Las Estaciones – El Invierno
Marzo - Ángel​ de Julia de Asensi


Era en verdad un espectáculo imponente el que iban a presenciar los habitantes de Villaclara en la plaza Mayor. La elevación del globo Héctor se había anunciado para lo último de la función compuesta de ejercicios gimnásticos, carreras de cintas y de velocípedos. Se habían colocado tribunas en las bocacalles para cerrar la gran plaza que rebosaba de gente por todas partes. Los balcones estaban completamente ocupados y lo mismo las ventanas de las bohardillas y hasta los tejados.

Los preparativos para inflar el globo duraron mucho tiempo, pero entre tanto la banda municipal tocó varias piezas, las mejores de su repertorio, para distraer al público. Al fin, y esto fue lo verdaderamente sensacional, apareció el aeronauta, seguido de su mujer y de su hijo, un niño de cortos años. Iban todos igual vestidos, de color azul. Él era alto, moreno, de pelo y ojos negros. Ella y el pequeñuelo eran rubios y de una belleza ideal. La primera que entró en la barquilla fue la joven a la que le fue entregado el niño, habiendo entonces entre el público no pocas voces de protesta. Por último subió él, se soltaron las amarras y el globo se fue elevando majestuosamente mientras hacía ejercicios gimnásticos el matrimonio y el hijo echaba besos al público llevando las manitas a sus labios.

La multitud siguió con ansiosa mirada al globo que se alejaba primero lentamente, luego más deprisa, hasta que desapareció. Y a poco de ocurrir esto hubo uno de esos cambios atmosféricos tan frecuentes en marzo, pues era el 18 de este mes cuando se había celebrado aquella fiesta. Lo que fue al principio suave brisa, aire vivo después, se convirtió en huracán furioso y no hubo persona que no temblase, por la suerte de aquella desgraciada familia que arriesgaba su existencia por un puñado de oro. No había madre que no rezara por aquel angelito que seguramente iba a perecer, pidiendo a Dios que hiciera un milagro y salvara su vida.

Y entre tanto el pobre aeronauta luchaba con el elemento que destrozaba el globo y trataba de animar a su mujer y de consolar a su hijo que lloraba y que tenía frío. Su deseo era descender en cualquier lado que fuese, pero no lo lograba, y así pasaron algunas horas sin que el viento cesase, expuesta aquella familia a perecer sin encontrar una ayuda que nadie podía prestarles. Al fin, ya a la madrugada, logró el esposo, bajando por una cuerda llegar a la azotea de un palacio, ató sólidamente la maroma a los hierros de la barandilla, trepó por ella y quiso que descendiera su mujer.

-Salva primero al niño, le dijo ésta, es todo nuestro amor, y ven luego por mí.

Aquel niño, en efecto, era su encanto y su alegría y como por nada del mundo se hubieran separado de él, le habían llevado al verificarse la peligrosa ascensión creyendo que, como otras veces, se efectuaría con toda felicidad. Él cogió al pequeñuelo con un brazo y, aunque con gran dificultad, logró dejar a su hijo en la terraza. Luego volvió a subir, pero, al poner el pie en la barquilla, una ráfaga de viento aún más fuerte que las otras rompió la cuerda y el globo se elevó con gran rapidez. Gracias a que era un hábil gimnasta pudo el hombre salvarse de aquel riesgo reuniéndose a su esposa.

El niño, llorando de miedo y de frío, se sentó entre las plantas que adornaban la azotea y al cabo de un rato se durmió con un sueño pesado y febril.

La dueña de aquel palacio era una viuda muy caritativa y muy buena, que tenía una inmensa fortuna, siendo el alivio de los pobres de la localidad. Su única pena consistía en no haber tenido nunca hijos. Vivía sola con sus criados sin desear salir de aquel pueblo donde residía desde su infancia. Un pueblo sin ferrocarril, de difícil comunicación con otros lugares por no tener más que un mal camino; sin periódicos, con poco, pero bien avenido vecindario, dirigido desde hacía muchos años por el mismo cura, por el mismo médico y por el mismo alcalde. Un pueblo sin ambición ni aspiraciones, de lo mejor, de lo más sencillo que hay en España.

La señora, que era muy madrugadora, se acababa de levantar y miraba desde una de las ventanas el cielo cubierto de nubes. El viento no había cesado todavía. A su lado estaba Ramona, una de sus criadas.

