Memorias de un solterón: 07
Capítulo VII
Que no decía verdad el apasionado padre, era para mi un hecho indiscutible; y sin embargo, me costaba trabajo suponer que tuviese el propósito de mentir; su aire de sinceridad y de candor era inequívoco. ¿Si le engañaría la muchacha, sisando en todo lo demás para cargar las sisas a la partida de perifollos? Con poco que yo asistiese a la tertulia se me figuraba que sabría a qué atenerme sobre este punto. El instinto de curiosidad, dominante en los célibes que carecen de asuntos propios y de verdaderos cuidados, era el móvil poderoso que me atraía a la reunión de las Neiras. La casualidad hizo que yo penetrase en ella en el momento más oportuno para satisfacer mis aficiones de espectador.
Solicitaron mi atención, más aún que la bella, coqueta y despilfarradora Rosa, otras dos hijas de D. Benicio, que ofrecían verdaderas singularidades en su manera de ser: Argos divina y Feíta. Las demás eran muy niñas aún, excepto Constanza, que siempre realizó el tipo de la más clásica insignificancia y pasividad: callada, sosa, sin voluntad propia, una de esas personas cuya presencia en la habitación llega a olvidársenos por completo, y con las cuales no contamos para adoptar resolución alguna, pues estamos ciertos de que se prestarán a cuanto los demás determinen, por no tomarse el trabajo de emitir opinión propia. La nulidad del carácter reflejábase en las facciones de Constanza, de una regularidad agradable, pero amortiguadas por la falta de expresión, incoloras, por decirlo así, como el agua.
En cambio ¡qué fuerza expresiva, qué viveza sentimental campeaba en el pálido rostro de Argos, a la cual llamaban así en memoria de la venerada efigie de Nuestra Señora de los ojos grandes! Su hermosura, romántica y seria, había llegado al apogeo, como también estaba en la plenitud su voz, aquella sorprendente voz de mezzo soprano, cuyas apasionadas inflexiones delataban un alma toda fuego. Yo era antiguo admirador (por supuesto secreto y platónico) de Argos Neira. Repito que jamás había querido iniciar idilio alguno, aun de los míos inocentes y diáfanos como el aire, con las hijas de D. Benicio, no sólo por la estimación que me infundía su padre, sino porque Argos, la que me atraía, también me inspiraba terror: no estaba seguro de nada con Argos, que me parecía mujer de distinto temple que las demás señoritas de Marineda, y se me figuraba (tal vez sin fundamento, por lo menos hasta entonces) una tenoria. Con las otras marinedinas tenía yo la absoluta seguridad de que, al terminarse el idilio, no representaríamos ningún drama; pero con Argos... veía en lontananza escenas espeluznantes, lances cuyo solo pensamiento me hacia estremecer. Y, fatuidad aparte, tampoco esperaba que Argos se prestase al idilio. Había sido siempre Argos caprichosa y rara en sus gustos: tan rara, al decir de las lenguas desolladoras, que no sé si debe darse entero crédito a la historia de sus antojos y aberraciones. Durante aquel período suyo de exaltado misticismo, en que sólo cantaba Gozos de novena, se refirieron horrores de su entusiasmo por cierto Padre Incienso, jesuita austero y elocuente, el cual, por más señas, no la podía sufrir, y se vio en el caso (continúa la versión más auténtica) de salir de Marineda, esquivando el peligro, cortando de raíz el escándalo y salvando su honra de sacerdote, puesta en grave riesgo por la indiscreta muchacha. Y el remedio fue radical, pues no sólo se curó Argos de la afición malhadada, sino hasta del pseudobeaterío (quizás ambas cosas no eran sino una). Acabáronse los rezos y las mortificaciones; desapareció el hábito de jerga, con su corazón de plata en las mangas, símbolo visible de la enfermedad cardíaca que afligía a tan extraña devota; el negro cabello, antes descuidado y desgreñado, apareció peinado con gusto y arte, y el rostro cambió, adquiriendo una expresión indefinible. La hermosa escultura religiosa se convirtió en estatua profana. Si por medio de una comparación tomada del arte quisiese yo significar qué expresión había adquirido la cabeza de Argos, recordaría las testas del grupo de Carpeaux, la famosa ronda de bailarinas que decora la portada de la Ópera, en París. ¡Cuán distinta era la Argos de hoy de la que solía ir, con el velito muy bajo, a las primeras luces del alba, a la solitaria iglesia de San Efrén, a pegar a las losas frías sus ardorosos labios!
