, por satisfacer a la obediencia que era obligada, obedeció, pero no con gesto alegre, aunque un poco más que solía, e hizo lo que le mandaban, comiendo como hacen los que quieren vivir, como quiera que todos los días y noches consumía en lloroso deseo. Y dentro en su pecho y de sus entrañas se deshacía su corazón llorando y plañendo de continuo. Y la imagen de su marido difunto, que ella había hecho a su semejanza del dios Baco, y continuamente adoraba y honraba como a Dios, le era solaz; en el cual se atormentaba. Trasilo, como era hombre arrebatado y temerariocomo su nombre lo declara, antes que las lágrimas hubiesen satisfecho al dolor y antes que el furor del corazón cesase y el llanto se aplacase, no habiendo pasado mucho tiempo para que la pena se le amansase, que aun estaba llorando a su marido, mesándose los cabellos y rasgando sus vestiduras, no dudó de hablarle, diciéndole que se casase con él, y con la poca vergüenza que tenía, no dudó tampoco descubrirle el secreto de su pecho y los inefables engaños y maldades que pensaba. Carites, cuando esto oyó, espantóse de voz tan nefanda, y fué herida así como de un gran trueno o relámpago o como de un rayo del cielo, de manera que cayó su cuerpo y el ánimo se obscureció. Pero dende a un poco, tornando algo en sí, comenzó a hacer un fiero llanto y lloro; y mirando que sobre aquel negocio que el malvado Trasilo le proponía era razón de mirar, puso el deseo del demandador en dilación de mayor consejo, y esa misma noche le apareció el ánima del mezquino de su marido Lepolemo, que era muerto, la cual, alzando la cara ensangrentada, amarilla y muy disforme, quebrantó el casto sueño de su mujer, diciendo:
—Señora mujer, lo cual no conviene que de otro hombre ninguno te sea dicho, ni por este nombre seas de otro llamada: si tienes memoria en tu co razón y te recuerdas de mí, o si por ventura el vínculo del amor se te ha quitado del corazón por el acaecimiento de mi grave y amarga muerte; yo te doy licencia para que te cases en buena hora con quien quisieres, con tal condición que jamás vengas a poder del traidor sacrilego de Trasilo, ni hables con él, ni te sientes a la mesa, ni duermas en cama con él; huye de su mano sangrienta que me mató. No quieras comenzar bodas con quien mató a tu marido, que aquellas llagas, cuya sangre lavaron tus lágrimas, no son todas de las navajas del puerco, porque la lanza del malvado de Trasilo me hizo ajeno de ti.
Y de esta manera le contó todas las otras cosas, por donde le manifestó toda la traición como había pasado. Ella, como estaba muy triste, con sueño muy temeroso, apretó la cara con la ropa, y durmiendo le manaban tanto las lágrimas, que bañaba la cama, y despertó muy espantada del reposo que tenía sin holganza, así como si despertara espantada de un gran trueno; y tornando a su lloro comenzó a dar aullidos y gritos muy largamente, y rompida la camisa, se daba de bofetadas con las manos en la cara. Pero con todo esto, nunca descubrió a persona el sueño que había visto, y disimulada la traición y maldad de Trasilo, deliberó consigo de matar al malvado matador y de apartase ella y salir de vida tan mezquina y desdichada. Otro día siguiente, he aquí dónde torna otra vez el abominable demandador de placer tan presto y no convenible, y comenzó a porfiar en las orejas que estaban cerradas para entender en cosa de casamiento; pero ella, con astucia maravillosa, disimulando su corazón, comenzó blandamente a menospreciar las palabras de Trasilo, el cual, con mucha instancia, importunaba y humildemente le rogaba que quisiese casarse con él, y ella le respondió:
—Aun ahora, la hermosa cara de tu hermano y mi amado marido se representa ante mis ojos, y aun el olor celestial de su cuerpo dura en mis narices, y aun también aquel hermoso Lepolemo vive dentro de mi corazón. Por ende, tú tomarás buen consejo si concedieres tiempo necesario para el luto y llanto que una mezquina hembra como yo es obligada a hacer legítimamente por su marido, hasta que pasen algunos meses y se cumpla el año, de cual cumplirá así a mi honra como al provecho de mi salud. Porque, por ventura, con la prisa de nuestro casamiento, no resucitemos el ánima de mi marido con su causa y enojo justo, para daño y fin de su salud y vida.
Trasilo, no satisfecho con estas palabras ni contento al menos con el prometimiento que le hacía de aquel poco tiempo, tornó a porfiar, echando palabras falsas de su len astimera, hasta tanto que Carites, vencida de su importunidad, con gran disimulación, comenzó a decir de esta manera:
—Necesaria cosa es, Trasilo, que tú me otorgues lo que con mucha gana y ansia te pido: lo cual es que, por algunos días, secretamente seamos en uno, en tal manera que ninguno de los familiares de casa lo sienta, hasta que pasen algunos días en que se cumpla el año.
