Memorias de un solterón: 23
Capítulo XXIII
Bajo el peso de tan clara notificación quedó Baltasar, viendo desaparecer a su hijo sin dar tiempo a la réplica, a la protesta, a la objeción, al ruego, al alarde de indiferencia, al movimiento de arrogancia, a la risa desdeñosa, a cualquier acto que demostrase que no le ponía miedo el repentino sofoco. Sintiose Baltasar como atornillado al asiento: esta inmovilidad es uno de los primeros fenómenos del miedo, que suele cortarla respiración y paralizar las piernas... Oyó el ruido de la puerta de la ante sala que se cerraba de golpe, y el perrillo canelo, que había despedido al compañero con ladridos de furia, regresó moviendo la cola, y saltó al diván para encaramarse a los hombros de su amo y lamerle afectuosamente las orejas; y la caricia del animal y el silencio de la habitación y la butaca que había dejado vacía el tipógrafo, le pareció a Baltasar que tenían algo de trágico en aquel instante...
Baltasar Sobrado, el antiguo seductor de Amparo la cigarrera, el militar retirado, el vividor sibarita, el ávido negociante, no era le que se llama un cobardón. Aunque los derroches de vitalidad a que le arrastraba su condición mujeriega le hiciesen parecer más viejo y gastado de lo que era realmente, no carecía de lucidez, ni de sangre fría ante los peligros. Había estado en campaña, había oído las descargas y asaltado trincheras. En el crítico trance en que le ponía el compañero, Baltasar no perdió el discernimiento, ni se ofuscó su razón. Tal vez esto mismo contribuyó a ablandarle. En rápida asociación de juicios y de ideas, vio que los argumentos del socialista eran perfectamente lógicos. Al renunciar a la dinamita, al bárbaro desahogo de los explosivos, el mozo demostraba que no le guiaba un impulso ciego, un conato irreflexivo de destrucción, sino un cálculo certero, de jugador que arriesga la cabeza para ganarlo todo de un golpe. Era la combinación hábil y exacta; y la determinación, hija, por decirlo así, de una desesperación que espera, revelaba una tensión de voluntad que debía conducirle a la victoria. Para Baltasar, encenagado en todos los placeres; acostumbrado a regalar y festejar a su cuerpo; cincuentón, pero sano aún; para Baltasar, rico, poderoso, dichoso, era perder infinito perder la amable vida. Para el compañero, para el granuja de la calle, sin nombre, sin un real, la muerte, si no fuese grata, no podía ser horrenda. El tipógrafo sabía lo que se hacía, y Baltasar, dando vueltas en su cabeza al problema planteado, no encontraba medio de librarse de su hijo.
Había en favor de Sobrado una probabilidad: que el compañero hubiese amenazado... por amenazar, y que le faltase el valor. ¡Hasta el hombre más miserable y desdichado siente apego a la existencial Pero también -sugería el temor- vemos a cada paso gente que la expone y la pierde por leve causa. ¿No podría el socialista exponerla con mayor motivo en una aventura que, a salir bien, le valdría nombre, posición, la honra de su madre y una herencia de millones? ¿No era el que emplazaba a Baltasar un hijo de aquella misma Amparo que, viéndose burlada, quiso pegar fuego a la casa de los Sobrados, en la calle Mayor? ¿Lo que no realizó la madre, no podría cumplirlo el hijo, que tenía fama bien ganada de animoso, de resuelto, de tenaz, que había conquistado desde su humilde posición de obrero la jefatura de una agrupación política, y en quien germinaba desde la niñez la idea, el sueño, la sed del desquite y de la venganza?
A la parálisis momentánea siguió en Baltasar desatada excitación nerviosa. Empezó a agitarse, a pasear por el cuarto abajo y arriba, como si tuviese hormiguillo, como si le pinchasen. ¿Qué haría? ¿Qué solución sería menos mala? El compañero le había cortado todas las salidas; no podía ausentarse, ni llamar en su ayuda a la autoridad y a la ley. ¿Desafiar al compañero, luchar con él de hombre a hombre, herirle, matarle? ¡Bah! Las personas acomodadas, los pudientes, los burgueses sólidos, no matan a nadie; no quieren comprometerse, no quieren perder la libertad, no quieren que la justicia les meriende su hacienda. ¿Despreciar las amenazas, burlarse de ellas, esperar tranquilo? Esto era sin duda lo mejor... Sin embargo; sólo de pensarlo se le enfriaban las manos y se le humedecía la raíz del cabello al ricachón, al empedernido calavera... De pronto miró el reloj, y vio con sorpresa que marcaba las doce menos veinte minutos... ¡Dos horas corridas ya! ¡Dos horas de los tres días, plazo en que debía dar su mano de esposo a la Tribuna!... ¡Dentro de veinte minutos llegaría Rosa, ligera como una aparición, risueña, perfumada, con enaguas de encaje, pasiva, complaciente... ¡Y había que recibirla, que acariciarla! Baltasar cogió precipitadamente un libro y lo mandó por el criado al piso de arriba, para la señorita Rosa; era la señal convenida con que la cita se aplazaba...
