​El Museo universal​ (1868)
Matar el tiempo 2
 de F. de Zulueta.

Nota: Se ha conservado la ortografía original.
De la serie:

NOVELAS Y CUADROS DE COSTUMBRES.

MATAR EL TIEMPO.
III.

Necesitaba matar el tiempo.

Te parecerá, lector, que esto era la cosa mas sencilla del mundo, porque aquí todo el mundo mata el tiempo, pierde el tiempo ó hace tiempo.

A mí, sin embargo, ine iba á costar el empleo del tiempo bastante trabajo, que el tiempo es un ente raro en nuestro pais. En España, ó en Madrid mejor dicho, todo el mundo es empleado ó cesante, menos lo único que debiera empicarse ó estar empleado; el tiempo: y éste no es cesante siquiera, pues ordinariamente suele estar mal empleado, al contrario de muchos cesantes, á la generalidad de los que les está bien empleado el ser cesantes.

De modo, que entre nosotros, el tiempo viene á ser un ente anti-económico, pues siempre se está gastando, se está perdiendo, y nunca deja de existir, gracias á la colaboración de todos los españoles, que hacemos tiempo sin otra utilidad que la satisfacción que nos da el verlo desaparecer de la escena social.

No te asustes, lector; no voy á hacer una disertación sobre la palabra tiempo: he dicho que necesitaba matar el tiempo, de modo que ese tema constante de la gente que no sabe de qué hablar, ese sine qua non de las funciones al aire libre, ese doctor que anuncia los diagnósticos y pronósticos mejor que cualquier médico, ese desmentidor constante de la ciencia astronómica que realiza el

No hay mejor señal de agua

que cuando llueve,

me ocupaba á mí únicamente en concepto de convertirme en su asesino.

Yo, aburrido, desesperado, deseando la vuelta de mi amada, no podia querer hacer tiempo, pues el tiempo me sobraba, ni perder el tiempo, pues el tiempo existía, aunque yo le perdiese; necesitaba suprimir el tiempo en que mi amada estuviera fuera de la córte: por eso quería matar el tiempo.

¡Emplear el tiempo! me era imponible. Harto preocupado estaba yo. Los paseos, las diversiones, las grandes reuniones, las festividades, el movimiento de la población: todos los sitios en que había yo podido ver á mi adorada, me eran igualmente insoportables.

Mi primera determinación fue ir á residir a Chamberí ó Carabanchel en una casa en que hubiese su jardincito, sus palomas, su estanque, sus peces, cuantos elementos, en lin, constituyen la vida veraniega y campestre.

Allí me levantaría al alba, oiría la primera misa de la iglesia del pueblo; tomaría en seguida chocolate y leería La Epoca, La Correspondencia y todo periódico que anunciase reunión de gentes que hubiera dejado la villa y córte de Madrid.

Después, bajaría al jardín y echaría migas de pan á los pececitos, llevaría también para compañera de mi destierro una cotorra, que me recordase á mi adorada, y me tomaría el trabajo de enseñarla tiradas enteras de versos de nuestros mejores poetas, y esto me inspiraría en aquella soledad y bendeciría la feliz ocurrencia de dejar la tumultuosa córte por la pobre y arrinconada vivienda. Después, almorzaría tranquilamente y un sueño reparador me daria en la siesta nuevas fuerzas para emprender con aliento la árdua tarea de esperar la vuelta de mi amada.

Me levantaría, regaría las flores de mi jardín, formaría ramilletes ó escribiría en la tierra, reblandecida por el riego, el nombre de mi adorada. Me tendería en la verde grama y echaría mis fantásticos cálculos sobre mi felicidad futura.

Acecharía la llegada del cartero, por si traía alguna epístola que me pusiese en relación con el mundo, y á lo mas, lo mas, convidaría á tomar un chocolate ó cualquier refresco á algún vecino que se empeñase en trabar relaciones conmigo .

A la noche, saldría á admirar el hermoso cielo, la fresca brisa, el perfumado ambiente, el sepulcral silencio, y cuando en el paseo nocturno se recogiesen mis parpados y vacilasen mis pies, volvería al lecho á dormir con la tranquilidad de un lechoncito.

El cuadro que á mi vista se ofrecía era bello, encantador, capaz de seducir al corazón mas empedernido, capaz de contener la desesperación de un suicidio frustrado.

Empecé á hacer diligencias para ponerlo en práctica; fuíme á Chamberí y lo recorrí casa por casa: ¡oh desventura! estábamos ya en el verano y la mayor parte de la gente que había salido de Madrid para el estranjero tuvo la misma ocurrencia que yo, se detuvo en aquel barrio, y lo que era peor, tenían alquiladas las casas por toda la temporada.

Absorto me quedé con semejante nueva, y entonces me di á recorrer uno por uno todos los domicilios, á espiar una por una todas las viviendas, no fuera que mi adorada y su familia, siguiendo la moda general, y á pesar de las prescripciones facultativas respecto del papá, estuviesen tomando aires vegetales en vez de baños minerales.

Pronto se desvaneció aquella ilusión pasajera y tuve que continuar mis propósitos de espatriacion. Entonces pensé en Carabanchel.

Una serie de espediciones que hice á los Carabancheles Alto y Bajo, me demostró que allí pasaba lo mismísimo que en Chamberí acontecía. La gente había dado también en ir á los Carabancheles, pretestando la necesidad de los baños de mar.

Pensé entonces en Pozuelo.