Trasilo, cuando esto oyó, oprimido de la engañosa promesa de la mujer, consintió alegremente por cumplir su voluntad con ella a hurto; y luego deseó con gran voluntad la noche y obscuras tinieblas, posponiendo todas las cosas a una voluntad, que era tenerla a su placer. Carites le dijo:
—Tú, Trasilo, mira bien que lo hagas discretamente cubierta la cabeza y con tu capa, sola, sin compañía, vendrás a mi puerta callando al primer sueño, y solamente con un silbo que des, despertarás a esta mi ama, la cual estará es perando a la puerta, y como llegares, ella te abrirá y recibirá en casa, sin ninguna lumbre y te meterá en mi cámara.
Cuando esto oyó Trasilo, plúgole mucho de la manera y aparato que le decía de sus bodas mortales, y no sospechando otra alguna mala cosa, sino turbado con la esperanza, solamente se quejaba del espacio del día y de la mucha tardanza de la noche. Después que el Sol dió lugar a la noche, Trasilo, aparejado como lo mandó Carites y engañado con la vela engañosa del ama, lanzóse en la cámara lleno de placer y esperanza: entonces la vieja, por mandado de su señora, le comenzó a halagar y hacer caricias, y, secretamente, sacado un jarro grande de vino, el cual estaba mezclado con cierta medicina para darle sueño, de allí con una copa le dió a beber tres o cuatro veces, fingiendo que su señora se tardaba porque estaba allí su padre enfermo y ella estaba cerca de él hasta que reposase; en esta manera, Trasilo, bebiendo de aquel vino seguramente y con aquel deseo que tenía, fácilmente la vieja lo enterró en un profundo sueño. Estando él ya dispuesto para sufrir todas las injurias que le quisiesen hacer durmiendo de espaldas, la vieja llamó a Carites, la cual, con esfuerzo varonil y cruel impetu, arremetió con aquel matador, y estando sobre él, dijo estas palabras:
—Veis aquí el fiel compañero de mi marido; éste es aquel noble cazador; éste es el marido mucho amado; esta mano es aquella diestra que derramó mi sangre; éste es el pecho que pensó y compuso aquellos engañosos rodeos y palabras para mi destrucción y pérdida; éstos son los ojos a quien yo en mal hora agradé, los cuales, en alguna manera sospechando las tinieblas perpetuas que les habían de venir, previnieron su pena: pues duerme seguro y sueña bien a tu placer, que yo no te heriré con cuchillo ni con espada; nunca plega a Dios que tal haga, porque no te iguale con mi marido en semejante género de muerte. Pero siendo tú vivo morirán tus ojos y no verás cosa alguna sino cuando durmieres; yo haré que tú sientas ser más bienaventurada la muerte de tu enemigo que la vida que tú hubieres, porque, cierto, tú no verás lumbre y habrás menester quien te guíe; a Carites no tendrás ni gozarás de sus bodas, ni te alegrarás con el reposo de la muerte, ni habrás placer con el deseo de la vida; pero andarás como una estatua, incierto, andando entre el Sol y el infierno, que ni sepas si te has de contar con los vivos o con los muertos; y andarás mucho tiempo buscando la mano que quebró tus ojos y no la hallarás, la cual en la pena y turbación es muy miserable y lleno de toda angustia, que no sepas de quién te puedes quejar; además de esto, yo sacrificaré y aplacaré la sepultura de Lepolemo con la sangre de tus ojos, y asimismo haré sacrificio con estos tus ojos a su ánima santa. Mas por qué soy causa yo que por esta mi tardanza tú ganes alguna dilación de tu tormento y por ventura tú ahora sueñas o piensas en mis pestíferos abracijos? Así que, dejadas las tinieblas del sueño, vela y despierta a otra ceguedad de pena, alza y levanta la cara vacía de lumbre; reconoce la venganza, entiende tu desdicha, cuenta tus mancillas. De esta manera pluguieron tus ojos a la mujer casta y limpia; de esta manera alumbraron las hachas de las bodas al tálamo de tu casamiento. En esta manera tendrás las diosas del matrimonio por vengadoras y tendrás la ceguedad por compañía y perpetuo estímulo de conciencia.