Si mis observaciones no fallaban, el actual quebradero de cabeza de Argos debía de ser... Me encocora estamparlo, porque mientras el Padre Incienso, bajo su sotana, tenía para mí y para todos los que le conocieron aspecto varonil, en cambio el musiquete, el famoso León Cabello, declaro que me producía el efecto, no ya de una madamita, sino de una vejezuela, de alguna de esas acartonadas profesoras británicas, mixto de bacalao y cecina, lo más contrario a toda idea de amoroso engreimiento. Era el virtuoso (mote que le había puesto Primo Cova), un pobre muchacho, de padres desconocidos, que recogió por caridad una tendera de zarazas de la calle del Repeso; susurrábase que podía ser fruto de un temprano desliz de la hija de la tendera, hoy muy bien casada con el ricachón fabricante D. Simón Cardador Blanco. Lo indudable es que la tendera profesaba gran cariño al arrapiezo, el cual fue uno de esos chiquitines fenomenales, cabezudos, inaguantables, con genio artístico mientras aún les flota la camisilla por la abertura del calzón. A los siete años mi Leoncito recorría las casas de Marineda tocando fantasías y nocturnos, y cosechando besos y cartuchos de caramelos de rosa y rosquillas de ginete. A los doce, la prensa marinedina armó una trifulca para conseguir, trabuco al pecho, que la Diputación provincial pensionase en la corte al prodigio, a fin de que «completase sus estudios en el divino arte». Si la Diputación no pensionaba a Leoncito, eclipsaríanse para siempre las glorias de Cantabria y quedaría demostrado que la patria cántabra, en vez de acoger amorosa a sus hijos ilustres, de brindarles el calor de su materno seno, los corona de espinas y los deja morir de abandono y de inanición moral, a las orillas del Océano amargo y salobre. Renunciando a averiguar por qué había de ser precisamente a orillas del Océano, y no en su cama, donde sucumbiese Leoncito por falta de pensión, ello es que el fatídico cuadro tan de mano maestra trazado por la bien cortada pluma del revistero local Amador Milflores debió de hacer impresión en el ánimo de los padres de provincia, toda vez que pensionaron al niño fenomenal, de quien se refería que dedicaba a tundir el piano diez y seis horas diarias. Y allá marchó el Leoncito con rumbo a la corte, bien acompañado de redobles de bombo... que no se sabe si llegarían a traspasar los puertos.
En las vacaciones volvía contando maravillas de los grandes maestros del arte musical: Caballero, Barbieri, Chapí, Bretón, Monasterio, le adoraban, le pronosticaban el porvenir más risueño y brillante. Había tocado, arrebatando, en el salón Romero. La infanta Isabel, convidada expresamente para que admirase tan portentosas disposiciones y no pudiendo asistir aquella noche por sus quehaceres, se desquitó llamando a Palacio al melodioso León, y en sus habitaciones particulares le escuchó, le aplaudió, le colmó de elogios y le regaló un alfiler de corbata que representaba una lira de oro con tres rubíes. El periódico semanal El Contrapunto había publicado el retrato de Cabello, encuadrado por ramitos de laurel; y la gorda tendera, la presunta abuela, a punto de asfixiarse de gozo y orgullo, puso al retrato un marco de listón dorado anchísimo, sobre fondo de peluche granate.
