Memorias de un solterón: 24
Capítulo XXIV
Debió de ser aquel mismo día en que los absortos marinedinos contemplaron la majeza y elegancia del ex tipógrafo y se quedaron como quien ve visiones, creyendo que se desquiciaba el mundo. Sí: aquel mismo día debió de ser, porque el hecho ocurrió cuando ya nadie puso en duda la realidad del tardío y estupendo enlace del rico D. Baltasar y la humilde Tribuna. -En su cuarto estaba D. Benicio Neira, desagradablemente ocupado contestando a cartas que desde Lugo le escribían, y en las cuales todo se volvían nuevas de casas de caseros viniéndose abajo por falta de reparos, de recargos de contribución, de malas cosechas, y de bajos precios. Neira escribía con inseguro pulso, y su abatida frente y sus hombros agobiados delataban el cansancio y la vejez. Toda situación difícil tiene horas más crueles, de mayor desaliento, y en la que atravesaba Neira, con un cabello le podrían ahogar. Próximo el vencimiento de los réditos que anualmente pagaba a Baltasar Sobrado, réditos que crecían como la bola de nieve, Neira no sabía ya qué finca hipotecar, ni de dónde sacar fondos para el urgente pago. Sus esperanzas de que Rosa «se colocase» y de que Sobrado, al entrar en la familia, usase de misericordia, con la noticia de la boda habían venido a tierra de golpe. La decepción cayó como un peñasco sobre el alma del pobre padre, que veía la miseria amagar a aquellas hijas tan amadas, a las pequeñuelas inocentes. Se acusaba a sí propio, y se despreciaba; ¿qué era él? Un hombre honrado a secas... inútil para la vida, para la lucha. Sólo podría haber sido dichoso naciendo dos siglos antes y encerrándose en un convento, en uno de esos refugios de los débiles, donde nadie tiene que crearse su propio destino, porque se lo da hecho la voluntad fuerte de un sabio fundador y la regla clara y firme por él establecida...
Mientras D. Benicio borrajeaba sus epístolas, tratando de defenderse, lidiando con las chinchorrerías de los de Lugo, revolvía en su mente el único medio de aplazar el conflicto. No le quedaba otro recurso. Era preciso escribir a doña Milagros exponiendo la verdadera situación. Aquella señora excelente, generosa, nobilísima -pese a los malsines- y muy rica ya, por herencia de la Tomatera de Chipiona, no se negaría a socorrer a D. Benicio, padre de dos criaturas a quienes prohijaba y amaba la andaluza con cariño tal vez más exaltado que el materno. Pero Neira, a la idea de mendigar un auxilio en metálico, sentía una sofocación, un bochorno inexplicable. Arruinado y hundido, quedábale aún su puntillo de caballero, de hombre bien nacido, de hidalgo; si había contraído deudas, de ellas respondían sus bienes; no es lo mismo pedir prestado que pedir limosna. ¡Si él pudiese; trabajar, desempeñar un destino! Pero ¡a su edad, quién le protegería, quién le colocaría! ¡Ah! ¡Si fuese solo, si no tuviese aquellas hijas, aquel deber natural y terrible que cumplir!
Abriose la puerta de súbito; y Rosa entró... Cuando el padre y la hija se encararon, retrocedieron: tales estaban ambos de desemblantados, de cadavéricos, como si algún golpe de esos que destruyen las organizaciones más fuertes -pena o enfermedad- hubiese caído sobre los dos a la vez. En Neira sorprendía menos el destrozo, pues tiempo hacía que en su cara ciertos matices azulados delataban el progreso de una afección cardíaca; pero en Rosa, la bien nombrada, la que por su frescura y belleza era recreo de los ojos, adorno de la casa y gala de la ciudad: ¡qué tremendo sello habían grabado la decepción, la catástrofe de su intriga amorosa, el miedo y la afrenta! Hasta el último instante Rosa había querido engañarse a sí misma; pero la boda de Baltasar Sobrado se hizo pública, y ella acababa de recibir el parte oficial en la forma más ignominiosa, como se recibe un bofetón: aquel papel que traía en la mano, papel largo, cubierto de renglones que concluían en una cifra, era la confirmación auténtica de su desventura, y al par la prueba de que ni aun el estipendio de su honra lograba salvar en tal naufragio...