En esta manera, habiendo hablado y profetizado, Carites sacó un alfiler de la cabeza e hirió con él en los ojos de Trasilo, y dejándolo así ciego del todo, en tanto que con el dolor no sentido desechaba la embriaguez de aque' sueño, ella arrebató la espada desnuda que su marido Lepolemo se solía ceñir y echó a correr furiosamente por medio de la ciudad, que por cierto yo no sabía qué mal era que quería hacer, y así se fué corriendo hasta la sepultura de su marido. Nosotros y todo el pueblo, sin quedar nadie en casa, seguimos tras de ella, apercibiendo unos a otros que le quitásemos la espada de sus furiosas manos; pero Carites sentóse cerca de la se de Lepolemo, y echando a unos y a otros con la espada en la mano, después que vió los llantos y lloros de los que allí están, dijo:
—Apartad, señores, de vosotros estas lágrimas importunas; apartad el llanto, que es ajeno de mis virtudes, porque yo me vengué del cruel matador de mi marido; yo he punido y castigado al ladrón y malvado robador de mis bodas; ya es tiempo que con esta espada busque el camino para irme adonde estaba mi Lepolemo.
Y después que hubo contado por orden todas las cosas que su marido le reveló en el sueño, asimismo en qué manera y con cuánta astucia había engañado a Trasilo, dióse con la espada por debajo del pecho derecho, y así cayó muerta y revuelta en su propia sangre; finalmente, no pudiendo hablar claro, se le salió el ánima. Entonces los criados de la mezquina de Carites corrieran presto, y, con mucha diligencia lavado el cuerpo, en aquella misma sepultura la enterraron, dando perpetua compañera a su marido. Trasilo, vistas todas estas cosas que por él habían pasado, no pudiendo hallar género de muerte que satisficiese a su presente tribulación, y teniéndose por muy cierto que ninguna espada ni cuchillo podía bastar a la gran traición por él cometida, hízose llevar al sepulcro de Lepolemo, y estando allí dijo así:
—¡Oh ánimas enemigas, veis aquí dónde viene la víctima y sacrificio de su propia voluntad para vuestra venganza.
Y diciendo esto, lanzóse en el sepulcro, y, ceradas las puertas de la tumba, deliberó por hambre sacar de sí el ánima, condenada por su sentencia.
CAPITULO II
Contando estas cosas aquel mancebo que allí había venido a los otros labradores, que con gran atención lo escuchaban, suspiraba algunas veces, y otras también lloraba, mostrando gran pena. Entonces ellos, temiendo la novedad de la mudanza de otro señor y habiendo gran mancilla de la desdicha que vino en la casa de su señor, aparejáronse para huir; pero aquel mayordomo de la casa que tenía cargo de las yeguas y ganado, el cual me recibió muy recomendado para tratar y curarme bien, todas cuantas cosas había de precio en la casa lo cargó encima de mis espaldas y de otros caballos, y así se partió desamparando ésta su primera morada. Nosotros llevábamos a cuestas niños, mujeres; llevábamos gallinas, pollos, pájaros, gatos y perrillos, y cualquier otra cosa que por su flaco paso podía detener la huída, andaba con nuestros pies; y como quiera que la carga era grande, no me fatigaba el peso de ella; antes, la huída era gozosa para mí, por dejar aquel bellaco que me quería castrar y deshacerme de hombre.
Yendo por nuestro camino, habiendo pasado una cuesta muy áspera de un espeso monte, entramos por unos grandes campos, y ya que la noche venía, que casi no veíamos el camino, llegamos a una villa muy rica y gruesa, adonde los vecinos nos defendieron que no caminásemos de noche, ni aun tampoco de mañana antes del día, porque había por allí infinitos lobos muy grandes y de terribles cuerpos, feroces y muy bravos, que estaban acostumbrados a destruir y maltratar toda aquella tierra y que salteaban en caminos a manera de ladrones, matando a los que pasaban; y aun con la hambre eran tan rabiosos, que combatían y entraban en los lugares que por allí había, de manera que el daño y destrucción que habían hecho en los ganados ya lo comenzaban a hacer en los hombres; finalmente, nos dijeron que por aquel camino por donde habíamos de pasar había muchos cuerpos de hombres medio comidos, blanqueando los huesos y roídos, sin ninguna carne; y por esto, que fuésemos mucho sobre aviso, que no anduviésemos por aquel camino sino en día claro y sereno, que el día fuese ya bien alto y el Sol esforzado, excusándonos y apartándonos de los montes, donde ellos acechaban, porque con el Sol del día el ímpetu y braveza de estas bestias fieras se refrena y detiene, y que no fuésemos derramados, mas toda la compañía junta pasásemos aquellos peligros y dificultades. Pero aquellos malvados huidores que nos llevaban, ciegos con el atrevimiento de la prisa que ellos llevaban y miedo que no los siguiesen, desechado el consejo saludable que les daban, no esperaron el día, mas cerca de media noche nos cargaron y comenzaron a caminar. Entonces