María (Isaacs)/XXII
Capítulo XXII
Las instancias de los montañeses me hicieron permanecer con ellos hasta las cuatro de la tarde, hora en que después de larguísimas despedidas, me puse en camino con Braulio, que se empeñó en acompañarme. Habíame aliviado del peso de la escopeta y colgado de uno de sus hombros una guambía.
Durante la marcha le hablé de su próximo matrimonio y de la felicidad que le esperaba, amándolo Tránsito como lo dejaba ver. Me escuchaba en silencio, pero sonriendo de manera que estaba por demás hacerlo hablar.
Habíamos pasado el río y salido de la última ceja de monte para empezar a descender por las quiebras de la falda limpia, cuando Juan Ángel, apareciéndose por entre unas moreras, se nos interpuso en el sendero, diciéndome con las manos unidas en ademán de súplica:
-Yo vine, mi amo... yo iba..., pero no me haga nada su mercé... yo no vuelvo a tener miedo.
-¿Qué has hecho? ¿qué es? -le interrumpí-. ¿Te han enviado de casa?
-Sí, mi amo, sí, la niña; y como me dijo su mercé que volviera...
No me acordaba yo de la orden que le había dado.
-¿Conque no volviste de miedo? -le preguntó Braulio riendo.
-Eso fue, sí, eso fue... Pero como Mayo pasó por aquí asustao, y luego ñor Lucas me encontró pasando el río y me dijo que el tigre había matao a ñor Braulio...
Éste dio rienda suelta a una estrepitosa risotada, diciéndole al fin al negrito aterrado:
-¡Y te estuviste todo el día metido entre estos matorrales como un conejo!
-Como ñor José me gritó que volviera pronto, porque no debía andar solo por allá arriba... -respondió Juan Ángel viéndose las uñas de las manos.
-¡Vaya! yo te mezquino -repuso Braulio-; pero es con la condición de que en otra cacería has de ir pie con pie conmigo.
El negrito lo miró con ojos desconfiados, antes de resolverse a aceptar así el perdón.
-¿Convienes? -le pregunté distraído.
-Sí, mi amo.
-Pues vamos andando. Tú, Braulio, no te incomodes en acompañarme más; vuélvete.
-Si es que yo quería...
-No; ya ves que Tránsito está toda asustada hoy. Di allá mil cosas en mi nombre.
-Y esta guambía que llevaba... Ah -continuó-, tómala tú, Juan Ángel. ¿No irás a romper la escopeta del patrón por ahí? Mira que le debo la vida a ese dije. Será lo mejor -observó al recibírsela yo.
Di un apretón de manos al valiente cazador, y nos separamos. Distante ya de nosotros, gritó:
-Lo que va en la guambía es la muestra de mineral que le encargó su papá a mi tío.
Y convencido de que se le había oído se internó en el bosque.
Detúveme a dos tiros de fusil de la casa a orillas del torrente que descendía ruidoso hasta esconderse en el huerto.
Al continuar bajando busqué a Juan Ángel: había desaparecido, y supuse que temeroso de mi enojo por su cobardía, habría resuelto solicitar amparo mejor que el ofrecido por Braulio con tan inaceptables condiciones.
Tenía yo un cariño especial al negrito: él contaba a la sazón doce años; era simpático y casi pudiera decirse que bello. Aunque inteligente, su índole tenía algo de huraño. La vida que hasta entonces había llevado no era la adecuada para dar suelta a su carácter, pues mediaban motivos para mimarlo. Feliciana, su madre, criada que había desempeñado en la familia funciones de aya y disfrutado de todas las consideraciones de tal, procuró siempre hacer de su hijo un buen paje para mí. Mas fuera del servicio de mesa y de cámara y de su habilidad para preparar café, en lo demás era desmañado y bisoño.
Muy cerca ya de la casa, noté que la familia estaba aún en el comedor, e inferí que Carlos y su padre habían venido. Desviéme a la derecha, salté el vallado del huerto, y atravesé éste para llegar a mi cuarto sin ser visto.
Colgaba el saco de caza y la escopeta cuando percibí un ruido de voces desacostumbrado. Mi madre entró a mi cuarto en ese momento, y le pregunté la causa de lo que oía.