Almorzó distraído... ¿Qué es decir almorzó? su garganta se contraía; su estómago, inerte, rehusaba el alimento; intentó beber para alentarse, y la primer copa de exquisito borgoña le causó una especie de náusea. Y al alzarse de la mesa... ¡oh vergüenza! ¡oh miseria de la humana condición! otro fenómeno fisiológico, involuntario, le demostró que el espíritu transmite a la materia sus impresiones, y que esta obedece, como sierva que es, alterando sus funciones, hasta las más ínfimas y bajas...
Las zozobras y desfallecimientos sufridos durante el día fueron tortas y pan pintado en compartición de los nocturnos: -A la tarde siguiente, Baltasar, queriendo alardear de tesón e indiferencia, salió a la calle Mayor, y ocupó su lugar de costumbre en la Pecera, cigarro en boca. Allí se sintió aliviado; la compañía le reanimó, y casi se rio de sus preocupaciones. Al poco rato, por un callejón que desembocaba frente a la Pecera misma, vio venir al compañero, solo, calada la gorrilla, mirando fijamente hacia el vidrio que protegía a su padre. La actitud del mozo nada tenía de retadora ni de insolente: era serena, y sin embargo, tan expresiva, que el emplazado se levantó de súbito, y por la puerta que daba a la Marina, huyó furtivamente a su casa. Acostose a las nueve, después de tomar sin gana un caldo y chupar un ala de pollo, comida de enfermo que así y todo le costó trabajo atravesar. -La noche fue horrible, una de esas noches que mueven a los que las pasan a mirarse al espejo cuando despiertan, por si se les ha vuelto el cabello blanco... -Rendido de la brega, Baltasar se sostuvo aún todo el día: su orgullo, su dureza, su ferocidad interior de desalmado hecho a pisotear a la humanidad para que suelte el jugo, protestaban, gritaban, y le pintaban con vivos colores el cuadro de tan humillante derrota y tan ridículos desposorios... ¡Pero la vida, la dulce vida! ¡La única vida que existía para Baltasar, porque de la otra, allá a su burdo estilo de escéptico de café, dudaba y hasta descreía riendo! Pasó una noche más, formidable, con el vértigo de la nada, con el frío estremecimiento de la muerte visitando de continuo sus venas. -Cuando se levantó, entreabrió los visillos y vio que por los soportales de enfrente se paseaba el compañero Sobrado. Baltasar soltó bajito una interjección, cerró los puños, se mordió el pulgar por la falange, pateó, se resignó, se encogió de hombros, entró en su despacho, y escribió un renglón llamando al compañero, pidiendo parlamento. El fámulo fue a llevarlo en dos brincos...
La única gracia que pudo obtener el reo fue que la boda se verificaría al amanecer, de tapadillo, lo más tapadillo posible, y que después de la ceremonia saldrían los recién casados y el vástago en un coche a la quinta de la Erbeda, no regresando hasta que se calmase el asombro producido por tan peregrino enlace. El compañero ofreció también decir a todo el mundo que aquello era resolución espontánea y voluntad explícita de Sobrado; que nada le había obligado a la reparación sino su conciencia y su natural hombría de bien. Este programa se cumplió sin quitar punto ni coma; y tal fue el sigilo, y la boda tan impensada, que en los primeros momentos Marineda se dividió en dos bandos, uno que sostenía que casado estaba Baltasar, y otro que afirmaba que no había tal cosa, y que solamente por tapar la boca al compañero, Baltasar se lo había llevado al campo de mayordomo, y de ama de llaves a la Tribuna.
Sin embargo, es imposible que en ciudades de la población de Marineda se guarde el secreto de acto tan importante y visible como una boda, y boda tan extraña como la del opulento Baltasar Sobrado con la infeliz cigarrera seducida y abandonada por él veintitantos años antes; y los refinamientos del sigilo, los encargos al párroco y testigos, y las propinas al monaguillo y acólito -cuantas precauciones adoptó el abochornado, corrido y aniquilado Baltasar-, fueron insuficientes para que la noticia no cundiese y se divulgase antes de terminar la semana en que se consumó el sacrificio. Y en realidad, ¿a qué venía tanto misterio? ¿Puédese ocultar un matrimonio celebrado con todos sus requisitos? ¿Acaso dos oficiales que salieron a dar un paseo a caballo, por las alturas de la Erbeda, no habían regresado despavoridos, refiriendo en la Pecera, con mil detalles, que en el coche de Baltasar Sobrado -aquel bonito clarens traído de Francia y revestido de rico reps de seda azul, tirado por un tronco bayo tan cuidadito que, según Primo Cova, se le daba chocolate por las mañanas y caldo por las noches...-, habían visto, ¡oh espectáculo indudablemente nuncio del juicio final! a la Tribuna, ¡a la mismísima Amparo la cigarrera, recostada muellemente, luciendo una manteleta negra con flecos de azabache, y a su hijo, al compañero Sobrado, al jefe de los socialistas marinedinos, al corresponsal de Pablo Iglesias, reclinado como un papatache, dejando ceremoniosamente la derecha a la que le llevó en su seno!
