Capítulo XXXI

Serían las once. Terminado el trabajo, estaba yo acodado en la ventana de mi cuarto.

Aquellos momentos de olvido de mí mismo, en que mi pensamiento se cernía en regiones que casi me eran desconocidas; momentos en que las palomas que estaban a la sombra en los naranjos agobiados por sus racimos de oro, se arrullaban amorosas; en que la voz de María, arrullo más dulce aún, llegaba a mis oídos, tenían un encanto inefable.

La infancia, que en su insaciable curiosidad se asombra de cuanto la naturaleza, divina enseñadora, ofrece nuevo a sus miradas; la adolescencia, que adivinándolo todo, se deleita involuntariamente con castas visiones de amor... presentimiento de una felicidad tantas veces esperada en vano; sólo ellas saben traer aquellas horas no medidas en que el alma parece esforzarse por volver a las delicias de un Edén -ensueño o realidad- que aún no ha olvidado.

No eran las ramas de los rosales, a los que las linfas del arroyo quitaban leves pétalos para engalanarse fugitivas; no el vuelo majestuoso de las águilas negras sobre las cimas cercanas, no era eso lo que veían mis ojos; era lo que ya no veré más; lo que mi espíritu quebrantado por tristes realidades no busca, o admira únicamente en sus sueños: el mundo que extasiado contemplé a los primeros albores de la vida.

Divisé en el negro y tortuoso camino de las lomas, a Tránsito y a su padre, quienes venían en cumplimiento de lo que a María tenían prometido. Crucé el huerto y subí la primera colina para aguardarlos en el puente de la cascada, visible desde el salón de la casa.

Como estábamos al raso, todavía no eran cortos los montañeses para conmigo; me dijeron todas aquellas cosas que solían en pasándose algunos días sin vernos.

Pregunté por Braulio a Tránsito:

-Se quedó aprovechando el buen sol para la revuelta. ¿Y la Virgen de la Silla?

Tránsito acostumbraba preguntarme así por María desde que advirtió la notable semejanza entre el rostro de su futura madrina y el de una bella Madonna del oratorio de mi madre.

-La viva está buena y esperándote -le respondí-; la pintada, llena de flores y alumbrada para que te haga muy feliz.

Así que nos acercamos a la casa, María y Emma salieron a recibir a Tránsito, a la cual dijeron, entre otros agasajos, que estaba muy buena moza; y era cierto, pues la felicidad la embellecía.

José recibió, sombrero en mano, los cariñosos saludos de sus señoritas; y zafándose la mochila que traía a la espalda llena de legumbres para regalo, entró con nosotros, instado por mí, al aposento de mi madre. A su paso por el salón, Mayo, que dormía bajo una de las mesas, le gruñó, y el montañés le dijo riendo:

-¡Ola! abuelo, ¿todavía no me quieres? Será porque estoy tan viejo como tú.

-¿Y Lucía? -preguntó María a Tránsito-. ¿por qué no quiso acompañarte?

-Si es tan floja que no, y tan montuna.

-Pero Efraín dice que con él no es así -le observó Emma.

Tránsito se rió antes de responder:

-Con el señor es menos vergonzosa, porque como va tantas veces allá, le ha ido perdiendo el miedo.

Tratamos de saber el día en que hubiera de efectuarse el matrimonio. José, para sacar de apuros a su hija, contestó:

-Queremos que sea de hoy en ocho días. Si está bien pensado, lo haremos así: en casa madrugaremos mucho, y no parando, llegaremos al pueblo cuando asome el sol: saliendo ustedes de aquí a las cinco, nos alcanzarán llegando; y como el señor cura tendrá todo listo, nos despacharemos temprano. Luisa es enemiga de fiestas, y las muchachas no bailan: pasaremos, pues, el domingo como todos, con la diferencia de que ustedes nos harán una visita; y el lunes cada cual a su oficio: ¿no le parece? -concluyó dirigiéndose a mí.

-Sí, pero ¿irá a pie Tránsito al pueblo?

-¡He! -exclamó José.

-¿Pues cómo? -preguntó ella admirada.

-A caballo; ¿no están ahí los míos?

-Si a mí me gusta más andar a pie; y a Lucía no es sólo eso, sino que les tiene miedo a las bestias.

-¿Pero por qué? -preguntó Emma.

-Si en la Provincia solamente los blancos andan a caballo; ¿no es así, padre?