-Es -me dijo- que los señores de M*** están aquí, y ya sabes que don Jerónimo habla siempre como si estuviese a la orilla de un río.
¡Carlos en casa! pensé: éste es el momento de prueba de que habló mi padre. Carlos habrá pasado un día de enamorado, en ocasión propicia para admirar a su pretendida. ¡Que no pueda yo hacerle ver a él cuánto la amo! ¡No poder decirle a ella que seré su esposo!... Éste es un tormento peor de lo que yo me había imaginado.
Mi madre, notándome tal vez preocupado, me dijo:
-Como que has vuelto triste.
-No, no, señora; cansado.
-¿La cacería ha sido buena?
-Muy feliz.
-¿Podré decir a tu padre que le tienes ya la piel de oso que te encargó?
-No ésa, sino una hermosísima de tigre.
-¿De tigre?
-Sí, señora, del que hacía daños por aquí.
-Pero eso habrá sido horrible.
-Los compañeros eran muy valientes y diestros.
Ella había puesto ya a mi alcance todo lo que yo podía necesitar para el baño y cambio de vestidos; y a tiempo que entornaba la puerta después de haber salido, le advertí que no dijera todavía que yo había regresado.
Volvió a entrar, y usando de aquella voz dulce cuanto afectuosa que la hacía irresistible siempre que me aconsejaba, me dijo:
-¿Tienes presente lo que hablamos los otros días sobre la visita de esos señores, no?
Satisfecha de la respuesta, añadió:
-Bueno. Yo confío en que saldrás muy bien.
Y cerciorada de nuevo de que nada podía faltarme, salió.
Lo que Braulio había dicho que era mineral, no era otra cosa que la cabeza del tigre; y con tal astucia había conseguido hacer llegar a casa ese trofeo de nuestra hazaña.
Por los comentarios de la escena hechos en casa después, supe que en el comedor había sucedido esto:
Iba a servirse el café en el momento en que llegó Juan Ángel diciendo que yo venía ya e impuso a mi padre del contenido de la mochila. Éste, deseoso de que don Jerónimo le diese su opinión sobre los cuarzos, mandó al negrito que los sacase; y trataba de hacerlo así cuando dio un grito de terror y un salto de venado sorprendido.
Cada uno de los circunstantes quiso averiguar lo que había pasado. Juan Ángel, de espaldas contra la pared, los ojos tamaños y señalando con los brazos extendidos hacia el saco, exclamó:
-¡El tigre!
-¿En dónde? -preguntó don Jerónimo derramando parte del café que tomaba, y poniéndose en pie con más presteza que era de esperarse le permitiera su esférico abdomen.
Carlos y mi padre dejaron también sus asientos.
Emma y María se acercaron una a otra.
-¡En la guambía! -repuso el interpelado.
A todos les volvió el alma al cuerpo.
Mi padre sacudió con precaución el saco, y viendo rodar la cabeza sobre las baldosas, dio un paso atrás; don Jerónimo, otro; y apoyando las manos en las rodillas, prorrumpió:
-¡Monstruoso!
Carlos, adelantándose a examinar de cerca la cabeza:
-¡Horrible!
Felipe, que llegaba llamado por el ruido, se puso en pie sobre un taburete. Eloísa se asió de un brazo de mi padre. Juan, medio llorando, trató de subírsele sobre las rodillas a María; y ésta, tan pálida como Emma, miró con angustia hacia las colinas, esperando verme bajar.
-¿Quién lo mató? -preguntó Carlos a Juan Ángel, el cual se había serenado ya.
-La escopeta del amito.
-¿Conque la escopeta del amito? -recalcó don Jerónimo riendo y ocupando de nuevo su asiento.
-No, mi amo, sino que ñor Braulio dijo ahora en la loma que le debía la vida a ella...
-¿Dónde está pues Efraín? -preguntó intranquilo mi padre, mirando a María.
-Se quedó en la quebrada.
En este momento regresaba mi madre al comedor. Olvidando que acababa de verme, exclamó:
-¡Ay mi hijo!
-Viene ya -le observó mi padre.
-Sí, sí, ya sé -respondió ella-; pero ¿cómo habrán muerto este animal?
