Memorias de un solterón: 08

Memorias de un solterón de Emilia Pardo Bazán
Capítulo VIII

Capítulo VIII

No; positivamente, no le parecía saco de paja a la ex devota el engarzador de arpegios. Había en aquel flirt, basado en la comunidad de gustos artísticos, algo de vago, ensoñador y baboso, muy diferente de la vehemencia y la exaltación que se habían notado en los primeros entusiasmos de Argos divina. Sin duda la muchacha poseía todas las cuerdas de esa gran lira que se llama el amor, y gustaba de coleccionar -en vez de trapos y cintajos, como su hermana-, impresiones y recuerdos.

El León penetró en casa de Neira por la puerta de la pedagogía musical: le llamó don Benicio, por recomendación de Sobrado, para dar lecciones de canto y piano a dos de sus hijas, Argos y Feíta. Esta última, al mes escaso, se rebeló, y dijo que no la daba la gana de perder tiempo, que se cansaba de aquel ejercicio bobo y que no pensaba ganarse la vida como León Cabello, haciendo competencia a las Bemolitas; Argos, en cambio, tal gusto le tomó al aprendizaje, que no se apartaba del piano en todo el día. La tertulia se resintió de la manía filarmónica de la muchacha. Cuando no estudiaban, de música hablaban el virtuoso y ella. Todo era revolver sonatas, elegir caprichos y rebuscar melodías. Una pieza brillante a cuatro manos llegó a ser para nosotros verdadera obsesión. Cada vez que yo veía girar despaciosamente el taburete, subiendo o bajando para que en él se acomodase el artista, me entraba un desasosiego nervioso... Por fortuna allí no era de rigor escuchar en silencio: se podía charlar, se podía no hacer caso del chaparrón de notas. Tal vez el profesor y la discípula preferían que no se les concediese extremada atención. No aspiraban a la gloria de embelesarnos; harto embelesados andaban ellos.

Últimamente habían descubierto un filón, las melodías aldeanas, preciosas canciones del país cántabro, tan mimosas, tan llenas de nostalgia dulce. Argos las cantaba con gracia hechicera, acompañándola con suma delicadeza el virtuoso. Con esa parte del programa me reconciliaba yo, y hasta la oía lleno de placer, pues a pesar de mi naturaleza poco elegíaca, las tales canciones, embalsamadas por la menta y el saúco de los ribazos cántabros, me infiltraban en el alma una serena melancolía, una especie de dolor grato, que se bebía a sorbos y no embriagaba de pena... Pero estas cosquillas románticas desaparecían así que tomaba asiento a mi lado y me dirigía la palabra la más extraordinaria y ridícula criatura que se ha visto en el mundo, o sea Feíta, el séptimo retoño de D. Benicio Neira.

¿Cómo te haría yo comprender bien, oh sesudo y morigerado lector, lo que era la tal Feíta, en lo físico, en lo moral, en lo intelectual? Cien pliegos de papel no bastan para retratar a este curioso personaje. Su exterioridad es lo más fácil de sorprender al vuelo, pues no necesita, el lápiz esmerarse para no alterar líneas de belleza. Feíta (diminutivo algo injurioso de Fe), no es linda, aunque, tampoco repulsiva ni desagradable. Su cara, más que de doncella, de rapaz despabilado y travieso, ofrece rasgos picantes y originales, nariz de atrevida forma, frente despejada, donde se arremolina el pelo diseñando cinco puntas que caracterizan mucho la fisonomía. Sobre el labio superior hay indicios de bozo: no puede llamarse una dedada, sino a lo sumo leve sombra, que con el tiempo obscurecerá. Sus ojos son chicos, verdes, de límpido matiz, descarados, directos en el mirar, ojos que preguntan, que apremian, que escudriñan, ojos del entendimiento, en los cuales no se descubre ni el menor asomo de coquetería, reserva o ternura femenil. El cuerpo de Feíta es suelto, ágil, de formas escuetas y de un dibujo muy sobrio, recogido y púdico, a la manera de esas figuritas magras y castas sin ascetismo, que los broncistas de Florencia legaron a la admiración de la posteridad. Sólo que para adivinar esta que sin duda alguna es perfección y gracia del cuerpo de Feíta, hay que ser más que lince, zahorí. Yo que me perezco por las mujeres ataviadas, peripuestas y pulcras, no me puedo acostumbrar a la manera de vestirse de esta chicuela indómita. Siempre anda metida en un talego o amarrada como un saca de garbanzos. Sus hermanas no la hacen caso, y ella no se cuida de sí propia, ni creo que recuerda que hay espejos en el mundo. Su pelo vive en perpetua insurrección: es el mambís más rebelde que conozco. Lo lleva corto por que no la da la gana de dejarlo crecer, ni de sujetarlo formando moño, ni de enterarse de para qué sirven la tenacilla y el alisador, y cada mechón va por su lado, unas veces crespos, otras lacios y mohínos, según la temperatura y la humedad. Los dedos de Feíta son un mapa mundi de manchas de tinta y de desolladuras y arañazos, porque el día en que a la moza la da la ventolera por revolver y arreglar la casa, la vuelve patas arriba, desclava y sacude todo, alfombra ella misma, y se empingorota en una escalera de treinta peldaños para lavar los vidrios. Sin embargo, los arrechuchos de laboriosidad doméstica no son en Feíta muy frecuentes. Por lo general paga tributo a otra manía, insólita y funesta en la mujer: y es su malhadada afición a leer toda clase de libros, a aprender cosas raras, a estudiar a troche y moche, convirtiéndose en marisabidilla, lo más odioso y antipático del mundo.

