Memorias Íntimas, Capítulos I-II - Primeros años
Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.
Primeros años de mi vida.—El palacio de Robres. El regimiento de Zamora.—Mi primera comedia.
Señoras Y Señores:
No hay que creer que lo que voy a decir aquí esta noche es una conferencia, como las que tuve el honor de dar otras veces. No, hoy, y en los viernes sucesivos, tengo que conversar, contar, como cuentan los viejos al amor del fuego, sus recuerdos de muchachos. Habiendo intervenido directamente, desde la edad de veinte años, en tantas cosas políticas, literarias, teatrales, sociales, y habiendo vivido en mundos y países distintos, las Memorias que estoy preparando, y de las cuales son capítulos sueltos estas conversaciones de ahora, son interesantes, no porque las cuente yo, sino por lo que en ellas cuento. Y si abunda el yo, que siempre parece pretencioso en estos recuerdos, es porque los escribo como testigo ó como autor de ellos. Así, pues, perdonadme cuando hable de mí, que al fin y al cabo son éstas Memorias de mi vida y el único privilegio que tenemos los que ya vamos caminando hacia los sesenta es poder hablar por experiencia propia y referir lo que de cerca vieron.
En aquel palacio de la calle de Don Juan de Aragón, de Zaragoza, se deslizaron los primeros años de mi vida... Esos que llamamos primeros años, y no son los que median desde el nacimiento hasta el primer bigote, sino los que se cuentan desde el primer bozo a los veinticinco años.
Fraternal amistad me unía de niño en el colegio de Ponzano con los hermanos Altarriba, hijos de los condes de Robres, y hoy conde de Robres, José María, el mayor, y barón de Sangarrén el segundo.
Familia carlista, representante de Montemolín en Zaragoza, y respetadísima entre aquella rancia nobleza aragonesa.
¡Singular contraste! Mi padre miliciano nacional, capitán de la. cuarta, me había llevado al colegio más elegante de Zaragoza, y al más caro. Allí se educaron conmigo José María Carrascón, que había de ser un día ardiente demócrata. Pablo Nougués, que al salir del colegio era carlista, é influido por la lectura de los discursos de Castelar, abjuró de la reacción y se hizo furibundo republicano. Leopoldo Ortega, hijo del general famoso del mismo nombre. Cavero, hoy general de D. Carlos. El actual marqués de Ayerbe y su hermano, hoy marqués de Novallas, a quienes los mayores enseñábamos a leer marcando con un puntero las primeras letras en una pizarra. Ciro Warleta, que hoy es general de brigada, los dos Bascaran, que han llegado a tan altos grados en la milicia. Canti, <pie ya ha sido senador y el propietario rico en Zaragoza. González Ortiz, que vive en París dedicado al comercio... ¡Qué colegio aquel, y qué amistades tan fieles las que desde tiempo tan remoto he conservado! Verdad es que yo tengo el culto de la amistad, y amigo que hago no lo deshago nunca. Barcáiztegui, el marino, Valentín Gómez, Pepe Carulla, Agustín Pañoso, Marcos Zapata, Pradilla, Pepe Mata, Carrafa, Estévanez, Oseñalde, Unceta, el padre de Cavia. (¡qué de años!), ninguno os podréis quejar de infidelidad en mis afectos...
Pero aquel palacio de la calle de Don Juan de Aragón me traía, sin duda porque mi temperamento de artista me forzaba a huir de la tertulia de milicianos y de gentes que para ser más liberales negaban a Dios y blasfemaban brutalmente en la. torre, y a ir a casa de Ramón (Sangarrén de hoy) y vivir seis horas al día y a veces diez, en aquel ambiente de elegancias y de grandezas de su casa.
Y como en la casa se vivía en un misticismo constante, y entre la comida y la cena había la conferencia de San Vicente de Paul, que presidía Esparza, intendente del palacio, y hoy intendente de Loredán, y era menester rezar el Rosario antes de la gran recepción nocturna ó de meterse en uno de los pocos coches particulares que había en la ciudad para ir al teatro, mi corazón, lleno de sangre colorada, iba tomando glóbulos de la sangre azul de mis cariñosos amigos. Mi abuelo el escribano me llevaba el domingo al modesto asiento de grada del teatro a ver La Carcajada, y al día siguiente la condesa de Robres me llevaba con sus hijos a un palco a oir la Marcela. ¡Pobre de mí, fluctuando entre dos vidas tan opuestas, siendo casi demagogo por la mañana en calles, y reaccionario incipiente en el palacio de Ramón Altarriba por la noche!... Me quedó en el alma el virus radical y me quedó también la trasfusión de la sangre católica.