yo, por miedo del peligro susodicho, cuanto más pude me metí en medio de todos, y, escondido en medio de todas las otras bestias, procuraba cuanto podía de defender mis ancas que no me mordiese algún lobo, y todos se maravillaban cómo yo andaba más liviano que cuantos caballos allí iban; pero aquello no era livianeza de alegría, mas era indicio del miedo que llevaba. Finalmente, que yo pensaba entre mí que aquel caballo Pegaso, por miedo, le habían nacido alas con que voló, y por eso voló hasta el cielo, habiendo miedo que no le mordiese la ardiente Quimera. Aquellos pastores que nos llevaban hiciéronse a manera de un ejército: unos llevaban lanzas; otros, dardos; otros, ballestas, y otros, palos y piedras en las manos, delas cuales había asaz abundancia, porque el camino era todo lleno de ellas; otros llevaban picas bien agudas, y algunos había que llevaban hachas ardiendo por espantar los lobos; en tal manera iban, que no les faltaba sino una trompeta para que pareciera hueste de batalla. Pero como quiera que pasamos nuestro miedo sin peligro, caímos en otro lazo mucho mayor, porque los lobos, o por ver mucha gente, o por las lumbres, de que ellos han gran miedo, o por ventura porque eran idos a otra parte, ninguno de ellos vimos ni pareció cerca ni lejos; mas los vecinos de aquellas quinterías, por donde pasábamos, como vieron tanta gente armada, pensaron que eran ladrones, y proveyendo a sus bienes y haciendas, con gran temor que tenían de ser robados, llamaron a los perros y mastines, que eran más rabiosos y feroces que lobos y más crueles que osos, los cuales tenían eriados así bravos y furiosos para guarda de sus casas y ganados, y con sus silbos acostumbrados y otras tales voces enhotaron los perros contra nosotros, y ellos, además de su propia braveza, esforzados con las voces de sus amos, nos cercaron de una parte y de otra y comienzan a saltar y morder en la gente, sin hacer apartamiento de hombres ni de bestias; mordían tan fieramente que a muchos echaron por ese suelo. Viérades una fiesta que era más para haber mancilla que no para contarla, porque como había muchos perros que ardían como rabiosos, a los que huían arrebataban con los dientes, y a los que estaban quedos arremetían, y a los que estaban caídos les sacaban los pedazos, en tal manera, que a bocados pasaban por toda nuestra compañía. He aquí a este peligro sucedió otro mayor: que los villanos, de encima de los tejados y de una cuesta que estaba allí cerca, echábannos tantas de piedras que no sabíamos de qué habíamos de huir: de una parte los perros que andaban cerca de nosotros, y de la otra, más lejos, las piedras que venían sobre nosotros; de manera que estábamos en harto aprieto. En esto vino una piedra que descalabró a una mujer que iba encima de mí, y ella, con el gran dolor, comenzó a dar grandes gritos y voces llamando a su marido, que era un pastor de aquéllos, que la viniese a socorrer; él, cuando la vió, limpiándole la sangre, comenzó a dar gritos, diciendo:
—¡Justicia, Dios! ¿Y por qué matáis los tristes caminantes y los perseguís, espantáis y apedreáis con tan crueles ánimos? Qué robo es éste? ¿Qué daño os habemos hecho? No muráis en cuevas de bestias fieras, ni entre los riscos de salvajes bárbaros, que os gozéis derramando sangre humana.
Como esto oyeron, luego cesó el llover de las piedras y apartaron la tempestad de los perros bravos, y uno de aquellos labradores que estaba encima de un ciprés, dijo a voces:
—No creáis que nosotros, teniendo codicia de vuestros despojos, os queríámos robar, mas pensando que lo mismo queríais hacer a nosotros, nos pusimos en defensa, por quitar nuestro daño de vuestras manos; así que de aquí adelante podéis ir por vuestro camino seguros, en paz.
Esto dicho, comenzamos a andar nuestro camino bien descalabrados, y cada uno contaba su mal: los unos, heridos de piedras, los otros, mordidos de los perros, de manera que todos iban lastimados. Yendo adelante ya buena parte del camino, llegamos a un valle de muchas arboledas y muy espeso de verduras y frescura, adonde acordaron aquellos pastores que nos llevaban de holgar un rato, por descansar y curarse de las heridas; así que echáronse todos por aquel prado,, y después de haber reposado curáronse sus llagas lo mejor que pudieron: el uno se lavaba la sangre en un arroyo de agua, y otros, con esponjas mejadas, remediaban la hinchazón de sus llagas; otros ligaban las heridas con vendas, y de esta manera cada uno procuraba su salud. Entre tanto, un viejo asomó por un cerro, el cual debía de ser pastor de una manada de cabrillas que apacentaba por allí, y uno de los de nuestra compañía le preguntó si tenía leche o cuajada para vender, y el viejo cabrero, meneando la cabeza, dijo:
—¿Ahora tenéis vosotros cuidado de cosa de comer y de beber ni de otra refección? ¿No sabéis en qué lugar estáis?