Si Feíta me interesase por algún concepto; si fuese hija o hermana mía; ¡qué pronto la con vierto y la curo de esa chifladura inverosímil, reintegrándola en el puesto que la naturaleza señaló a la más bella mitad del género humano! Pero no soy yo el llamado a civilizar a esta salvaje sabia, y su padre, mi buen D. Benicio, carece de la energía que exige su cargo paternal. La debilidad de D. Benicio es lo único que puede explicar los derroches de Rosa, las novelerías de Argos y las inauditas excentricidades de Feíta.

Como Sobrado cuchichea con Rosa en el rincón de la galería, cerca de los heliotropos en flor, y Argos se entrega a las emociones musicales; como las otras señoritas que concurren a la tertulia, y son las del magistrado Tardejón y Mercedes Cabrera, la del ingeniero, forman su peñita y demuestran intenciones criminales, conatos de llevarme insensiblemente, si yo me dejo, camino del ara santa... me desvío de ellas y suelo entretenerme en charlar con la extravagante, con la cual no arriesgo nada y que me hace reír de puro desquiciada y lunática que está la infeliz. Sus extrañas teorías se prestan a servir de base para mil discusiones acaloradas y chuscas, divertidísimas a veces; porque con Feíta no estamos nunca dentro de lo previsto y normal, sino que cada día saca ella un resorte nuevo.

La cabeza de esta pobre niña es «el caos e islas adyacentes» -según frase de Primo Cova, que la encuentra, como yo, muy salada-. Ha leído todo cuanto cayó en sus manecitas, ávidamente, con prisa, sin discernimiento, tragando, cual los avestruces, perlas y guijarros en revuelta confusión. Desde los libros de mística con que se espiritaba Argos en sus tiempos de fervor, hasta los de fisiología y medicina que tuvo la insensatez de prestarle a Feíta el filántropo Doctor Moragas; desde las novelas de Ortega y Frías que la ofreció con grandes encomios el brutazo de D. Tomás Llanes, hasta las poesías de Verlaine que la facilitó secretamente un empleado de la Biblioteca del Puerto, Feíta ha recorrido toda la escala bibliográfica, hacinando en su mollera un fárrago estupendo, una capa de detritus, entre los cuales van envueltos preciosos gérmenes que podrían fructificar si los cultivase con método y razón. No cabe duda que la tal Feíta sabe ya muchísimas cosas; pero su instrucción ha sido, como suele la de las personas de su sexo, confusa, precipitada, incoherente, y con lagunas y deficiencias donde debían existir ciertas nociones sin duda elementales, pero que son a guisa de eslabones que enlazan entre sí la vasta serie de los conocimientos humanos. Feíta, en momentos de lucidez, lo reconoce, por más que en otros, con infantil pedantería, me llama ignorantón, a lo mejor porque no sé en qué consiste la función de una glándula o dónde radica un haz de nervios; pues en lo que está más fuerte este demontre de inaguantable chiquilla, es en ciencias enlazadas estrechamente con la medicina, gracias a los préstamos del bueno de Moragas, que es capaz, a fuer de ideólogo, de fumar sobre un polvorín descubierto.

-Me hago cargo -suele exclamar Feíta- de lo mucho que ignoro. No crea V. que necesito que me lo cuente nadie. ¡Soy yo más lista! Y tenga por seguro que si no reviento he de aprenderlo todito. ¿No ve V. que a mí, como enseñar, no me han enseñado ni esto? Coser, bordar, rezar y barrer, dice mi padre que le basta a una señorita. Un día recuerdo que hasta me puse de rodillas para que me enviasen al Instituto, como a Froilán, y papá salió con que me hartaría de azotes si volvía a hablar de semejante cosa. No me asustan los azotes, ni mi padre es capaz de azotarnos con un hilo de seda; pero ni tenía dinero para las matrículas, ni los catedráticos me recibirían contra gusto de papá. Y cuando una es chiquilla, chiquilla... no hay coraje para nada. Hoy me arremango y voy si quiero; pero hoy ya estudio yo sola, lo mismo que en el Instituto. ¡O más si se me antoja, hombre!