-Aquí fue el balazo -dijo Carlos inclinándose a señalar el foramen de la frente.
-Pero ¿es posible? -preguntó don Jerónimo a mi padre, acercando el braserillo para encender un cigarro-; ¿es de creerse que usted permita esto a Efraín?
Sonrió mi padre al contestarle con algo de propia satisfacción:
-Le encargué ahora días una piel de oso para los pies de mi catre, y seguramente habrá preferido traerme una de tigre.
María había visto ya en los ojos de mi madre lo que podía tranquilizarla. Se dirigió al salón llevando a Juan de la mano: éste, asido de la falda de ella y asustado aún, le impedía andar. Hubo de alzarlo, y le decía al salir:
-¿Llorando? ¡ah feo! ¿un hombre con miedo?
Don Jerónimo, que alcanzó a oírla, observó, meciéndose en su silla y arrojando una bocanada de humo:
-Ese otro también matará tigres.
-Vea usted a Efraín hecho un cazador de fieras -dijo Carlos a Emma, sentándose a su lado-; y en el colegio no se dignaba disparar un bodoquerazo a un paparote. Y no señor... recuerdo ahora que en unos asuetos le vi hacer buenos tiros en la laguna de Fontibón. ¿Y estas cacerías son frecuentes?
-Otras veces -respondióle mi hermana- ha muerto con José y Braulio osos pequeños y lobos muy bonitos.
-¡Yo que pensaba instarle para que hiciésemos mañana una cacería de venados, y preparándome para esto vine con mi escopeta inglesa!
-El tendrá muchísimo placer en divertir a usted: si ayer hubiese usted venido, hoy habrían ido ambos a la cacería.
-¡Ah! sí... si yo hubiera sabido...
Mayo, que habría estado despachando algunos bocados sabrosos en la cocina, pasó entonces por el comedor. Paróse en vista de la cabeza; erizado el cogote y espinazo, dio un cauto rodeo para acercarse al fin a olfatearla. Recorrió la casa a galope, y volviendo al comedor, se puso a aullar: no me encontraba, y acaso le avisaba su instinto que yo había corrido peligros.
A mi padre lo impresionaron los aullidos: era hombre que creía en cierta clase de pronósticos y agüeros, preocupaciones de su raza, de las cuales no había podido prescindir por completo.
-Mayo, Mayo, ¿qué hay? -dijo acariciando al perro, y con mal disimulada impaciencia-: este niño que no llega...
A ese tiempo entraba yo al salón en un traje en que a la verdad no me hubieran reconocido sino muy de cerca Tránsito y Lucía.
María estaba allí. Apenas hubo tiempo para que cambiásemos un saludo y una sonrisa. Juan, que estaba sentado en el regazo de María, me dijo en su mala lengua al pasar, señalándome la puerta del corredor:
-Ahí está el coco.
Y yo entré al comedor sonriendo, porque me figuraba que el niño hacía alusión a don Jerónimo.
Di un estrecho abrazo a Carlos, que se adelantó a recibirme; y por aquel momento olvidé casi del todo lo que en los últimos días había sufrido por culpa suya.
El señor de M*** estrechó cordialmente en sus manos las mías, diciendo:
-¡Vaya, vaya! ¿cómo no hemos de estar viejos si todos estos muchachos se han vuelto hombres?
Seguimos al salón: María no estaba ya en él.
La conversación rodó sobre la cacería última, y fui casi desmentido por don Jerónimo al asegurarle que el éxito de ella se debía a Braulio, pues me puso de frente lo referido por Juan Ángel.
Emma me hizo saber que Carlos había venido preparado para que hiciésemos una cacería de venados: él se entusiasmó con la promesa que le hice de proporcionarle una linda partida a inmediaciones de la casa.
Luego que salió mi hermana, quiso Carlos hacerme ver su escopeta inglesa, y con tal fin pasamos a mi cuarto. Era el arma exactamente igual a la que mi padre me había regalado a mi regreso de Bogotá, aunque antes de verla yo, me aseguraba Carlos que nunca había venido al país cosa semejante.
-Bueno -me dijo, luego como la examiné-. ¿Con ésta también matarías animales de esa clase?