-Marzo ventoso y abril lluvioso sacan a mayo florido y hermoso, dijo la dama. Eso no quita que el huracán haya estropeado mis mejores plantas y muchas no puedan lucir sus galas dentro de dos meses. Ven conmigo a la azotea a ver qué destrozos tenemos que lamentar.

La señora y la doncella se fueron acercando a todas las macetas, mirándolas una por una, viendo con satisfacción que el viento no había causado tantos daños como suponían. De repente la dama lanzó un grito, se precipitó hacia unos arbustos y cogió en sus brazos al hijo del aeronauta.

-Mira, mira, Ramona, exclamó, este es un angelito que me ha enviado el glorioso San José, cuya fiesta celebramos hoy. Si fuese un niño abandonado no estaría en la terraza a la que sólo se puede subir por la escalera que hay en el interior del palacio, estaría abajo, en la calle, todo lo más en el jardín. Sí, es un ángel y para que no bajase desnudo a la tierra sus compañeros le han vestido con un pedacito de cielo. ¡Cuánto le vamos a querer! Porque tú le querrás también, ¿no es verdad?

-¡Ah! Sí, con toda mi alma, respondió la doncella. Le querré, le respetaré, le veneraré.

-Precisamente esta noche, continuó la viuda, estaba yo pensando en la falta que me hacía un heredero, una criatura que labrase la dicha del último tercio de mi existencia. Y ya ves, San José me ha enviado este niño que será mi hijo, todo mi amor. El pobrecito está helado, vamos a acostarle en mi propia cama hasta que le compremos una cuna.

La noticia del misterioso hallazgo cundió rápidamente por el pueblo y no hubo persona que no acudiese a ver al que llamaban el niño del milagro. Éste pasó una enfermedad muy grave y la señora del palacio le cuidó con solicitud y esmero. Cuando ya estuvo bien y pudo hablar vieron que lo hacía en un idioma desconocido para todos.

-El lenguaje de los ángeles, decía la dama.

Poco a poco fue el niño aprendiendo el español y al preguntarle un día Ramona por sus padres, miró el azul firmamento y sus ojos se llenaron de lágrimas.

-No le hagas sentir la nostalgia del cielo, dijo severamente la señora, que nadie le pregunte de dónde ha venido, es este un secreto que ni puede ni debe revelar.

El niño, al que llamaron Ángel, fue creciendo en belleza y en perfecciones. De carácter dulce y apacible, de inteligencia superior, era el encanto de sus profesores, de sus compañeros, de su madre adoptiva, de cuantos le trataban. Le encontraban, eso sí, un tanto melancólico y cuando el viento agitaba las copas de los árboles y las nubes se amontonaban en el cielo suspiraba dulcemente y una esperanza loca se apoderaba de él buscando en el celeste espacio un globo que no llegaba nunca, un globo muy amado y deseado ardientemente, que para siempre se había perdido, en cuya barquilla iba un hombre bravo y generoso al que llamaba padre y una mujer que le besaba con el amor de madre verdadera, con una ternura que no había vuelto a encontrar.

Y es que en aquel pueblo el respeto y la veneración al ángel impedían las dulces expansiones del amor al niño.

Ha terminado, queridos niños, el curso de las cuatro estaciones, o sea el año natural.

Empieza sonriente con la primavera y acaba melancólico con las nieves del invierno.

A la flor sigue el fruto, al calor el frío, y la naturaleza vuelve a empezar su majestuoso curso año tras año, siglo tras siglo.

Así es la vida; el niño es un capullo; al calor de los padres abre sus pétalos, enamora en su juventud con su belleza y con el aroma de su alegría; después languidece y al fin se extingue en la nada de donde le sacara el soplo de la Divinidad.

Pero así como la flor es sólo materia sensible, el hombre tiene un alma, que en vida le permite pensar y obrar bien o mal, siendo acogido por Dios en el primer caso, para galardonar sus buenas obras, o devorado por Saturno que, como imagen del tiempo, aniquila cuanto no tiene otra finalidad que la vida temporal sobre la tierra.

A veces, alguna alma buena sirve para atraer otra mala al sendero del bien, así como, por desgracia, sucede con frecuencia que la manzana podrida corrompe a su compañera, según nos dice la fábula, y en aquel caso hay que admirar más y más la bondad del Eterno, que permite la redención del malo por la gracia alcanzada por el bueno.

En el siguiente sucedido, con el que termina este libro a Las estaciones consagrado, hallaréis demostrado lo que acabo de decir.

Marcelo era malo, Miguel bueno, y Dios permitió que éste fuera el ángel de salvación de su tío y profesor.



Marzo