-Sí; y los que no son blancos, cuando ya están viejos.

-¿Quién te ha dicho que no eres blanca? -pregunté a Tránsito-; y blanca como pocas.

La muchacha se puso colorada como una guinda, al responderme:

-Las que yo digo son las gentes ricas, las señoras.

José, luego que fue a saludar a mi padre, se despidió prometiéndonos volver por la tarde, a pesar de nuestras instancias para que se quedase a comer con nosotros.

A las cinco, como saliese la familia a acompañar a Tránsito hasta el pie de la montaña, María, que iba a mi lado, me decía:

-Si hubieras visto a mi ahijada con el traje de novia que le he hecho, y los zarcillos y gargantilla que le han regalado Emma y mamá, estoy segura de que te habría parecido muy linda.

-¿Y por qué no me llamaste?

-Porque Tránsito se opuso. Tenemos que preguntarle a mamá qué dicen y qué hacen los padrinos en la ceremonia.

-De veras, y los ahijados nos enseñarán qué responden los que se casan, por si se nos llegare a ofrecer.

Ni las miradas ni los labios de María respondieron a esta alusión a nuestra futura felicidad; y permaneció pensativa mientras andábamos el corto trecho que nos faltaba para llegar a la orilla de la montaña.

Allí estaba esperando Braulio a su novia, y se adelantó risueño y respetuoso a saludarnos.

-Se les va a hacer de noche para bajar -nos dijo Tránsito.

Se despidieron cariñosamente de nosotros los montañeses. Se habían internado algún espacio en la selva cuando oímos la buena voz de Braulio que cantaba vueltas antioqueñas.

Después de nuestro diálogo, María no había vuelto a estar risueña. Inútilmente trataba yo de ocultarme la causa; bien la sabía por mi mal: ella pensaba al ver la felicidad de Tránsito y Braulio, en que pronto íbamos nosotros a separarnos, en que tal vez no volveríamos a vernos... quizá en la enfermedad de que había muerto su madre. Y yo no me atreví a turbar su silencio.

Bajando las últimas colinas, Juan, a quien ella llevaba de la mano, me dijo:

-María quiere que yo sea guapo para caminar, y ella está cansada.

Ofrecíle entonces mi brazo para que se apoyara, lo que no había podido hacer antes por atención a Emma y a mi madre.

Estábamos ya a poca distancia de la casa. Se iban apagando los arreboles que al ocultarse el sol había dejado sobre las sierras de occidente: la luna, levantándose a nuestra espalda sobre las montañas de que nos alejábamos, proyectaba las inquietas sombras de los sauces y enredaderas del jardín en los muros pálidamente iluminados.

Yo espiaba el rostro de María, sin que ella lo notase, buscando los síntomas de su mal, a los cuales precedía siempre aquella melancolía que de súbito se había apoderado de ella.

-¿Por qué te has entristecido? -le pregunté al fin.

-¿No he estado pues como siempre? -me respondió cual si despertase de un ligero sueño-. ¿Y tú?

-Es porque has estado así.

-Pero ¿no podría yo contentarte?

-Vuelve pues a estar alegre.

-¿Alegre? -preguntó como admirada-; ¿y lo estarás tú también?

-Sí, sí.

-Mira: ya estoy como quieres -me dijo sonriente-; ¿nada más exiges?...

-Nada más..., ¡ah! sí: aquello que me has prometido y no me has dado.

-¿Qué será? ¿creerás que no me acuerdo?

-¿No? ¿y los cabellos?

-¿Y si lo notan al peinarme?

-Dirás que fue cortando una cinta.

-¿Esto es? -dijo, después de haber buscado bajo el pañolón, mostrándome algo que le negreaba en la mano y que ésta me ocultó al cerrarse.

-Sí, eso; dámelos ahora.

-Si es una cinta -contestó volviendo a guardar lo que me había mostrado.

-Bueno; no te lo exigiré más.

-¡Conque bueno! ¿y entonces para qué me los he cortado? Es que falta componerlos bien; y mañana precisamente...

-Esta noche.

-También; esta noche.

Mi brazo oprimió suavemente el suyo, desnudo de la muselina y encajes de la manga; su mano rodó poco a poco hasta encontrarse con la mía; la dejó levantar del mismo modo hasta mis labios; y apoyándose con más fuerza en mí para subir la escalera del corredor, me decía con voz lenta y de vibraciones acalladas:

-¿Ahora sí estás contento? no volvamos a estar tristes.