Y toda la vida ha resaltado en mí la le, heredada en el progreso, y los procedimientos autoritarios de absolutismo. No fué mi juventud perdida, porque al entrar en la vida política, al lado de Rivero me encontré con un hombre que, siendo radicalísimo, me enseñó a mandar con autoridad conservadora. Y por eso creo y defiendo que se puede ser liberalísimo haciendo respetar las leyes con toda dureza y energía enfrente de la masa siempre rebelde. Mi amistad con el actual barón de Sangarrén era, y es y será tan íntima que le quiero como hermano. En la biblioteca de la casa aprendí todo lo que sé; había en ella libros de tres generaciones. Allí nuestros dos temperamentos, parecidísimos, se fundieron en una especie de generosidad rayana en la locura que llegó a un extremo verdaderamente alarmante. Por pródigos quisieron castigarnos nuestros padres respectivos, porque a la edad en que cualquier estudiante vive en la estrechez, Ramón y yo teníamos la más insignificante idea del dinero.
Mi padre compartía con el célebre arquitecto aragonés, José Yarza la construcción de todo lo que se edificaba en Zaragoza, casas, palacios, iglesias, presidios, cuarteles... el dinero corría por entonces en abundancia, mi padre era liberalísimo en el verdadero sentido de la palabra, y gastaba su dinero ayudando a los emigrados franceses del golpe de Estado refugiados en Aragón, daba grandes comidas, en las que se brindaba a la libertad de Francia y España, y después en la torre, lanzaba una onza de oro con toda la fuerza de su robusto brazo, así como los chicuelos lanzan una moneda de cobre para que la coja un perro, y me decía: — ¡Si la coges es tuya! Y a los diez años, en posesión de una onza me acostumbré a creer que el dinero no tenía valor y a derrocharlo estúpidamente. Al mismo el conde de Robres pagaba todos los gastos supérfluos que hacían sus hijos, y hubo verano en que Ramón Sangarrén convidó todas las tardes a pasteles a una docena de amigos que íbamos a su inmenso palacio a jugar por las extensas galerías al escondite, y en el mes de Octubre la cuenta de los pasteles ascendía a siete mil reales.
Educados de este modo, el noble carlista y el periodista liberal, adquirimos los mismos gustos de-grandezas y de desorden que tantos disgustos nos han causado en la vida... La culpa no era nuestra, los años nos han enseñado que de la primera educación depende todo.
El regimiento de Zamora, de guarnición en Zaragoza por los años del 61 al 62, era popularísimo, porque en su oficialidad figuraban personas que luego han dado mucho que hablar y han sido célebres en la historia contemporánea.
Ahí está vivo y sano y en el Casino de Madrid el general Martínez. No ha muerto, ni lleva trazas de ello, ni lo permita Dios, Nicolás Estévanez. El barón de Sangarrén era también de aquellos oficiales y Eduardo López Carrafa, que más tarde había de ser subsecretario de la Guerra cuando Estévanez llegó a ministro, era el alma del regimiento por su carácter vivo, entusiasta, lleno de iniciativas.
Vivían Estévanez y Carrafa en la calle del Coso en una casa de huéspedes, donde no se podía vivir a causa del ruido que armaban los dos amigos, recién llegados de Africa... Una noche de verano, en la que el termómetro marcaba cuarenta grados, Estévanez, este grave personaje a quien yo voy a buscar ahora muchas tardes al caté del Prado para recordar tiempos antiguos; este segundo de Pí y Margall, con su bigote y su perilla blancos, se desnudó por completo y se salió de su sala en cueros vivos y fué corriendo a darse un baño en la fuente del Coso...
López Carrafa dió la primera nota de la máscara elegante en Carnaval. Había en Zaragoza la costumbre de disfrazarse (como ahora en Madrid, que va para atrás) de escoba, de papeletas, de felpudo, de pobre. Eduardo ideó trajes fantásticos de seda y raso y deslumbró en la plaza de toros, que era donde se reunía el mundo chic las tres tardes de Carnestolendas. En aquel castillo de la Aljafería y en su cuarto de banderas, la oficialidad del regimiento de Zamora me permitía ir a pasar las tardes. ¡Qué tardes aquellas! Medio militar, medio paisano, las pasé muy felices allí. Mi padre no me había dejado ser militar, empeñado en que fuese, como él, arquitecto, y no le resultó la prohibición, porque me dediqué a las letras, cosa que también le parecía muy mal, porque para él, que había hecho una fortuna edificando, literato era sinónimo de pobre, cosa de que me he convencido, aunque muy tarde..
En aquel cuarto de banderas leí a los oficiales mi primera comedia, titulada Vidas ajenas, que estrenaron en Zaragoza y en su teatro principal, Joaquín García Parreño, primer galán, padre del Parreño que esta generación ha conocido en el teatro Español junto con Rafael Calvo, la Amalia Gutiérrez, que luego se casó con un notario madrileño, retirándose de la escena... y la Juanita. Pacheco, que más tarde había de ser mujer de mi compadre el poeta nacional Zorrilla. ¡La vida es toda novela! Aquella damita joven, hija de la característica señora Martín, fué, catorce años después del estreno, de aquella primera obra mía, la que al lado de su ilustre marido vino a celebrar en mi casa el bautizo de mi hija Aurora.
