Memorias Íntimas, El Madrid de hace 30 años

​Obras Completas de Eusebio Blasco​
Tomo IV, Memorias Íntimas.
Capítulo III - El Madrid de hace 30 años
 de Eusebio Blasco

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.

III

El Madrid de hace treinta años. — El lujo.— Éxitos literarios. — Los toreros y la aristocracia.— El Teatro Real. — Bellezas. — El Ateneo. — Diversiones. — Se va a armar la gorda.


Madrid era entonces mucho más elegante, más entonado que ahora.

No hay que echar la culpa a esta generación del contraste que forma el Madrid medio andaluz, medio chulesco de hoy con el de ayer, porque las costumbres han ido variando según los tiempos. Era aquél un Madrid antes de la revolución, que igualó clases y condiciones. Antes del gran desarrollo de medios de comunicación, que no existiendo, dificultaban los viajes, y la capital vivía en cierto aislamiento de superioridad; antes de que pasáramos por instituciones democráticas y republicanas, que son naturalmente enemigas de la fastuosidad y del lujo; antes de que el Mediodía nos invadiera con sus costumbres alegres y sus juergas y sus cantaores y sus oradores exuberantes y sus poetas de arroyos y flores y palabras sonoras, y sus modos de vestir a la española de principios de siglo, Madrid era, como ya no lo ha sido después, no la capital de la nación, sino la Corte. Apenas se veían hongos ni paveros por las calles, y mucho menos boinas vascongadas, ya ingeridas en la indumentaria de ahora. Se hacía alarde de madrileño, como ahora suele hacerse de barbián, se decía mucho en vez de decir la mar, y a las pesadeces no las llamaban todavía latas, porque todo eso es andaluz puro.

Madrid ponía sus motes madrileños, siempre graciosos, pero siempre suyos. De París se dice que es ya cosmopolita; de Madrid se puede decir hoy que es una España revuelta y que ha perdido fisonomía propia. Pues por aquel entonces, como digo, la Corte tenía un aspecto muy elegante. Sombreros de copa en todas las cabezas, modas de gran lujo, trenes magníficos, teatros por función entera, con actores muy notables, salones aristocráticos sin injerencias de la clase media, periódicos sin información, con grandes artículos de propaganda y de doctrina, una abundancia de dinero que contribuía al lujo general, por la facilidad de encontrarlo en las muchas sociedades de crédito que había, y . por las empresas de Salamanca, de quien hablaremos a su tiempo; una literatura más ó menos bien cultivada por ingenios de distintos méritos, pero uniforme, respondiendo a una nota igual, sin escuelas novísimas, ni modernismos, ni imitaciones de lo de afuera.

Al llegar a Madrid el viajero que ya conocéis, resonaba aún el eco del éxito del Tanto por ciento; acababa de estrenarse un drama de Eguilaz, hacían las comedias en diversos teatros, Romea, Arjona, Teodora Lamadrid, Matilde Diez, Ossorio, Catalina, Valero, Mariano Fernández; escribían en el Contemporáneo Albareda, Valera, Galiano, Fabié, Correa, Viedma; hablaban con veneración los escritores, de La Bola de Nieve, de Tamayo, y del Baltasar, de la Avellaneda y se anunciaba con gran curiosidad un libro de Ros del Olano que se llamaba El Doctor Lañuela. El autor del Cocinero de su Majestad estaba en todo el esplendor de su popularidad y no había casa donde no entrasen las entregas de sus novelas. Alarcón, que escribía en La Época, periódico entonadísimo, tenía ya una gran reputación conquistada con su Diario de un testigo. Núñez de Arce era un joven fogoso y polemista que preparaba grandes sorpresas como poeta. Hartzenbusch gobernaba la república de las letras; y el público era al mismo tiempo tan inocente y tan bonachón y tan amigo de leer y de oír todo lo que fueran versos y prosa, que a la vez que compraba cuantos hermosos y españolísimos libros publicaba Fernán Caballero, compraba también los que María del Pilar Sinués vendía a centenares en las ediciones de sus novelas morales, y Pérez Escrich se enriquecía con sus novelas caseras.