Nada se dijeron en el primer instante el padre y la hija, y por fin ella se le echó en brazos, sollozando tan alto, exhalando tales gritos, que por instinto de precaución, Neira corrió a la puerta y pasó el cerrojo. Al fin, el padre logró tomar la palabra, y entre besos y caricias murmuró frases de consuelo. «No te apures, paloma; ten valor... ¿Qué se le ha de hacer? Esa suerte no estaba para ti, ni para nosotros... Paciencia; eres muy bonita, y no faltará quien tenga ojos en la cara y no te deje por una pillastrona vieja... Ea, no te aflijas más...». Pero Rosa seguía gimiendo, hipando, retorciéndose las manos, estrujando el papel. Al fin, animada por la bondad del padre, en una de esas expansiones que provocan en la mujer la tensión nerviosa y el llanto, vació de repente todo el costal de las infamias. No se trataba lo que su padre creía. ¡Ojalá! ¡Si al menos aquel dolor fuese la inocente aflicción de la doncella que soñó en castas nupcias y vio huir de su lado al novio que la prometía la ventura! ¡No, no...! ¡Era otra cosa...! y allí estaba lo inminente, lo fatal... la cuenta de las galas y trapos que ella nunca pensó pagar, la cuenta que debía abonar Sobrado, y que recaía, como candente hierro que marca en la tez el baldón, sobre la faz del padre confiado y débil. Ya dos veces el comerciante, sabedor de la boda de Sobrado y olfateando un embrollo en aquellas facturas, había escrito a Rosa apurando, amenazando... Y Rosa no podía pagar, Rosa no se atrevía a salir a la calle, Rosa no tenía el recurso de acudir a Sobrado, ausente, marido ya de otra... -El primer momento fue de espanto tan grande, que Neira enmudeció. Como el niño que en desatentada carrera va disparado a chocar contra una dura esquina que le hiere, sobrecogido con el golpe queda al pronto silencioso y quieto, aunque luego rompa en vehemente explosión de llanto, así el padre, sofocado, ahogado por aquella ola de vergüenza que acababa de envolverle de la cabeza a los pies, anegándole, se quedó petrificado. Un dolor agudo, que partía del hombro izquierdo y bajaba a hincarse en la víscera que reparte la sangre y con ella la vitalidad, paralizaba también a Neira, cortándole el aliento. Parecíale que una mano certera le estaba clavando muy adentro y con suma complacencia un agudo estilete. De pronto, aquella suspensión de todas sus facultades fue sustituida por un ímpetu loco, un deseo de destrozar, de romper, de pisotear, de aniquilar. Corrió a su hija, la asió de las manos, la zarandeó, y frenético de ira, la escupió al rostro estas palabras:
-¡Bribona, perdida, asquerosa!
Después, ciego, la lanzó contra la pared: Rosa, entre el remolino de sus infladas faldas vino a recaer sobre un sillón muy viejo, donde quedó medio sentada, medio arrodillada; y mientras maquinalmente, sensible al dolor físico antes que al moral, y preocupada sobre todo de lo que podía deslucir su hermosa persona, se tentaba las muñecas lastimadas y desolladas por los dedos y las uñas de su padre, este, aplanado por el esfuerzo de su enojo, corría hacia la cama y revolcando en la almohada la cabeza, lloraba desesperadamente, con lenta queja prolongada, pueril...
De pronto se enderezó, y volviéndose hacia Rosa, dijo con lágrimas en la voz, implorando:
-¿Dónde está esa cuenta? Venga, que se pagará... ¡Aunque tengamos que mendigar por las calles!
-Aquí... aquí está... -balbuceó Rosa temblando.
-¡Y cuidadito! -añadió él-. ¡Y cuidadito cómo... cómo... cómo dices a nadie... ¡a nadie! que te había prometido pagarla ese... ese tío sucio, malvado... a quien yo...!
Iba a precisar la amenaza; iba a anunciar algún desquite en el triste juego donde aventuraba y perdía la honra, cuando de pronto recordó que ya no quedaba medio humano de restaurar el crédito de su hija. Se le había adelantado otro, joven, fuerte, resuelto, el compañero... Casado estaba Baltasar; ¿qué reparación exigirle? Y Baltasar era dueño de casi toda la hacienda de Neira... Si no se apianaba; si en su calloso corazón el daño hecho a Rosa no infundía piedad hacia la familia... en breve las hijas de D. Benicio coserían para vivir, y la quiebra del honor de Rosa se contaría por tan poco como suele contarse la del de las infelices nacidas en las capas sociales más ínfimas. Razón tenía Feíta, sobrada razón: el único recurso, en ciertas situaciones, es descender intrépidamente a las filas del pueblo, aceptar el trabajo manual, el vestir pobre, la baja condición... y poder conservar, dentro de ella, ya que no el decoro externo -la cáscara del decoro, que la constituyen apariencias y vanidades-, la independencia moral, la dignidad, que no se mide por el bolsillo... La dolorosa convicción de su impotencia para reparar la burla hecha a su hija trastornó a Neira de tal suerte, que enseñó los puños al cielo... Al querer consolarle Rosa, la despidió de sí otra vez, y fulminando indignación por los ojos, repitió:
-Ya te he dicho que se pagará esa cuenta... ¡Se pagará, se repagará! Lo demás, ¿qué te importa? ¿Qué te importa darnos la muerte y sepultarnos en basura? Como tengas tus trapos... ¡trapos malditos, cochinos trapos, que ponen a un hombre de bien en el caso en que yo me encuentro! Se pagará la cuenta, aunque fuese con gotas de mi sangre... No permitiré yo que crean que si la hija es una pindonga, el padre es un tramposo... ¡Mañana misma buscaré otra casa, porque esta se me cae encima! ¡Aquí os habéis juntado un canalla y una mala hembra! para asesinarme... y lo habéis conseguido, ¡caracoles si lo habéis conseguido! ¡Quién me diría -añadió el infeliz con súbita reacción de ternura- que habías de ser tú, Rosa, mi Rosiña... mi vanidad... la que ibas a darme el tósigo!
