Capítulo XXIII

Carlos y yo nos presentamos en el comedor. Los asientos estaban distribuidos así: presidía mi padre la mesa; a su izquierda acababa de sentarse mi madre, a su derecha don Jerónimo, que desdoblaba la servilleta sin interrumpir la pesada historia de aquel pleito que por linderos sostenía con don Ignacio; a continuación del de mi madre había un asiento vacío y otro al lado del señor M***; en seguida de éstos, dándose frente, se hallaban María y Emma, y después los niños.

Cumplíame señalarle a Carlos cuál de los dos asientos vacantes debía ocupar. A tiempo de enseñárselo, María, sin mirarme, apoyó una mano en la silla que tenía inmediata, como solía hacerlo para indicarme sin que lo comprendiesen los demás, que podía estar cerca de ella. Dudando quizá ser entendida, buscó instantáneamente mis ojos con los suyos, cuyo lenguaje en tales ocasiones me era tan familiar. No obstante, ofrecí a Carlos la silla que ella me brindaba y me senté al lado de Emma.

Puso milagrosamente don Jerónimo punto final a su alegato de conclusión que había presentado al Juzgado el día anterior, y volviéndose a mí, dijo:

-Vaya que les ha costado trabajo a ustedes interrumpir sus conferencias. De todo habrá habido: buenos recuerdos del pasado, de ciertas vecindades que teníamos en Bogotá... proyectos para el porvenir... Corriente. No hay como volver a ver un condiscípulo querido. Yo tuve que olvidarme de que ustedes deseaban verse. No acuse usted a Carlos por tanta demora, pues él fue capaz hasta de proponerme venirse solo.

Manifesté a don Jerónimo que no podía perdonarle el que me hubiese privado por tanto tiempo del placer de verlos a él y a Carlos; y que sin embargo, sería menos rencoroso si la permanencia de ellos en casa era larga. A lo cual me respondió con la boca no tan desocupada como fuera de desearse, y mirándome al soslayo mientras tomaba un sorbo de chocolate:

-Eso es difícil, porque mañana empiezan las datas de sal.

Después de un momento de pausa, durante la cual sonrió mi padre imperceptiblemente, continuó:

-Y no hay remedio: si no estoy yo allá, debe estar éste.

-Tenemos mucho que hacer -apuntó Carlos con cierta suficiencia de hombre de negocios, la cual debió de parecerle oportuna sabiendo que cazar y estudiar eran mis ocupaciones ordinarias.

María, resentida tal vez conmigo, esquivaba mirarme. Estaba bella más que nunca, así ligeramente pálida. Llevaba un traje de gasa negra profusamente salpicado de uvillas azules, cuya falda, cayendo en numerosísimos pliegues, susurraba tan quedo como las brisas de la noche en los rosales de mi ventana. Tenía el pecho cubierto con una pañoleta transparente del mismo color del traje, la que parecía no atreverse a tocar ni la base de su garganta de tez de azucena: pendiente de ésta en un cordón de pelo negro, brillaba una crucecita de diamantes: la cabellera, dividida en dos trenzas de abundantes guedejas, le ocultaba a medias las sienes y ondeaba en sus espaldas.

La conversación se había hecho general; y mi hermana me preguntó casi en secreto por qué había preferido aquel asiento. Yo le respondí con un «así debe ser», que no la satisfizo: miróme con extrañeza y buscó luego en vano los ojos de María: estaban tenazmente velados por sus párpados de raso-perla.

Levantados los manteles, se hizo la oración de costumbre. Nos invitó mi madre a pasar al salón: don Jerónimo y mi padre se quedaron a la mesa hablando de sus empresas de campo.

Presentéle a Carlos la guitarra de mi hermana, pues sabía que él tocaba bastante bien ese instrumento. Después de algunas instancias convino en tocar algo. Preguntó a Emma y a María, mientras templaba, si no eran aficionadas al baile; y como se dirigiese en particular a la última, ella le respondió que nunca habían bailado.

Él se volvió hacia mí, que regresaba en ese momento de mi cuarto, diciéndome:

-¡Hombre! ¿es posible?

-¿Qué?

-Que no hayas dado algunas lecciones de baile a tu hermana y a tu prima. No te creía tan egoísta. ¿O será que Matilde te impuso por condición que no generalizaras sus conocimientos?

-Ella confió en los tuyos para hacer del Cauca un paraíso de bailarines -le contesté.

-¿En los míos? Me obligas a confesar a las señoritas que habría aprovechado más, si tú no hubieras asistido a tomar lecciones al mismo tiempo que yo.

-Pero eso consistió en que ella tenía esperanza de satisfacerte en el diciembre pasado, puesto que esperaba verte en el primer baile que se diese en Chapinero.

La guitarra estaba templada y Carlos tocó una contradanza que él y yo teníamos motivos para no olvidar.

-¿Qué te recuerda esta pieza? -preguntóme poniéndose la guitarra perpendicularmente sobre las rodillas.

-Muchas cosas, aunque ninguna particular.

-¿Ninguna? ¿y aquel lance jocoserio que tuvo lugar entre los dos, en casa de la señora...?

-¡Ah! sí; ya caigo.

-Se trataba -dijo- de evitar un mal rato a nuestra puntillosa maestra: tú ibas a bailar con ella, y yo...

-Se trataba de saber cuál de nuestras parejas debía poner la contradanza.

-Y debes confesarme que triunfé, pues te cedí mi puesto -replicó Carlos riendo.