Quiso mi padre que en aquella noche leyese de sobremesa algo del último número de El Día. Terminada la lectura, se retiró él, y pasé yo a la sala.

Se me acercó Juan y puso la cabeza en una de mis rodillas.

-¿No duermes esta noche? -le pregunté acariciándolo.

-Quiero que tú me hagas dormir -me contestó en aquella lengua que pocos podían entenderle.

-¿Y por qué no María?

-Yo estoy muy bravo con ella -repuso, acomodándose mejor.

-¿Con ella? ¿Qué le has hecho?

-Si es ella la que no me quiere esta noche.

-Cuéntame por qué.

-Yo le dije que me contara el cuento de la Caperuza, y no ha querido; le he pedido besos y no me ha hecho caso.

Las quejas de Juan me hicieron temer que la tristeza de María hubiese continuado.

-Y si esta noche tienes sueños medrosos -dije al niño-, ella no se levantará a acompañarte, como me has referido que lo hace.

-Entonces, mañana no le ayudaré a coger flores para tu cuarto ni le llevaré los peines al baño.

-No digas tal; ella te quiere mucho: ve y dile que te dé los besos que le pediste y que te haga dormir oyendo el cuento.

-No -dijo, poniéndose en pie y como entusiasmado por una buena idea-: voy a traértela para que la regañes.

-¿Yo?

-Voy a traerla.

Y diciéndolo se entró en su busca. A poco se presentó haciendo el papel de que la conducía de la mano por fuerza. Ella, sonriendo, le preguntaba:

-¿A dónde me llevas?

-Aquí -respondió Juan, obligándola a sentarse a mi lado.

Referí a María todo lo que había charlado su consentido. Ella, tomando la cabeza de Juan entre las manos y tocándole la frente con la suya, díjole:

-¡Ah, ingrato! duérmete pues con él.

Juan se puso a llorar tendiéndome los bracitos para que lo tomase.

-No, mi amo; no, mi señor -le decía ella-: son chanzas de tu Mimiya -y lo acariciaba.

Mas el niño insistió en que yo lo recibiera.

-¿Conque eso haces conmigo, Juan? -continuó María quejándosele-. Bueno, ya el señor está hombre: esta noche haré que le lleven la cama al cuarto de su hermano; ya él no me necesita: yo me quedaré sola y llorando porque no me quiere más.

Se cubrió los ojos con una mano para hacerle creer que lloraba: Juan esperó un instante; mas como ella persistió en fingirle llanto, se escurrió poco a poco de mis rodillas, y se le acercó tratando de descubrirle el rostro. Encontrando los labios de María sonrientes, y amorosos los ojos, rió también, y abrazándosele de la cintura recostó la cabeza en su regazo, diciéndole:

-Te quiero como a los ojitos, te quiero como al corazón. Ya yo no estoy bravo ni tonto. Esta noche voy a rezar el bendito muy formal para que me hagas otros calzones.

-Muéstrame los calzones que te hacen -le dije.

Juan se puso en pie sobre el sofá, entre María y yo, para hacerme admirar sus primeros calzones.

-¡Qué lindos! -exclamé abrazándolo-. Si me quieres bastante y eres formal, conseguiré que te hagan muchos, y te compraré silla, zamarros, espuelas...

-Y un caballito negro -me interrumpió.

-Sí.

Abrazóme dándome un prolongado beso, y asido al cuello de María, quien volvía el rostro para esquivarle los labios, la obligó a recibir idéntico agasajo. Se arrodilló donde había estado en pie, con las manos juntas rezó devotamente el bendito y se reclinó soñoliento sobre la falda que ella le brindaba.

Noté que la mano izquierda de María jugaba con algo sobre la cabellera del niño, al paso que una sonrisa maliciosa le asomaba a los labios. Con una rápida mirada me mostró entre los cabellos de Juan un bucle de los que me tenía prometidos; y ya me apresuraba yo a tomarlos cuando ella, reteniéndolos, me dijo:

-¿Y para mí?... tal vez sea malo exigírtelo.

-¿Los míos? -le pregunté.

Significóme que sí, agregando:

-¿No quedarán bien en el mismo guarda-pelo en que tengo los de mi madre?