Por si no bastaban estas noticias para encrespar el oleaje de las críticas y los comentarios, ocho o diez días después del magno acontecimiento, un domingo, a la hora de más concurrencia y animación en la calle Mayor, que es la de salida de misa de doce, cruzó por entre los grupos un hombre, que pareció una visión a los que le contemplaron. Le conocieron, claro está; pero estaba desconocido. Hablase cortado y peinado el rizoso pelo según los preceptos de la moda; y arrinconada y tal vez quemada la humilde e informe blusa, la plebeya gorrilla y demás prendas de su guardarropa de obrero, lucía y se ostentaba la gallarda figura del que ya era heredero de Sobrado, mal a sus anchas embutido en un terno de fino paño inglés, que proclamaba su reciente salida de la sastrería en los enarcados dobleces y en lo flamante del género. Al tenor del traje eran el sombrero hongo gris, la nívea camisa, la corbata de raso claro, con lindo alfiler, y el calzado resplandeciente. Por último, ¡detalle realmente inverosímil, que a no verlo con los propios ojos no se creyera! al sacar el ex compañero Sobrado -ya D. Ramón Sobrado con todos sus perendengues de legitimidad-, la mano del bolsillo, para extraer de una petaca de gamuza un cigarrillo de papel, pudo verse que calzaba guantes; guantes, sí, guantes claros de lo más señoril; con sus tres cadenetas, sus dobles costuras, sus botones gordos! Desde mi observatorio de la Pecera, donde me acurrucaba mohíno y entristecido, pensando en Feíta que pronto levantaría el vuelo y rumiando planes locos de seguirla a Madrid, vi aquel inaudito espectáculo, y experimenté una de esas impresiones morales que jamás se olvidan ni se borran; una especie de sensación de la presencia real de la justicia divina, una certidumbre de la acción de la Providencia en la tierra. No porque yo creyese que la mencionada justicia divina estaba en el deber de proporcionarle al compañero Sobrado corbatas de seda y guantes de piel británica; sino porque tan rápida y extraña mutación, aquel hijo abandonado tantos años en el arroyo, lo mismo que se abandona un sobre roto o un bramante cortado, y ahora establecido con tal boato, heredero de un capital respetabilísimo, era el castigo del miserable vicioso que le había engendrado; castigo tan ejemplar, que como obra maestra de ejemplaridad pudiera estimarse. Otra cosa vi también en el repentino encumbramiento de Ramón Sobrado, del pobre obrero maltratado hasta entonces por la fortuna. -Y fue la demostración más clara de que, hasta en los partidos que tienen por bandera el colectivismo, sólo la acción individual conduce a resultados prácticos. Sin meetings, sin conjuras ni auxilio de nadie, el compañero se habla valido a sí propio... Así lo proclamaba su aire arrogante, el desdén casi retador con que miró hacia la Pecera, cual si exclamase altivo: «¿Me veis? Ayer no era de los vuestros... Ya lo soy, porque he querido serlo... Desdeñadme ahora».
Lástima que una idea súbita viniese a aguarme la satisfacción de comprobar que existe esa justicia vigilante y severa, dedicada a apuntar la más mínima partida en la cuenta corriente de nuestros actos. Se me ocurrió que si antes el obrero de blusa, prendado de la burguesa Feíta, recordaba el gusano enamorado de la estrella de que nos habla el poeta romántico, ahora, habiendo traspasado esa valla social que parece tan difícil de salvar, Ramón Sobrado era para la hija de Neira lo que se llama un partido, un hombre joven, guapo, hacendado, el sueño de la muchacha casadera, el novio que envidiarían las demás señoritas de Marineda seguramente... Y viendo al nuevo burgués tomar la dirección de la calle donde vivía Neira -que era por otra parte la de su propia casa, la magnífica vivienda de Sobrado- mis celos y mi pena me impulsaron a dudar (por última vez) de la sinceridad de la vocación independiente de Feíta, y calculé, amostazado y dolorido:
-Ahí va el que ha de impedir el viaje de mi loca.
Al mismo tiempo que yo pensaba así, Primo Cova me tocaba en el brazo y me decía:
-¿Ve V. los socialistas, los anarquistas, los dinamiteros? Deles V. ropa decentita y guantes ingleses... y verá qué pronto cuelgan las armas.