Y diciendo esto, cogió sus cabras y fuése bien lejos. La cual palabra y su huída no poco miedo puso a nuestros pastores; así que, estando ellos espantados y no viendo a quién preguntar qué cosa fuese aquélla, asomó otro viejo muy mayor que aquél y más cargado de años, con un bordón en la mano, corcovado, y venía como hombre cansado, y llorando muy reciamente llegó a nosotros, y haciendo grandes reverencias, comenzó a besar a cada uno de aquellos mancebos en las rodillas, diciendo:
—Señores, por vuestra virtud y por el Dios que adoráis, que me socorráis en una tribulación a mí, viejo cuitado, de un niño mi nieto que casi está a la puerta de la muerte; el cual venía conmigo en este camino y tiró una piedra a un pajarito que estaba cantando, y por matarlo, cayó en una cueva que estaba llena de árboles por encima, que no se parecía, y creo que está en lo último de su vida, aunque por las voces que da, llamando socorro, conozco que aun está vivo; mas por mi vejez y flaqueza, como veis, no le pude ayudar; vosotros, señores, que sois mancebos y recios, fácilmente podéis socorrer a este mezquino viejo, librándome aquel niño, que no tengo otro heredero ni sucesor de mi linaje.
Diciendo esto, el viejo pelábase las barbas y mesábase las canas, de manera que todas habían mancilla de él; pero uno, más recio que ninguno y más mozo, de gran cuerpo y fuerzas, que sólo había quedado sano del ruido pasado, levantóse alegre y preguntó en qué lugar había caído; el viejo le mostró con el dedo entre unas zarzas y matas espesas; así que el mancebo siguió tras el viejo hacia do le había mostrado. Los compañeros, cuando hubieron comido y nosotros pacido, cargáronnos para ir su camino, y como aquel mancebo no venía, comenzaron a darles voces; cuando vieron que no respondía, enviaron uno que lo buscase y le dijese que viniese presto, que era ya hora de caminar; aquél tardó un poco en ir a buscar al otro, y tornó amarillo y espantado, diciendo que había visto una cosa maravillosa de aquel mancebo: que vió cómo estaba muerto en el suelo, medio comido y un dragón espantable encima de él, comiéndolo todo, y que no parecía el viejo; lo cual, visto por los pastores y conociendo que no había en aquella tierra otro morador, sino aquel viejo, conocieron que aquél era el dragón, así que dejaron aquella mala tierra, y dándonos buenas varadas, fuéronse huyendo cuanto pudieron.
CAPITULO III
Luego llegamos a una aldea donde estuvimos tola aquella noche, y alli aconteció una cosa que yo deseo contar.
Un esclavo de un caballero, cuya era aquella heredad, estaba allí por mayordomo y guarda de toda la hacienda, y era casado con una moza esclava asimismo de aquel caballero; el marido andaba enamorado de otra moza libre, hija de un vecino de allí; la mujer, con el dolor y enojo de los amores del marido, tomó cuantos libros de sus cuentas tenía y toda la hacienda y ropa de casa, no estando allí su marido, y quemólo todo; y no contenta con lo que había hecho, ni pensando que estaba vengada de la injuria, tornóse contra sí misma y tomó en los brazos un niño hijo del marido y atólo consigo y lanzóse en un pozo muy hondo. El señor, cuando supo la muerte de su esclava y del niño y que había sido por causa de los amores del marido, hubo mucho enojo y tomólo desnudo y enmelado y atólo muy fuertemente a una higuera vieja, que tenía muchas hormigas que hervían de un cabo a otro; las cuales, como sintieron el dulzor de la miel y el olor de la carne, aunque eran chicas, pero infinitas, con los continuos y espesos bocados que le daban, en tres o cuatro días le comieron hasta las entrañas, que dejaron los huesos blancos y sin carne ninguna, atados a la triste de la higuera, de lo cual los otros labradores estaban espantados y con mucho enojo. Dejamos también esta abominable tierra y partimos; todo aquel día anduvimos por unos grandes campos, hasta que cansados llegamos a una ciudad muy noble y muy poblada, adonde aquellos pastores determinaron de tomar sus casas y morar toda su vida, porque les parecía que allí se podrían muy bien esconder de los que de lejos les viniesen a buscar; además de esto, les convidaba a morar allí la abundancia de mucho pan y mantenimientos que había. Finalmente, que después de haber reposado tres días por descansar, porque nos rehiciésemos del camino, para mejor podernos vender, sacáronnos al mercado, y un pregonero con grandes voces nos comenzó a pregonar, pidiendo su precio por cada uno. El caballo y otro asno fueron comprados por unos mercaderes ricos; pero a mí solo, casi desechado, todos con fastidio me dejaban y pasaban; ya estaba yo muy enojado de los que allí estaban, que todos me palpaban las encías, queriendo saber y contar de mis dientes la edad que había; y con este asco, llegando a mí uno que le hedían las manos sobando muchas veces mi boca con sus dedos sucios, dile un bocado en la mano, que casi le corté los dedos; lo cual espantó tanto a los que allí estaban alrededor, que ninguno me quiso comprar, diciendo que era asno bravo y fiero; entonces el pregonero comenzó a dar grandes voces, que ya estaba ronco, diciendo muchas gracias y burlas contra mi desdicha y fortuna.
