Febrero: El baile de niños
En el piso cuarto de una elegante casa de la calle de Alcalá, vivían en Madrid hace mucho tiempo una profesora de música casada con un maestro de baile y dos niñas de seis y nueve años, frutos de aquel matrimonio. Al principio de su estancia en la corte les había sonreído la fortuna, teniendo el marido y la mujer no pocas lecciones; pero luego les salieron varios competidores, si no más hábiles, más felices que ellos, y los ingresos fueron reduciéndose tanto, que a duras penas tenían lo suficiente para pagar el cuarto, que aunque fuese interior les costaba muy caro, y para comer poco y vestir modestamente.
Las dos niñas llevaban de muy diverso modo lo triste de su situación. La mayor, Eugenia, se disgustaba con sus padres porque no la ataviaban con lujo ni atendían a sus caprichos. La segunda, Paz, que era muy modesta, se resignaba a todo porque no conocía la vanidad.
Aquel año el Carnaval cayó a mediados de Febrero y no se hablaba en la coronada villa de otra cosa que del baile de trajes que había de celebrarse en uno de los principales teatros en obsequio a los niños. Como los productos eran para la beneficencia y se quería sacar de él el mayor partido posible, los billetes costaban caros.
Eugenia ansiaba ir a la fiesta y no dejaba de importunar a sus padres para que la llevaran.
-Pero hija, le decía su madre, ¿cómo quieres qué se realice tu deseo si no tengo con qué hacerte el traje?
-Sí respondía la niña, tienes algunas varas de seda color de rosa, tienes encajes y una buena mantilla. Con tu habilidad, pues no te falta para nada, me haces una falda y un corpiño y me vistes de maja.
-Pero de esa tela que me regalaron para hacer un vestido a tu hermanita, no sale más que un traje y vosotras sois dos niñas. No hay tampoco dos mantillas...
-Que no venga Paz; yo soy la mayor.
Aquella noche, la antevíspera de la fiesta, llevó el maestro un billete para el baile de niños que le había regalado una de sus pocas discípulas. El gozo de Eugenia no tuvo límites. Hizo que su madre se pusiese a coser enseguida y aunque el traje no quedó muy bien, porque había poca tela, la orgullosa niña pensó que ella era bastante bonita para suplir cualquier falta que hubiese en su atavío.
Se buscó para que la acompañase al teatro a una amiga de su madre que llevaba un niño vestido de arlequín, y una hora antes de empezar el baile salió Eugenia de su casa.
Paz había ayudado a que arreglasen a su hermana dando las horquillas, los alfileres y cuantas cosas le habían pedido. La había encontrado muy hermosa y por su mente pasó como una ráfaga la idea de que ella también se hubiera divertido en la fiesta, pero puesto que no la podían llevar, había que conformarse. Su madre le dijo que, por ser tan buena, iría con ella a paseo a ver las máscaras y los coches engalanados; pero a causa del trajín que se había dado cosiendo tanto y tan deprisa, le sobrevino un dolor muy fuerte de cabeza y se tuvo que echar en la cama. Su buen marido no la quiso dejar sola y por eso no se brindó a salir con la niña.
Paz se asomó al balcón que daba al patio. En el piso segundo se veían a través de los cristales muchos niños que pasaban de un lado a otro, todos elegantemente vestidos de máscaras con trajes que ella no conocía.
Uno de los muchachos se detuvo un rato a mirarla, habló luego con un caballero, que la miró también, y luego el niño desapareció rápidamente.
Un instante después llamaron a la puerta de la calle y el profesor de baile salió a abrir. A su vista apareció un gracioso chiquillo vestido de andaluz que le pidió permiso para entrar y hablar un momento con él.
El maestro le hizo pasar a la salita donde estaba Paz asomada al balcón. La niña cerró los cristales y se sentó junto a su padre que había ofrecido ya una silla al niño.
-Dirá usted que soy un atrevido, empezó él con una gracia encantadora, pero mis padres, que son los dueños de esta casa, me han dado permiso para que venga a pedir a usted un favor. Varios amiguitos míos y yo pensamos ir a la fiesta de esta tarde vestidos con trajes de diferentes provincias y bailar algunas cosas allí: jota, sevillanas, muñeira y otras. Yo tenía por compañera a una prima mía, pero es muy caprichosa y a última hora ha querido irse al teatro por ver una comedia de magia. Yo no puedo ir solo...
-Es natural, interrumpió el maestro por decir algo.
-Si usted, continuó el vestido de andaluz, quisiera dejar a su niña para que viniese con nosotros...
-Yo con el mayor gusto, pero no tiene traje, balbuceó el profesor.
-El de mi compañera está en casa; mi madre lo ha dirigido y se lo pensaba regalar. ¿Sabes bailar sevillanas? Preguntó luego a la niña.
-Un poco, respondió Paz.
-A ver, ensaya conmigo. Yo las cantaré para que tengamos música.
La hija del maestro, a la que éste había enseñado, bailaba admirablemente y con mucha gracia. Las sevillanas salieron muy bien.
El muchacho lleno de entusiasmo se fue a dar a sus padres la buena noticia y un momento después subía la madre del niño con una doncella que llevaba en sus manos un riquísimo traje que parecía haber sido hecho para Paz. Se lo pusieron y la adornaron con magníficas joyas. Estaba encantadora; su padre no se cansaba de admirarla y su madre se alivió de su dolencia al pensar en lo mucho que su hija se iba a divertir.
En el salón de baile, adornado con plantas y espléndidamente iluminado, causó gran sensación la entrada de aquella multitud de niños vestidos con trajes regionales. Fue lo principal de la fiesta porque aquellas preciosas parejitas llenas de atractivos bailaron o cantaron muy bien. Paz y su compañero atrajeron todas las miradas y fueron designados para ganar el premio que había de adjudicarse a los que se distinguieran más.
Eugenia estaba triste porque no sólo no había llamado la atención por bonita y elegante, sino que había notado que algunas personas se reían de su traje y oyó a una que decía:
-Esa niña va de quiero y no puedo.
No había visto a las parejas vestidas con las galas de las diferentes provincias, pero al ir a salir éstas del salón tuvieron que hacerles paso entre dos filas de gente y ella quedó de las primeras.
Al pasar los andaluces, un caballero gritó:
-¡Viva la gracia!
Y los niños, felices, se sonrieron y saludaron.
-Esa niña, murmuró Eugenia, se parece a Paz, sí, mucho, muchísimo. Es más bonita, tiene mejor color y va admirablemente vestida. ¡Si fuera ella?... Pero es imposible. ¡Qué tonta soy! Mi hermanita se ha quedado en casa más aburrida todavía que yo, y eso que no me he divertido mucho.
Grande fue su asombro cuando al volver a su morada encontró a Paz con el traje de andaluza que la madre de su compañero le había regalado como también el premio que otorgaron por unanimidad a la encantadora pareja.
Y desde aquel día todo fue ventura en la casa. Porque los dueños de ella se constituyeron en protectores de los dos maestros y llovieron las lecciones de música y de baile y con ellas volvieron el bienestar y la alegría.
Eugenia no ambicionó jamás ser la primera en nada, uniendo a su hermana menor a todos sus proyectos y siendo para ella buena y generosa.