-Seguramente que sí: a sesenta varas de distancia no bajará una línea.
-¿A sesenta varas se hacen esos tiros?
-Es peligroso contar con todo el alcance del arma en tales casos; a cuarenta varas es ya un tiro largo.
-¿Qué tan lejos estabas cuando disparaste sobre el tigre?
-A treinta pasos.
-Hombre, yo necesito hacer algo bueno en la cacería que tendremos, porque de otro modo dejaré enmohecer esta escopeta y juraré no haber cazado ni tominejas en toda mi vida.
-¡Oh! ya verás: te haré lucir, porque haré entrar el venado al huerto.
Carlos me hizo mil preguntas sobre sus condiscípulos, vecinas y amigas de Bogotá: entraron por mucho los recuerdos de nuestra vida estudiantina: hablóme de Emigdio y de sus nuevas relaciones con él, y se rió de buena gana acordándose del cómico desenlace de los amores de nuestro amigo con Micaelina.
Carlos había regresado al Cauca ocho meses antes que yo. Durante ese tiempo sus patillas habían mejorado, y la negrura de ellas hacía contraste con sus mejillas sonrosadas; su boca conservaba la frescura que siempre la hizo admirable; la cabellera abundante y medio crespa sombreaba su tersa frente, de ordinario serena como la de un rostro de porcelana. Decididamente era un buen mozo.
Hablóme también de sus trabajos de campo, de las novilladas que cebaba en la actualidad, de los nuevos pastales que estaba haciendo; y por fin de la esperanza fundada que tenía de ser muy pronto un propietario acomodado. Yo le veía hacer la puntería seguro del mal suceso; pero procuraba no interrumpirle para evitarme así la incomodidad de hablarle de mis asuntos.
-Pero, hombre -dijo poniéndose en pie delante de mi mesa y después de una larguísima disertación acerca de las ventajas de los cebaderos de guinea sobre los de pasto natural-: aquí hay muchos libros. Tú has venido cargando con todo el estante. Yo también estudio, es decir, leo... no hay tiempo para más; y tengo una prima bachillera que se ha empeñado en que me engulla un diluvio de novelas. Ya sabes que los estudios serios no han sido mi flaco: por eso no quise graduarme, aunque pude haberlo hecho. No puedo prescindir del fastidio que me causa la política y de lo que me encocora todo eso de litis, a pesar de que mi padre se lamenta día y noche de que no me ponga al frente de sus pleitos: tiene la manía de litigar, y las cuestiones más graves versan sobre veinte varas cuadradas de pantano o la variación de cauce de un zanjón que ha tenido el buen gusto de echar al lado del vecino una fajilla de nuestras tierras.
-Veamos -empezó leyendo los rótulos de los libros-. «Frayssinous», Cristo ante el siglo, La Biblia... Aquí hay mucha cosa mística. Don Quijote... Por supuesto: jamás he podido leer dos capítulos.
-¿No, eh?
-«Blair» -continuó-; «Chateaubriand...». Mi prima Hortensia tiene furor por eso. Gramática inglesa. ¡Qué lengua tan rebelde!; no pude entrarle.
-Pero ya hablabas algo.
-El how do you do como el comment ça va-t-il del francés.
-Pero tienes una excelente pronunciación.
-Eso me decían por estimularme -y prosiguiendo el examen:
-¿«Saquespeare»?, «Calderón»... versos, ¿no? Teatro español. ¿Más versos? Confiésamelo, ¿todavía haces versos? Recuerdo que hacías algunos que me entristecían haciéndome pensar en el Cauca. ¿Conque haces?
-No.
-Me alegro de ello, porque acabarías por morirte de hambre.
-«Cortés» -continuó-; ¿Conquista de Méjico?
-No; es otra cosa.
-«Tocqueville, Democracia en América»... ¡Peste! «Ségur»... ¡Qué runfla!
Al llegar ahí sonó la campanilla del comedor avisando que el refresco estaba servido. Carlos, suspendiendo la fiscalización de mis libros, se acercó al espejo, peinó sus patillas y cabellos con una peinillita de bolsillo, plegó, como una modista un lazo, el de su corbata azul, y salimos.