Pozuelo lo encontré ocupado por numerosas familias de empleados de Madrid que vivían en la córte sólamente los dias de trabajo. Hasta habia algunos de ellos á quienes no se les veia una noche siquiera en la capital de España, pues apenas le daba la hora en la oficina, tomaban el tole nácia el pequeño pueblo á vivir con su cónyuge y angelitos.

IV.

Me resigné por entonces á vivir en Madrid, considerando que un viaje á Toledo ó Araujuez me separaba bastante del centro de noticias á donde llegarían las que con mi adorada se relacionasen.

Además, me decía, Toledo es una ciudad eminentemente artística, pasa uno allí horas deliciosas admirando aquellos monumentos de tiempos gue fueron, pero en la estación veraniega, á menos de resignarse á vivir en la Catedral, no tiene uno sitio donde pasar durante las calurosas horas del dia.

Ya se me ocurrió la idea de vivir con alguno dejos dependientes de aquel soberbio edificio y pasar de cuando en cuando las noches debajo de la campana monstruo, evocando recuerdos de otras edades ó hilvanando alguna leyenda en que hubiese trasgos y duendes, fantasmas y aparecidos.

Los cuadros de Teniers me atraían hacia allí, y aquel corredor en que se hallan los gigantones y la tarasca y el Cid convertido en muñeco de colosales dimensiones; pero el claustro de San Juan de los Reyes, la Sinagoga y el Cristo de la Luz me ofrecían tantos encantos que no sabia si decidirme á optar por la permanencia en cualquiera casa de la ciudad, ó la residencia en la catedral. Por último, renuncié á aquel viaje.

No dejaba de tener sus atractivos la vida en Aranjuez: aquellos jardines, aquella cascada, aquellos plátanos, aquellas hayas gigantescas elevarían mi espíritu. Luego, en Aranjuez habia fondas, y lo esquisíto de los platos podía ser un aliciente que me obligase á comer, un paliativo contra la desgana, la inapetencia, la inercia y la apatía que se habían apoderado de mí y que llegarían quizá, yendo en aumento, a alterar mi salud sin tales escitantes.

Mas también renuncié á esta espedicion. Bosques y árboles tenia en la Alameda de Osuna y en la Moncloa. y podia, sin tomar el tren, pasar mi vida solitaria en la amena sociedad de algún guarda que me recibiese á pupilo.

Otra idea cruzó también por mi imaginación: vivir en el Escorial: aquel fue un poderoso incentivo que me hizo vacilar algún tiempo.

El monasterio tenia para mí cierta atracción: la magestuosídad del edificio, la austeridad del claustro, la perspectiva de aquella cadena de montañas... Sólo á la idea de vivir en aquel apacible retiro en compañía de los venerables religiosos, que acaso me recibirían con la recomendación de algún amigo, creía ya oir el órgano solemne, destacarse las anchas graderías, abrirse la preciosa biblioteca y respirar la delicio a temperatura del Real Sitio.

Pero me detuvo también una consideración final. Reúnense en el Escorial muchas familias madrileñas huyendo del calor del estío, y la sociedad que allí so forma viene á ser una córte pequeña: de modo que, aunque aquello sea un Madrid en diminutivo, al cabo es Madrid, y yo quería huir de todo lo que á Madrid se pareciera.

—¿Qué partido podia entonces tomar, si no quería vivir en la córte y tampoco podia vivir en los pueblos inmediatos?

A pesar de mis reflexiones, fuíme á Toledo, á Aranjuez, al Escorial y á Pozuelo, y en las espediciones que hice me convencí de que no me convenia irme tan lejos.

—¿Qué sitio escoger entonces por mi residencia?

Nunca he sido aficionado á quedarme entre Pinto y Valdemoro. Vallecas era un lugar demasiado vulgar. Vicálvaro tenia un regimiento de artillería que me incomodaría todos los dias con sus llamadas y ejercicios: en San Fernando no faltaban bañistas de la Isabela, y en Guadalajara los alumnos de ingenieros con sus travesuras me pondrían de mal humor.

La idea de vivir en la Alameda de Osuna ó en la Moncloa tampoco me era muy grata, pues podia acudir á aquellos paseos gente que diese al traste con mi misantropía y mal humor.

Entonces tomé una heróica resolución, la de quedarme en Madrid; pero quedarme huyendo del bullicio de la córte, esto es, haciendo una vida completamente opuesta á la que hasta entonces llevaba.

Mi plan de campaña fue el siguiente. Levantarme temprano, dar un gran paseo concluyéndolo en Tetuan, barrio de la Concepción ó de Pozas, ó la Venta del Espíritu Santo, meterme en cualquiera parte á almorzar, comer idem de idera, y únicamente á la noche, y á ser posible en un ómnibus, volverme a mi casa.

Esto me proporcionaría el conocimiento de las costumbres populares, me familiarizaría con el lenguaje de los artesanos, con sus maneras, con sus pensamientos, y adquiriendo cierto gusto democrático, podría escribir novelas, que espendidas á cuarto la entrega, introducirían mi nombre en todas las habitaciones de la capital por debajo de las puertas, y adornaría todas las esquinas y columnas urinarias con mi celebridad, consiguiendo matar el tiempo con la pluma y hacerme, á mi pesar, popular novelista, conocido escritor, distinguido literato, poseedor, en fin, de un sin número de epítetos que la amistad me proporcionaría en la prensa y que llevaría mí recuerdo en letras de molde al mas apartado rincón termal ó salina en que mí adorada se hallase.

(Se continuará)

F. de Zulueta.