Terminó Cabello sus estudios musicales y se vino a Marineda, donde le recibieron con nuevas ovaciones y largos artículos encomiásticos. Sin embargo, a la miel se mezclaban algunas gotas de hiel. La tendera estaba, ¡quién lo duda!, contentísima y ufanísima del chico; pero su fondo de buen sentido, su hábito de ganarse con el sudor de su frente el pan, la obligaron a inquirir si tanta algarabía de notas, tanto martirio a las teclas, tanto zapateo en el pedal, tanto viaje y tantísima trapisonda, no habían de redituar algo, algo que se cifrase en ingresos, en moneda contante y sonante, en medios de vivir, de comer, de pagar al zapatero y al sastre. Allí estaba el fenómeno, el niño de la bola: pero el tal nene, mezcla, según Amador Milflores, de Orfeo y de Anfión, tragaba, rompía botas... compraba papelotes de música, tenía un vertical... y todito a cuenta de la tendera gorda. ¿Cómo era que en Madrid no había descubierto una mina de oro? ¿Cómo no podía aquella gloria regional, nacional, europea (de tal le calificaban, no parándose en barras, los diarios), hacerse, con su asombroso genio artístico, una rentita de cinco o seis mil duros al año lo menos? La tendera tuvo un instante de escepticismo amargo, en que lamentó no haber dedicado al chico a medir zarazas...
Entonces León Cabello, en lid con la maldita fatalidad de no haber un Banco donde se admitan como valores los trinos y las escalas cromáticas, empezó a pensar en la faena de las lecciones. Subiría pisos, se dedicaría a enseñar a los chicos los rudimentos del solfeo, ya que no había otro porvenir para el que El Contrapunto coronara de laurel. ¡Ingrata patria, ingrato suelo cantábrico! Antes de aceptar la prosaica solución de buscar discípulos, el Leoncito dio un concierto en el Teatro, que la prensa campaneó desde un mes antes. Concurrió bastante gente, porque el mismo Cabello repartió, con cartas de su puño, los palcos y las butacas. La gente bostezó y aplaudió a rabiar. Halagado por esta primer caricia de la suerte, quiso repetir el golpe al siguiente mes; pero era abusar de las bolsas; el teatro apareció completamente vacío, y Cabello desarrolló sus interminables concertstucken sin más auditorio que los acomodadores. Tuvo que pagar el alumbrado, la orquesta, el local, y perdió lo ganado en el primero. Entonces apretó en lo de las lecciones, y emprendió una labor encarnizada, furiosa, para imponer su candidatura a «lo principal» del pueblo. Estalló guerra a muerte entre el virtuoso y los demás profesores a domicilio de Marineda, D. Sotero el organista, las dos Bemolitas, el director de orquesta del Coliseo... Trabajos subterráneos con la prensa produjeron en el lenguaje de esta cambio singular: Leoncito cayó de su pedestal, y fue objeto de chistes punzantes y de caricaturas groseras en el órgano satírico El Brujo, donde sacaron a relucir su nacimiento, e hicieron alusiones mal veladas a su madre y a toda su historia... No me sorprendió, por cierto, el espectáculo, en Marineda frecuente, pues cuando los intereses se ponen en juego, no hay tigres ni panteras comparables en su furor a los marinedinos. Creo haber dicho ya que estas pugnas alrededor de unas míseras pesetas me son tan repulsivas, que sólo por eso no me casaría nunca, temeroso de que el amor paternal me impulsase a patullar francamente en el lodazal de la codicia.
En tan poco halagüeña situación me tienen Vds. ahora a Leoncito Cabello, la antigua esperanza de la madre Cantabria, que le ve sin pena y sin rubor encaramarse a los cuartos pisos y repetir cada media hora, en voz enronquecida por la fatiga y el aburrimiento:
-Do re, do re, do re fa sóool... sostenido... Más sentimiento ahí... Pero ¡cuándo empezaremos, Aurorita, a matizar ese pasaje!
Físicamente, el virtuoso parece una de las chistosas caricaturas alemanas en que se ridiculiza a los secuaces de la escuela de Wagner. Lleva la melena crecida, para tapar unas insolentes orejas, y su cara imberbe, fruncida, ya pergaminosa, a pesar de los pocos años, muestra amarilleces de fruto conservado en espíritu de vino. La boca es sutil, larga, sinuosa; los ojos, azules y fríos, sólo resplandecen al halago del elogio y al estímulo de la vanidad. Tiene la frente bombeada, el cráneo montuoso y puntiagudo, las manos prolongadas, ágiles, flexibles por el constante teclear. Viste de negro, y usa corbatas de color chillón, donde se ostenta la lira de S. A., con los tres rubíes. Y a pesar de esta facha rarísima, creo, y creen muchos conmigo, que el musiquete no le parece saco de paja a Argos...