-Yo tuve la fortuna de no verme obligado a insistir. Haznos el favor de cantar.

Mientras duró este diálogo, María, que ocupaba con mi hermana el sofá a cuyo frente estábamos Carlos y yo, fijó por un instante la mirada en mi interlocutor, para notar al punto lo que sólo para ella era evidente, que yo estaba contrariado; y fingió luego distraerse en anudar sobre el regazo los rizos de las extremidades de sus trenzas.

Insistió mi madre en que Carlos cantara. Él entonó con voz llena y sonora una canción que andaba en boga en aquellos días, la cual empezaba así:


El ronco son de guerrera trompa
Llamó tal vez a la sangrienta lid,
Y entre el rumor de belicosa pompa
Marcha contento al campo el adalid.


Una vez que Carlos dio fin a su trova, suplicó a mi hermana y a María que cantasen también. Ésta parecía no haber oído de qué se trataba.

¿Habrá Carlos descubierto mi amor, me decía yo, y complacídose por eso en hablar así? Me convencí después de que lo había juzgado mal, y de que si él era capaz de una ligereza, nunca lo sería de una malignidad.

Emma estaba pronta. Acercándose a María, le dijo:

-¿Cantamos?

-¿Pero qué puedo yo cantar? -le respondió.

Me aproximé a María para decirle a media voz:

-¿No hay nada que te guste cantar, nada?

Miróme entonces como lo hacía siempre al decirle yo algo en el tono con que pronuncié aquellas palabras; y jugó un instante en sus labios una sonrisa semejante a la de una linda niña que se despierta acariciada por los besos de su madre.

-Sí, las Hadas -contestó.

Los versos de esta canción habían sido compuestos por mí. Emma, que los había encontrado en mi escritorio, les adaptó la música de otros que estaban de moda.

En una de aquellas noches de verano en que los vientos parecen convidarse al silencio para escuchar vagos rumores y lejanos ecos; en que la luna tarda o no aparece, temiendo que su luz importune; en que el alma, como una amante adorada que por unos momentos nos deja, se desase de nosotros poco a poco y sonriendo, para tornar más que nunca amorosa; en una noche así, María, Emma y yo estábamos en el corredor del lado del valle, y después de haber arrancado la última a la guitarra algunos acordes melancólicos, concertaron ellas sus voces incultas pero vírgenes como la naturaleza que cantaban. Sorprendíme, y me parecieron bellas y sentidas mis malas estrofas. Terminada la última, María apoyó la frente en el hombro de Emma; y cuando la levantó, entusiasmado murmuré a su oído el último verso. ¡Ah! Ellos parecen conservar aún de María no sé si un aroma; algo como la humedad de sus lágrimas. Helos aquí:


Soñé vagar por bosques de palmeras
Cuyos blandos plumajes, al hundir
Su disco el sol en las lejanas sierras,
Cruzaban resplandores de rubí.
Del terso lago se tiñó de rosa
La superficie límpida y azul,
Y a sus orillas garzas y palomas
Posábanse en los sauces y bambús.
Muda la tarde, ante la noche muda
Las gasas de su manto recogió:
Del indo mar dormida en las espumas
La luna hallóla y a sus pies el sol.
Ven conmigo a vagar bajo las selvas
Donde las Hadas templan mi laúd;
Ellas me han dicho que conmigo sueñas,
Que me harán inmortal si me amas tú.


Mi padre y el señor de M*** entraron al salón a tiempo que la canción terminaba. El primero, que sólo tarareaba entre dientes algún aire de su país, en los momentos en que la apacibilidad de su ánimo era completa, tenía afición a la música y la había tenido al baile en su juventud.

Don Jerónimo, después de sentarse tan cómodamente como pudo en un mullido sofá, bostezó de seguida dos veces.

-No había oído esa música con esos versos -observó Carlos a mi hermana.

-Ella los leyó en un periódico -le contesté-, y les puso la música con que se cantan otros. Los creo malos -agregué-: ¡Publican tantas insulseces de esta laya en los periódicos! Son de un poeta habanero; y se conoce que Cuba tiene una naturaleza semejante a la del Cauca.

María, mi madre y mi hermana se miraron unas a otras con extrañeza, sorprendidas de la frescura con que engañaba yo a Carlos; mas era porque no estaban al corriente del examen que él había hecho por la tarde de los libros de mi estante, examen en que tan mal parados dejó a mis autores predilectos; y acordándome con cierto rencor de lo que sobre el Quijote había dicho, añadí:

-Tú debes de haber visto esos versos en El Día, y es que no te acuerdas; creo que están firmados por un tal Almendárez.

-Como que no -dijo-; tengo para eso tan mala memoria... Si son los que le he oído recitar a mi prima... francamente, me parecen mejores cantados por estas señoritas. Tenga usted la bondad de decirlos -agregó dirigiéndose a María.

Ésta, sonriendo, preguntó a Emma:

-¿Cómo empieza el primero?... Si a mí se me olvidan. Dilos tú, que los sabes bien.

-Pero usted acaba de cantarlos -le observó Carlos-, y recitarlos es más fácil: por malos que fueran, dichos por usted serían buenos.

María los repitió; mas al llegar a la última estrofa su voz era casi trémula.

Carlos le dio las gracias, agregando:

-Ahora sí estoy casi seguro de haberlos oído antes.

¡Bah! me decía yo: de lo que Carlos está cierto es de haber visto todos los días lo que mis malos versos pintan; pero sin darse cuenta de ello, como ve su reloj.