—¿Hasta cuándo tardaremos en vender esta jacao asno viejo? El tiene las manos y pies desportillados, flaco y muy ruin color, perezoso y sobre todo bravo y feroz, tan sin provecho que no es bueno sino para hacer de su pellejo una criba para cribar estiércol de cabras, o démoslo a alguno que no le pese de perder la paja que comiere.
En esta manera, jugando aquel pregonero, hacía dar grandes risadas a los que allí estaban; pero aquella mi crudísima fortuna, la cual yo huyendo por tantas provincias nunca pude huir ni con tantos males y tribulaciones como pasé pude aplacar, otra vez de nuevo lanzó sus ojos ciegos contra mí, dándome un comprador perteneciente para mis duras adversidades; y ¿sabéis qué tal? Un viejo calvo y bellaco, cubierto de cabellos de los lados llanos y medio canos, del más bajo linaje y de las heces de todo el pueblo; el cual andaba con otros trayendo a la diosa Siria por esas plazas, villas y lugares, tañendo panderos y atabales y mendigando de puerta en puerta. Este echacuervo, con mucha gana que tenía de comprarme, preguntó al pregonero que de dónde era yo. El le respondió que era de Capadocia y que era muy bueno y asaz recio. Preguntóle más, qué edad había. El pregonero, burlándose de mí, dijo:
—Un astrólogo que miró la constelación de su nacimiento, dijo que podría ahora haber cir.co años; pero él sé que sabrá mejor estas cosas según la profesión de su ciencia; y como quiera que yo a sabiendas incurra en la pena de la ley Cornelia si te vendiere ciudadano romano por esclavo, pero ¿por qué no compras un servidor tan bueno y provechoso, que te podrá ayudar así en casa como fuera de ella?
Con todo esto, aquel comprador malo no dejó de preguntar cuando esto oyó y sacar unas cosas de otras; finalmente, preguntó con mucha ansia si yo era manso. El pregonero le dijo:
—Es tan manso, que no parece asno, sino cordero; para todo lo que quisieres es aparejado; no muerde ni echa coces: que no puedes creer sino que debajo del cuerpo de un asno mora un hombre muy pacífico y modesto, lo cual puedes luego conocer y experimentar, porque si metes la cara entre los muslos de sus piernas, fácilmente podrás saber y ver cuán gran paciente te mostrará.
En esta manera el pregonero, con sus chocarrerías, trataba a aquel glotón echacuervos; pero él, que conoció que el pregonero le burlaba, hizo que se enojaba, y díjole:
—¡Oh cuerpo sordo y muerto, pregonero loco; la muy poderosa diosa Siria, criadora de todas las cosas, y santo Sabadio, y la diosa Belona, y la madre Idea Cibeles, y la señora Venus, con su hijo Adonis, te tornen ciego porque has dicho contra mí tantos juegos y truhanerías! ¿Piensas tú, necio, que tengo yo de fiar la diosa a un asno fiero para que arroje por ese suelo la imagen divina y que a mí, mezquino, sea forzado, con los cabellos sueltos, a discurrir buscando algún medio para mi diosa, que está echada en el suelo?
Cuando yo oí estas palabras, súbitamente, como quien sale de seso, pensé saltar y correr por que, viéndome aquel bellaco movido de ferocidad y braveza, me dejase de comprar; pero previno a mi pensamiento el argucioso comprador, porque luego sacó el dinero de la bolsa, el cual con mucho gozo fácilmente recibió mi amo, por enojo y fastidio que tenía de mí, conviene a saber diez y siete dineros, y luego me ató con una cincha de esparto, y así atado me dió a Filebo, que así se llamaba aquel que era mi señor; él me tomó como a novicio servidor y me llevó a su casa, y luego a la entrada de la puerta comenzó a dar voces a los de su casa, diciendo:
—Mozas, un servidor os traigo hermoso del mercado: vedlo aquí.
