Marcas de fuego editar

Desde pocos momentos, un forastero, al parecer español, y, -por el traje, -seguramente pueblero, había atado al palenque su caballo, antes de entrar en la pulpería.

Sin que lo pudiera, notar, por lo velado de las alusiones cambiadas, sin mirarlo siquiera, alrededor de él, entre varios gauchos, vecinos del pago, ocupados, cuando había entrado, unos a tomar la copa, otros a comprar algunos artículos para su consumo, era él, y más que él todavía, el caballo que traía, objeto de todas las conversaciones.

-«¿Cuánto pagará don Ambrosio por las albricias?

-¿Quién se lo habrá prestado?

-¿Tendrá certificado?

-Recado pesado va a ser, para llevárselo al hombro.

-Puede ser que se lo venda.

-Voy a que ya lo compró una vez.

-¿Si tendrá toda la tropilla?»

Y mientras el forastero, que era un acopiador de frutos, pasaba al interior del almacén, a ver los cueros que el pulpero tenía para vender, los tertulianos se acercaron al palenque y constataron, sin que la menor duda fuera posible, que el caballo era bien uno de la tropilla, de moros que, hacía más de un año, le habían robado, una noche, a don Ambrosio Cascallares, capataz de un establecimiento vecino.

Uno de ellos montó a caballo y lo fue a avisar, mientras los demás volvían al mostrador, a matar el tiempo, hasta que empezase la función.

Media hora había pasado; salió de adentro el acopiador, despidiéndose del pulpero, y se preparaba a asegurar la cincha del caballo, cuando se apeó don Ambrosio.

-«Buenas tardes, señor, le dijo al español: ¿me permite una palabra?»

Y, habiéndose apartado algunos pasos, don Ambrosio le enseñó el boleto que lo acreditaba como dueño de la marca del caballo en el cual había venido, preguntándole al mismo tiempo cómo lo tenía, y si poseía algún certificado de que se pudiera valer, para probar que lo había comprado, y a quién.

No estaban tan lejos de la pulpería, que los parroquianos no pudiesen seguir con atención toda la escena, que parecía interesarlos sobremanera.

El forastero quedaba muy cortado; testimonio de propiedad del caballo, no tenía ninguno; se lo habían prestado en el pueblo; un amigo, decía, empleado en la policía. Don Ambrosio, por su parte, exigía la entrega del animal, su propiedad, como constaba del boleto de marca.

En semejante trance, acudieron al pulpero, quien, sabiendo perfectamente que el caballo era de su cliente don Ambrosio, no lo podía negar, a pesar de que, por otro lado, poco le gustaba ver a un acopiador, a quien recién conocía, pero que parecía liberal para comprar frutos, condenado por su declaración, a sufrir la vergüenza de ser dejado a pie, en condiciones tan deplorables.

Se recurrió al alcalde, quien se pronunció por la restitución inmediata del caballo a su legítimo dueño, en cumplimiento de la ley: y se preparaba el acopiador a desensillar, cuando su paisano, el pulpero, habilidoso, como dice Martín Fierro, le aconsejó de comprar el animal a don Ambrosio.

Así se hizo. Don Ambrosio se lo dió por un precio acomodado, como que eran pesos que le caían del cielo, sin contar que también quedaba con la esperanza de encontrar a los demás caballos que, juntos con aquél, le habían robado. Y se fue el español, mejor sentado en la montura, como que ya el caballo era de él, y no ajeno, -como, muy bien, antes, lo había sabido...


.....


«Esta es mi marca». Cuando cualquier paisano, que tenga por todo haber una tropillita de mancarrones, pronuncia estas palabras, al pintar penosamente, en el suelo, con la punta del cuchillo, un dibujo complicado, lo hace con la misma solemnidad que si se tratara de la marca de Anchorena.

Es que el poseer, por estos mundos de Dios, con derecho de vida o muerte en ellos, cinco seres vivientes, marcados de un modo indeleble que afirma esta posesión, da al hombre más pobre el mismo orgullo, que al más rico, la posesión de cien mil.

Encierra la propiedad de una marca, para el hombre de campo, una idea de dominación, igual a la que puede inspirar la posesión de la misma tierra a su propietario, si no mayor, pues la tierra es una cosa inerte, mientras el animal siente la dominación del amo.

No cabe duda que más era la orgullosa codicia del conquistador, que el apetito vil del lucro, la que hacia levantar antes del alba, al estanciero de antaño, para recoger, en la mayor extensión posible de campo, las haciendas alzadas, y chantar su marca a todo lo que caía.

¡Y qué marcas, señor! Esas sí que cantaban de lejos: «¡Esta hacienda es de Fulano!» Casi tapaban todo el costillar o el cuarto, como para no dejar lugar a contramarca. Y si por herencia, reparto entre socios o venta, venía algún rodeo a cambiar de manos dos o tres veces, los pobres animales parecían verdaderos archivos de marcas, con toda la superficie del cuero quemada, requemada y vuelta a quemar. Por cierto que ya no se podía cortar en ellos esas primorosas cinchas anchas y sin defecto, gloria del jinete argentino.

Hoy, las marcas se han achicado; ocupan poco lugar y se colocan en partes donde, aunque el animal llegue a sufrir, por casualidad, una regular cantidad de quemaduras, no dañan el cuero. A más, van teniendo ciertas pretensiones artísticas, reemplazando por la forma de objetos usuales o de animales, de iniciales enlazadas o de números, los dibujos de fantasía de los antepasados.

¿Serán más difíciles de falsificar con alambres u otros medios? ¿Quién sabe?

Lo cierto es que si, antes, precisaba el hacendado un ojo perspicaz para conocer, en un rodeo, los animales de su marca, hoy lo necesita, por lo menos, igual; pues esas marcas pequeñas, cuando el pelo es de invierno, difícilmente se distinguen, en los apartes, y todavía queda por encontrarse la marca ideal.

Pero la cuestión ha perdido mucho de su importancia. La multiplicación de los alambrados que aseguran la propiedad; el estado de mansedumbre relativa de las haciendas; la reducción paulatina de los rodeos; su repartición en potreritos; el cambio radical, en fin, en el modo de trabajar, todo nos aleja, cada día más rápidamente, de los tiempos felices en que toda la ciencia del estanciero se reducía en madrugar mas que el vecino, para marcar orejanos y soltarlos, sin ocuparse más de ellos.

¡Qué poco es un cuarto de siglo! Y, sin embargo, no hace todavía veinte y cinco años que trescientas vacas, bien aquerenciadas en un campo entonces fronterizo, y arreadas por los indios en un malón con veinte mil más, de otras procedencias, volvieron, después de ser batidos los indios, a su querencia, trayendo consigo cinco o seis mil compañeras, a quienes, seguramente, habían ponderado las delicias de su campo. Entre éstas, muchas venían orejanas, y el dueño de las trescientas, que ya se había creído arruinado, se apresuró en ponerles su marca.

Esto se llamaba entonces: trabajar.

Eran los tiempos en que Catriel, arreando los caballos de un cristiano, le decía, en forma de transacción, y después de haber visto el boleto de la marca: «Marca tuya, caballo mío.»