Cuchares y el Tato eran el encanto de la aristocracia y del pueblo; eran toreros, no soberanos populares, ni kalifas, sino buenos espadas tirando onzas en los colmados y muy honrados cuando los Veraguas, Hijar y Medinaceli les hablaban de tú y les daban la mano. La zarzuela era un culto de las clases medias. Salas y Gaztambide ganaban ríos de oro con las obras escritas en gringo de Camprodrón y de Olona, pero que mal escritas y todo, eran de un efecto teatral muy grande, y la multitud en el teatro no pide otra cosa. Barbieri, Oudrid, Inzenga y Cepeda acaparaban la música, y en aquella época hacían furor Los Magyares y Catalina y El Dominó azul; y el teatro estaba completamente abonado y las señoritas de la época, en las reuniones más y menos cursis habían forzosamente de cantar el Bolero de los Diamantes; y los barítonos de sobremesa la romanza del Juramento. En el teatro Real cantaba el tenor Mario, un tenor caballero ya arruinado de voz, pero tan artista y tan gran señor, que la sala se llenaba por oírle y por verle en llLa Favoritall, que cantaba con la Boghi-Mamo; era kodopole el director de orquesta, y era indispensable y popularísimo. Todavía no tenían bastante dinero ni representación las clases medias para abonarse a palcos y butacas, y el paraíso se componía de un público muy escogido que oía con placer por una peseta las óperas y sin escandalizar; de escritores, periodistas y honradas gentes sin pretensiones que se hacían el amor con las rodillas juntas y los ojos devorando las mutuas caras ó enseñándose unos a otros los personajes de los palcos y de las butacas.

Dijérase que había un culto de la hermosura ó que tal vez en las clases altas había muchas más buenas mozas que ahora. No es ésta pretensión de viejo; pero la verdad es que hoy oímos hablar de casas, de salones, de fiestas, pero no de tales ó cuales bellezas célebres, y entonces las había en gran cantidad.

El público de aquel paraíso se complacía en contemplar durante los entreactos a las hermosísimas Duquesas de Medinaceli y de Alba, a las reales mozas que se llamaban Rosario Galvez Cañedo, la Marquesa de Bedmar, la Duquesa de Frías, la Baronesa de Cortes, las Condesas de Ripalda y de Carlet y Romrée, la hija mayor de Ros de Olano, después Condesa de la Almina, la señorita de Castelani, cuya hermosura era tan popular que se la llamaba Gloria Castelani a secas, la ideal Baronesa de Hortega, Elena Prendergast, la Condesa de la Nava del Tajo, la Vizcondesa de Llobregat, la deslumbradora Julia Espin, la Marquesado Santiago ¡Oh, qué tiempos aquellos, dice uno ahora al ver que las bellezas se las llevó la muerte o que las que aún quedan de aquellas hermosuras no fueron sino verduras de las eras y que de aquella generación sólo quedamos cascotes, escombros y derribos, y hemos de exclamar con Teresa de Jesús, que todo pasa, sólo Dios es eterno!

En el Ateneo, que entonces estaba en la calle de la Montera, la animación era muy grande y todas las noches se discutían temas y se reunía después en pasillos y salones la juventud literaria y política que había de hacer pocos años después la revolución. Castelar estaba en plena primavera de su vida, y su popularidad era tal, que se le disputaban las cuartillas de seis líneas en letra grande que escribía, y de las cuales llegaban a las imprentas verdaderas montañas de papel para formar un artículo. Gustaba entonces el público de la elocuencia poética llena de palabras altisonantes y de párrafos de cuarto de hora con cierto dejo de estilo antiguo; y esto unido al deseo de una nueva era política para España, daban a los discursos y trabajos periodísticos un carácter de propaganda sentimental y apasionada que iba formando poco a poco la atmósfera de libertad y de cosas nuevas que se quería respirar. Los economistas formaban en el Ateneo y en la Prensa grupo inmenso de jóvenes que hoy peinan canas y entonces eran los apóstoles de la nueva era. Alboreaban la imaginación y la verbosidad pasmosa de Moret, Figuerola, Gabriel Rodríguez, Echegaray, San Román, D. Luis Pastor, llevaban la bandera de la revolución económica, y Manuel del Palacio comenzaba, a su modo, en la España monárquica, como Rochefort en la Francia imperial, a atreverse con lo más alto y a ridiculizar en versos populares todo lo existente. Calvo Asensio había creado La Iberia y en ella el joven ingeniero Sagasta y Carlos Rubio y Llano y Persi y Juan de la Rosa y el festivo Saco, empezaban a abrir brecha en las instituciones bajo la dirección de Olózaga que fué quien primero inició los procedimientos revolucionarios en meetings, banquetes y manifestaciones populares.

