Capítulo XXXII

En la mañana siguiente tuve que hacer un esfuerzo para que mi padre no comprendiese lo penoso que me era acompañarlo en su visita a las haciendas de abajo. Él, como lo hacía siempre que iba a emprender viaje, por corto que fuese, intervenía en el arreglo de todo, aunque no era necesario, y repetía sus órdenes más que de costumbre. Como era preciso llevar algunas provisiones delicadas para la semana que íbamos a permanecer fuera de la casa, provisiones a las cuales era mi padre muy aficionado, riéndose él al ver las que acomodaban Emma y María en el comedor, dentro de los cuchugos que Juan Ángel debía llevar colgados a la cabeza de la silla, dijo:

-¡Válgame Dios, hijas! ¿Todo eso cabrá ahí?

-Sí, señor -respondió María.

-Pero si con esto bastaría para un obispo. ¡Ajá! eres tú la más empeñada en que no lo pasemos mal.

María, que estaba de rodillas acomodando las provisiones, y que le daba la espalda a mi padre, se volvió para decirle tímidamente a tiempo que yo llegaba:

-Pues como van a estarse tantos días...

-No muchos, niña -le replicó riéndose-. Por mí no lo digo: todo te lo agradezco; pero este muchacho se pone tan desganado allá... Mira -agregó dirigiéndose a mí.

-¿Qué cosa?

-Pues todo lo que ponen. Con tal avío hasta puede suceder que me resuelva a estarme quince días.

-Pero si es mamá quien ha mandado -observó María.

-No hagas caso, judía -así solía llamarla algunas veces cuando se chanceaba con ella-; todo está bueno; pero no veo aquí tinto del último que vino, y allá no hay; es necesario llevar.

-Si ya no cabe -le respondió María sonriendo.

-Ya veremos.

Y fue personalmente a la bodega por el vino que indicaba: y al regresar con Juan Ángel, recargado además con unas latas de salmón, repitió:

-Ahora veremos.

-¿Eso también? -exclamó ella viendo las latas.

Como mi padre trataba de sacar del cuchugo una caja ya acomodada, María, alarmándose, le observó:

-Es que esto no puede quedarse.

-¿Por qué, mi hija?

-Porque son las pastas que más les gustan y... porque las he hecho yo.

-¿Y también son para mí? -le preguntó mi padre por lo bajo.

-¿Pues no están ya acomodadas?

-Digo que...

-Ahora vuelvo -interrumpió ella poniéndose en pie-. Aquí faltan unos pañuelos.

Y desapareció para regresar un momento después.

Mi padre, que era tenaz cuando se chanceaba, le dijo nuevamente en el mismo tono que antes, inclinándose a colocar algo cerca de ella:

-Allá cambiaremos pastas por vino.

Ella apenas se atrevía a mirarlo; y notando que el almuerzo estaba servido, dijo levantándose:

-Ya está la mesa puesta, señor -y dirigiéndose a Emma-: dejemos a Estefana lo que falta; ella lo hará bien.

Cuando yo me dirigía al comedor, María salía de los aposentos de mi madre, y la detuve allí.

-Corta ahora -le dije- el pelo que quieras.

-¡Ay! no, yo no.

-Di de dónde, pues.

-De donde no se note. Y me entregó unas tijeras.

Había abierto el guarda-pelo que llevaba suspendido al cuello. Presentándome la cajilla vacía, me dijo:

-Ponlo aquí.

-¿Y el de tu madre?

-Voy a colocarlo encima para que no se vea el tuyo.

Hízolo así diciéndome:

-Me parece que hoy te vas contento.

-No, no; es por no disgustar a mi padre: es tan justo que yo le manifieste deseo de ayudarle en sus trabajos y que le ayude.

-Cierto; así debe ser; y yo procuraré manifestar que no estoy triste para que mamá y Emma no se resientan conmigo.

-Piénsame mucho -le dije besando el pelo de su madre y la mano con que lo acomodaba.

-¡Ah! ¡mucho, mucho! -respondió mirándome con aquella ternura e inocencia que tan bien sabían hermanarse en sus ojos.

Nos separamos para llegar al comedor por diferentes entradas.