-¡Pues hizo bien su padre de V., mujer! ¡Se ría una ridiculez ir allá!

-¿Y por qué había de ser una ridiculez? Pago un duro de mis ahorros por cada razón que V. me dé.

-Pero, hija mía (yo solía tratar a Feíta así, paternalmente); ¿a qué se compara V. con Froilán? ¿no ve V. que Froilán es hombre y necesita tener carrera?

-¿Froilán hombre? Froilán jumento -respondía perentoriamente e imitando el habla de los negros la diabólica.

-No sea V. así. Froilán ha de concluir sus estudios y vivir de lo que gane.

-¡Ah! Pillete -replicaba ella-. ¿Conque vivir de lo que gane? Y yo, ¿me quiere V. decir de qué he de vivir cuando mi padre se vaya al otro mundo? ¿Acaso tengo mayorazgos que Froilán no tiene?

-V.... V. vivirá de lo que gane su maridito.

-¡Maridito! Sí, que andan los mariditos mantenedores de sus mujeres por ahí a patadas. Mire V. el de Tula, qué bien la mantiene. La da de almorzar mojicones finos, y de comer legítimas galletas. ¡Rayo en los mariditos mantenedores! Además, ¿de dónde saca V. que quiero recibir de nadie lo que puedo agenciarme yo misma? ¡Me parece cargante y retecargante y hasta humillante la ocurrencia! ¡Y no sé cómo a Vds. los hombres no les revuelve el estómago eso de que han de tomarles siempre las mujeres por caballos blancos!

Este arranque de Feíta, a decir verdad, se conformaba con mis manías, con gran parte de los escrúpulos y delicadezas que me retenían en el estado de solterón; pero el gusto de contradecir y el deseo de excitar a la muchacha a que replicase con más bríos, me impulsaron a responder:

-¡Quia! Ese papel nos halaga. Así sostenemos y afirmamos nuestra soberanía; así reforzamos nuestros indiscutibles derechos sobre el corazón y la voluntad de la mujer. Nosotros trabajamos y Vds. administran y gastan... Lo más lógico. Tampoco ha de negarse que a Vds., las toca su parte de trabajo, y de trabajo constante y sagrado y meritorio. ¿Dónde me deja V. el gobierno de la casa, la crianza y cuidado de los hijos? Como sé propongan Vds. trabajar...

-¡Los hijos! -protestó ella-. Siempre parte V. del supuesto de que la mujer es infaliblemente casada. Pues no hay en Marineda pocas solteronas.

-Y solterones también: aquí me tiene V. a mí.

-¡Pero V. es solterón... por su gusto!... y ellas...

Sonrió Feíta con picaresco guiñar de ojos.

-Según eso, ¿V. no cree que puede haber solteronas por gusto?...

-¡Vaya si lo creo! Como que yo lo he de ser. Sí, amiguito Abad; esta joya se ha de quedar para vestir imágenes, aunque se me presenten partidos, que no se me presentarán. Y sentiré que no se me presenten, sólo por el gusto de que vean que no los admito.

-¿Tan resuelta está V.?

-Tan resuelta. En algo me he de distinguir de esas otras -y diciendo así señalaba a sus hermanas y a las demás niñas casaderas de la tertulia-. Como que no encontrará V. en Marineda (yo se lo fío), persona que le diga a V. que hace divinamente en no casarse, a excepción de esta personita. Si yo fuese hombre ¡al momento me caso! Vds. son, bien mirado, más inocentes que nosotras, porque Vds. ¿para qué quieren casarse? Mejor dicho ¿hay entre Vds. ninguno que no pueda disfrutar las ventajas del matrimonio, sin arrostrar sus inconvenientes?

-Por Dios, Feíta... ¡Qué cosas dice V.! Que no la oigan, al menos...

Esta plática recuerdo que la pasamos una noche de Octubre, en que la temperatura era aún tibia y hermosa, y nos habíamos refugiado en una esquina de la galería, por huir del sempiterno tecleo de Cabello y Argos y las risitas y provocaciones de las de Tardejón. Por cierto que aquella noche misma acaeció en la tertulia de las hijas de D. Benicio Neira algo que merece consignarse, por la cola que trajo; y fue que Baltasar Sobrado, entrando muy sopladito, de levita, a eso de las nueve y media, presentó a D. Benicio y a su familia a otro caballero más apuesto y majo, que supimos ser el nuevo Gobernador civil.