Pero aquellas mozas que él decía era una manada de mozos bardajes, los cuales, como lo oyeron, habiendo de ello mucho placer y alegría, con voces roncas y mujeriles alzaron grandes clamores, pensando que era verdad que les, traía algún esclavo que fuese aparejado para lo que ellos querían; pero cuando vieron que no sucedía como ellos pensaban, ni era cierva por doncella, mas era un asno por hombre, el rostro torcido y con enojo increpaban a su maestro, diciéndole que no había traído servidor para ellos, mas que traía marido para sí. Decíanle, además de esto:
—Pues guardate que tú solo no comas tan hermoso pollo; mas haz parte de él a nosotros, que somos tus criados.
Estas y otras tales cosas parlando entre sí, atáronme a un pesebre que allí cerca estaba; había entre aquéllos un mancebo alto y de buen cuerpo, el cual sabía muy bien tañer flautas y trompetas, y estaba allí cogido por sueldo para andar por allá fuera con los que traían a la diosa y para tañer la trompeta, pero en casa ejercitándose en contentar a aquellos medio mujeres. Cuando él me vió en casa, de muy buena gana me echó de comer, y alegre dijo estas palabras:
—Basta que tú viniste para ayudarme al miserable trabajo; plegue a Dios que vivas y contentes a tu señor y ayudes a mis lomos cansados y vacíos.
Y oyendo yo estas cosas, ya pensaba en mis fatigas venideras.
CAPITULO IV
Otro día siguiente, vestidos de varios colores y cada uno de su traje, afeitadas las caras con sus afeites sucios y los ojos alcoholados, salen muy compuestamente con sus mitras y túnicas y otras vestiduras encima de lino y algodón; otros llevaban túnicas blancas ceñidas y pintadas de colores virguladas y calzados zapatos colorados. Yendo ellos de esta manera, pusieron sobre mí a su diosa, cubierta de una vestidura de seda, para que la llevase; y desnudos losbrazos hasta los hombros, llevaban cuchillos y hachas en las manos, y como hombres furiosos saltaban, y con el sonido de la trompeta incitaban sus bailes como hombres sin seso. Habiendo andado por algunas casas y quinterías, llegamos a una casa y posesión de uno que se llamaba Britino; y luego com asomaron, comenzaron a correr hacia allá, haciendo gran ruido con aullidos y desconcertadas voces furiosamente, bajando la cabeza, torciendo a una parte y a otra los pescuezos, colgando los cabellos y rodeándoselos a la cabeza y mordiéndose algunas veces los brazos; finalmente, con unos cuchillos que traían de dos filos dábanse cuchilladas en los brazos. Entre éstos había uno de ellos que con mayor furia, así como hombre endemoniado, fingía aquella dañada locura, por parecer que con las preferencias de los dioses suelen los hombres no ser mejores en sí, mas antes hacerse flacos y enfermos. Pues espera y verás qué galardón hubo de la Providencia celestial: él comenzó a decir, adivinando a grandes voces y fingiendo mayor mentira, que quería castigar y reprender a sí mismo, diciendo que había pecado contra su santa religión; y por esto quería él tomar por sus propias manos la pena que merecía por aquel pecado que había cometido; así que arrebató un azote, el cual es propia insignia de aquellos medio mujeres, torcidos muchos corde les de lana de ovejas, y escaqueado con choquezuelas de pies de carnero a colores, Idióse con aquellos nudos muchos golpes, hasta que se adormeció las carnes, que parecía que maravillosamente estaba preservado para poder sufrir el dolos de aquellas llagas; que vieras cómo de las heridas de los cuchillos y de los golpes de la disciplina, todo el suelo estaba bañado de la suciedad de aquella sangre afeminada; la cual cosa no poco cuidado y fatiga me ponía en mi corazón, viendo derramar tan largamente sangre de tantas heridas; por ventura que al estómago de aquella diosa extraña no se le antojase sangre de asno como a los estómagos de algunos hombres se les antoja leche; así que, cuando ya estaban cansados, cierto, por mejor decir, estaban hartos de abrirse sus carnes, hicieron pausa cesando de aquella carnicería y comenzaron a recoger, en sus faldas abiertas, dineros de cobre, y aun también de plata, que muchos les ofrecían; además de esto, les daban jarros de vino y otros de leche y queso y harina y trigo candeal, y algunos daban cebada para mí, que traía la diosa. Ellos, con aquella codicia, robaban todo cuanto podían, y lanzando en costales, que para esto traían de industria, aparejados para aquella echacorvería; y todos los echaban encima de mí; de manera que ya yo iba bien cargado con carga doblada, por que iba hecho troje y templo; en esta manera discurriendo por aquella región, la robaban. Llegando a una villa principal, como allí hallaron provecho de alguna ganancia alegre, hicieron un convite de placer, que sacaron un carnero grueso a un vecino de allí, con una mentira de su