Fría de alma era Rosa Neira ciertamente; ningún sentimiento generoso hacía latir su seno no tan puro de líneas, su seno de mármol; sin embargo, hay momentos, hay palabras, hay acciones que arrancarían chispas de sensibilidad de las piedras, cuanto más de un ser humano, de una hija. Movida por la inesperada y amante queja; sintiendo mojado el rostro por las lágrimas paternales, lágrimas encendidas, caldeadas por un horrible dolor, por esa vergüenza que cuestan las malas acciones de los hijos -vergüenza mayor que si la originase la mengua propia-, Rosa, ansiando disculparse de algún modo, aminorar un poco su responsabilidad, tartamudeó:
-No soy yo sola quien le avergüenzo, papá... No parece sino que otras no hacen lo mismo que yo... ¡y peor si acaso...!
Echose atrás Neira, rígido. ¡Eso más! ¿Qué significaba...? ¿Qué ocurría? Que repitiese, que se explicase... La muchacha, alarmada, quería desdecirse, comerse las palabras... pero D. Benicio la agarró otra vez de las muñecas, la envió al rostro su aliento de fiebre, la fascinó con sus ojos ya secos, llameantes... ¡impuso su voluntad, como la imponen los débiles cuando desplegan un vigor facticio y momentáneo, hijo de la absoluta desesperación...! Rosa cedió; era de cera, y ni sabía resistir, ni dejaba de encontrar fruición maligna en disculparse acusando al prójimo.
-¿Cuál otra hija mía se ha perdido? -articuló D. Benicio, relampagueando-. Es Feíta, ¿verdad?...
Rosa dudó un momento. A Feíta no la quería bien: eran inveteradas la antipatía y la discordia entre la hermana linda y la hermana sabia. La idea de calumniarla cruzó como un rayo por su menguado espíritu. Pero temió que Feíta, con cuatro impetuosas palabras, disipase la calumnia e hiciese resplandecer la verdad. Temió, sin darse cuenta de que temía, como sucede a las conciencias oscuras, y, agarrándose a la verdad cual a una tabla, dijo, categóricamente:
-No: es Argos.
-¡Cuidado con mentir! ¡Te deshago...! A ver, cuenta, cuenta -ordenó el padre, con calma fúnebre y espantosa-. Cuéntame eso, que me divierte mucho... Argos, ¿eh? ¿Y con quién? ¿Y cómo? ¡He dicho que cuentes! -repitió, alzando la voz, sin miedo a que resonase fuera, a que se enterase alguien de una escena tan espantosa- ¡Obedéceme siquiera ahora, que poco me tendrás que obedecer en este mundo! ¿O es que mientes, pécora?
-No miento, no... No se enfade... Argos... es con Mejía...
-Con el gobernador, ¿eh?
-Sí, señor... con el gobernador, que la tiene chiflada... Está loca de atar. ¡Si él la manda echarse a un pozo... se echa!
-¿Dónde se ven? ¿Aquí, cuando yo salgo?
-En casa de él... -Neira se estremeció de pies a cabeza-. Ya fue allá Argos dos veces... después de anochecido, disfrazada con mantón y pañuelo... Y como él tiene enemigos que intrigan para quitarle este gobierno... y piensa largarse de aquí pronto... ella... proyecta escaparse con él a París!... Lleva el retrato de él sobre el pecho... si V. lo quiere ver, puede desabrocharla el vestido... León Cabello, que teñía con ella relaciones, anda muy triste, amenazando matarse... Todos los días recibe ella una carta larguísima del músico... y se la manda al gobernador para que se ría, para que haga burla...
La muchacha amontonaba detalles, algo picada, deseosa de que por lo ajeno se olvidase lo propio... El padre hubo de poner fin a la confidencia. No necesitaba saber más. -Cuando Rosa salió de la estancia tapándose los ojos con un pañolito, Neira tomó la pluma y escribió a doña Milagros una carta apremiante y corta. Después buscó el sombrero; echose a la calle; pasó cosa de media hora en el despacho del dueño de la Ciudad de Londres, y de allí se dirigió al palacio del gobierno civil.