Mi comedia tuvo un éxito militar. Estévanez, Carrafa, Martínez Sangarrén, los oficiales y sargentos de Zamora (número 8) llenaron el teatro y me sacaron a la escena. Declaro con toda sinceridad que la obra era muy mala. Mi padre, a quien yo le había ocultado ser el autor, asistía al estreno en una delantera de grada, y cuando me vió salir de la mano de Parreño y de la Gutiérrez, no creía lo que veía.
Por entonces vino a Zaragoza de catedrático -de Historia Natural, a la Universidad, D. Eduardo Ruiz Pons, que lué el primero que nos inculcó las ideas de La democracia, palabra que aterró a los pacíficos aragoneses.
Era un hombre hermoso, alto, bien proporcionado, de fisonomía expresiva, los ojos brillantes, una gran barba entre negra y gris. Predicó democracia en la cátedra; era el amigo íntimo de Sixto Cámara y de Rivero, y trajo a nuestra provincia los gérmenes de la buena nueva. Sin su llegada, tal vez yo hubiera sido carlista... Su palabra, su influencia personal, crearon un plantel de jóvenes demócratas: Pablo Nougués, Bruno Solano, Zapata, González Ortíz; los que a pesar de los ejemplos del hogar doméstico, teníamos tendencias al reaccionarismo imperante, debimos a Ruiz Pons la inyección moral de las nuevas ideas que habían de transformar a España. Estas ideas germinaban también en el regimiento de Zamora, y en poco tiempo ganaron prosélitos en número considerable.
La juventud entusiasta de aquellos tiempos simpatizó con ellas.
Estévanez había nacido republicano, y en su cuarto iba fomentando la manera de ser moderna de entonces.
Carrafa, su intimo, su inseparable amigo, a pesar de una familia semiaristocrática, hacíapropaganda incesante...
En el año del 72, cuando se proclamó la República en Madrid, acababa yo de casarme. Nombraron a Estévanez ministro de la Guerra: Eduardo López Carrafa se presentó una mañana en mi nido de amores de la calle de la Magdalena.
—Nicolás es ministro y yo subsecretario... ¿Qué quieres ser?—me dijo:
Y le respondí con gran asombro suyo:
—Lo que soy, que es un empleo delicioso....¡Recién casado!
Mi entrada en Madrid. —Empleado con treinta duros.
Allá por el Otoño de 1862 llegó a Madrid un joven pálido y melenudo que venía de su pueblo lleno de ilusiones y exhausto de dinero. Había vivido en su tierra en un medio ambiente extraño; en su casa, atmósfera de liberalismo y de grandes pasiones políticas; en el círculo de sus relaciones de infancia y de colegio, todo lo contrario; porque habiendo pasado días y noches en casa del Conde de Robres y en las conferencias de San Vicente de Paul y en palacios de carlistas, no sabía el pobre hombre de qué lado echar al quedarse sin padre y tener que ser el sostén de la familia. Los liberales somos muy buenos, pero no servimos para nada útil en la vida práctica. El estudiantón, que ya había hecho en su pueblo tomos de versos y comedias y periódicos, a pesar de no tener más que diez y ocho años, pidió recomendaciones para Madrid, y los carcundas sus amigos se las dieron para el Nuncio, para los nobles del carlismo y para D. Pedro Lahoz, Director de La Esperanza. De modo que el hombre, educado para miliciano nacional, venía a Madrid a ser neo por fuerza. Pero como hay un Dios para todos los españoles y una Virgen del Pilar para uso especial de los aragoneses, el uno y la otra de acuerdo hicieron un milagro. Subía el mozo aquel por la carrera de San Jerónimo en un coche simón, en cuyo pescante llevaba el cochero la modesta maleta del hombre de las ilusiones, cuando de pronto le detuvo el coche un amigo, el primero que vió y encontró, por su dicha. Este amigo se llamaba Pablo Nougués. El viajero era yo.
—¡Chico!
—¡Qué casualidad!
—¿Qué vienes a hacer aquí?
—Lo que pueda.
—¿Pero traes algún plan?
—Traigo cartas para La Esperanza.
La carcajada del madrileño se oyó en toda la calle.
—¡A ver esas cartas!
Las saqué del bolsillo. Eran cinco ó seis; Nougués las cogió y las hizo pedazos. Señalando a la casa de enfrente dijo:
—Esa es la redacción de La Discusión, donde yo trabajo. Esta mañana se ha despedido al redactor del correo extranjero. Es una plaza de treinta duros mensuales. Ahora mismo te vas a tu casa, te mudas y vienes a buscarme a las ocho; porque esta misma noche estarás trabajando.
¡La misma noche de llegar! ¿Qué mayor fortuna? Temblando de emoción obedecí, y me dispuse corriendo a toda prisa a presentarme a mis nuevos amigos. Y al salir a la calle aspiré con verdadero placer el ambiente de aquel Madrid de hace treinta y cinco años. Trataremos de recordarlo, no porque en aquella noche se lo aprendiera el recién llegado, sino porque antes de relatar escenas de la vida de entonces, hay que poner la decoración y saber dónde y cómo pasan las cosas.