fingida predicación, diciéndole que con su limosna y sacrificio hartase a la diosa Siria, que estaba hambrienta; así que su cena, bien aparejada, fuéronse al baño, y luego vinieron muy bien lavados; trajeron consigo a un mancebo aldeano de allí bien fuerte y bien aparejado para cenar con ellos; y como hubieron comido unos bocados de ensalada, allí, delante de la mesa aquélla, aquellos sucios bellacos enzaron a burlar con aquel mancebo, que tenían desnudo. Yo, cuando vi tan gran traición y maldad, no pudiéndolo sufrir mis ojos, intenté dar voces, diciendo: ¡Oh romanos!; pero no pudiendo pronunciar las otras letras y sílabas, solamente dije muy claro y muy recio, como conviene y es propio de los asnos: oh, oh: lo cual, como dije a tiempo oportuno, a causa que muchos mancebos de una aldea de allí cerca andaban a buscar un asnillo que les ha bían hurtado aquella noche y andaban muy agueiosos buscando por todos los caminos y apartamientos, oyendo mi rebuzno dentro de aquellas casas, creyeron que en aquel rincón de ella te—1 nían escondido su asno; y pensaban lanzarse dentro para tomarlo doquier que lo hallasen; de improviso todos juntos saltaron en casa, donde tomaron aquellos bellacos, haciendo aquellas malditas suciedades; y, como los vieron, comenzaron a llamar a todos los vecinos para que viesen aquel aparato torpe y sucio; además de esto, haciendo burla, alababan la purísima castidad de aquellos echacuervos. Ellos, embarazados y turbados con esta infamia, que fácilmente fué divulgada por todo el pueblo, por lo cual, con mucha razón, eran aborrecidos y malquistos de todos, aquella noche, a las doce, ligadas todas sus ropas, se partieron furtivamente de aquella villa; y habiendo andado buena parte del camino, antes del día, ya bien claro el día, entramos por un desierto y soledad, que nadie andaba por allí. Entonces hablaron entre sí primeramente y después aparejáronse para mi daño y muerte; así que quitada la diosa de encima de mí y puesta en tierra, quitáronse todos aquellos paramentos que traía, y desnudo atáronme a un roble; y con aquel azote que estaba encadenado de osezuelos de ovejas, diéronme tantos azotes, que casi me llegaron a lo último de la muerte; hubo allí uno que con un hacha que traía en la mano me amenazaba de cortar las piernas, diciendo por qué yo había habido victoria, infamando tan feamente a su casta y limpia vergüenza. Pero los otros, no por respeto de mi salud, mas por contemplación de la diosa, que estaba callando, acordaron que yo no muriese en tal manera que me tornaron a cargar de aquellas cosas que llevaba, y amenazándome con sus espadas, llegamos a una noble ciudad, adonde un varón principal de allí, hombre de buena vida y que era muy devoto de la diosa Siria, como oyó el sonido de los atabales y panderos y los cantares de aquellos echacuervos, a la manera de los que cantan los sacerdotes de la diosa Cibeles, corrió luego a recibirlos, y muy devotamente recibió por huéspeda a la diosa, y a nosotros nos hizo meter dentro del cercado de su ancha casa; y luego comenzaron a entender en aplacar y sacrificar a la diosa con gran veneración y con gruesos animales y sacrificios. En este lugar me recuerdo yo haber escapado de un grandísimo peligro de muerte, el cual fué éste: un labrador de allí envió en presente al señor de aquella casa un cuarto de ciervo muy grande y grueso, el cual recibió el cocinero y lo colgó negligentemente tras la puerta de la cocina, no muy alto del suelo; un lebrel que allí estaba, sin que nadie lo viese, alcanzólo, y alegre con su presa, prestamente desapareció delante los ojos de los que allí estaban; el cocinero, cuando conoció su daño y la gran negligencia en que había caídollorando muy fieramente, y como desesperado, que ya casi su señor demandaba de cenar, no sabiendo qué hacer y con el mucho temor, besó y abrazó a un niño que tenía y tomó una soga para ahorcarse; la mujer, que lo quería bien, no escondiéndosele el caso extremo de su triste marido, con ambas manos arremetió a su marido para quitarle el nudo mortal de la soga que tenía al pescuezo, y díjole:
—¿Cómo tan espantado te ha este presente mal, en que has caído y perdido todo tu seso y no miras este remedio fortuito que acaso te es venido por la providencia de los dioses? Porque si en este último ímpetu de la fortuna tornas en ti, despierta y escúchame: y toma este asno que ahora es venido aquí, y, llevado a algún lugar apartado, degüéllalo, y una de sus piernas, que es semejante de la perdida, cortásela, y muy bien guisada, picada o de otra manera que sea muy sabrosa, ponla delante de tu señor en lugar del ciervo.
Al bellaco azotado plúgole de su salud con mi muerte, y alabando la sagacidad y astucia de su mujer, acordando de hacer de mí aquella carnicería, aguzaba sus cuchillos.