Entretanto, y á la vez que una juventud ávida de gloria y pletórica de entusiasmo se lanzaba a la tribuna, a la prensa y al club a propagar las nuevas doctrinas, la Corte se divertía, el gobierno de la Unión liberal en ademán de despreciar las amenazas, dejaba relativa libertad a los periódicos, y el mundo elegante bailaba sobe un volcán y el mundo político acudía a los salones de Doña Manuela, que así llamaban a la generala Odonell, porque en España ha sucedido siempre que las mujeres han dirigido indirectamente a los maridos personajes y cada hombre de Estado ha tenido su Manuela. María de Buschental, una brasileña hermosísima, fastuosa, gran señora, muy liberal, casada con un gran emprendedor, y socio de Salamanca en los negocios, tenía un salón, que conservó abierto hasta su muerte, compuesto de hombres políticos de todos los partidos; y en los palacios de la nobleza había grandes soirées que el comercio veía con placer y lo procuraban grandes ganancias. Se vivía a lo rico en España como en Francia, de ese crédito engañoso que consiste en facilitar a los pueblos medios de gastar para que olviden que se les manda; la clase media se divertía en el Liceo Piquer ó en los bailes del Real; la gente alegre tenía sus sábados en Capellanes, adonde acudían periodistas, escritores y estudiantes y horizontales de medio pelo.

Se veía morir a Pepete en la plaza con la misma alegría con que se oían las aventuras y trampantojos del Padre Claret y de Sor Patrocinio, alma de aquella corte galante en la que el chichisbeo y la libertad de costumbres inspiraron el célebre soneto del poeta fustigador de aquellos tiempos; el Labi después de torear subía al palco regio y le decía a Isabel II: «Ezta ez la primera vez que zu Majestad tiene el honor de hablar conmigo». Y la equivocación era premiada con un regalo. Romea y Valero representaban en Palacio, la Amalia Ramírez era el ídolo de la Zarzuela, y el pueblo artista que acudía en masas enormes a ver el hermoso cadáver de la Duquesa de Alba y a escuchar a Belart desde el paraíso del teatro Real, seguía por las calles a Castelar y a Olózaga, enseñándolos al que no los conocía como precursores del Verbo; y por eso el estudiante de Zaragoza, aquel que llegó y se colocó enseguida en el periódico más revolucionario de entonces, en el primer mes de estancia, al ir tomando la tierra y enterándose de todo esto que os cuento ahora en globo y os contaré luego en detalle, en medio de los lujos y alegrías de la Corte, de las elegancias y las hermosuras, del batallar de las ideas y de la animación general, no oía más que una palabra que se le grabó en el oído, palabra que repetía todo el mundo, que era la expresión de toda una época, el anuncio del fin de una sociedad y de la aparición de una nueva. Madrid repetía en voz baja y a todas horas: — ¡La gorda: se va a armar la gorda, viene la gorda!

Y al periódico donde se fabricaba ya la gorda. le destinó su suerte, y en él vamos a entrar para conocer a los más importantes personajes de la política de aquellos tiempos. Ya el recién llegado, vuestro servidor, se había lavado y vestido y comido a toda prisa el infame cocido de su atroz patrona de la calle de Cádiz y se echó a la calle lleno de curiosidad y el alma henchida de ilusiones.