Capítulo XLVI

A las doce del día siguiente bajé de la montaña. El sol, desde el cenit, sin nubes que lo estorbaran, lanzaba viva luz intentando abrasar todo lo que los follajes de los árboles no defendían de sus rayos de fuego. Las arboledas estaban silenciosas: la brisa no movía los ramajes ni aleteaba un ave en ellos: las chicharras festejaban infatigables aquel día del estío con que se engalanaba diciembre: las aguas cristalinas de las fuentes rodaban precipitadas al atravesar las callejuelas para ir a secretearse bajo los tamarindos y hobos, y esconderse después en los yerbabuenales frondosos: el valle y sus montañas parecían iluminados por el resplandor de un espejo gigantesco.

Seguíanme Juan Ángel y Mayo. Divisé a María, que llegaba al baño acompañada de Juan y Estefana. El perro corrió hacia ellos, y se puso a dar vueltas alrededor del bello grupo, estornudando y dando aulliditos como solía hacerlo para expresar contento. María me buscó con mirada anhelosa por todas partes, y me divisó al fin a tiempo que yo saltaba el vallado del huerto. Dirigíme hacia donde ella estaba. Sus cabellos, conservando las ondulaciones que las trenzas les habían impreso, le caían en manojos desordenados sobre el pañolón y parte de la falda blanca, que recogía con la mano izquierda, mientras con la derecha se abanicaba con una rama de albahaca.

Estaba sentada bajo el ramaje del naranjo del baño, sobre una alfombra que Estefana acababa de extender, cuando me acerqué a saludarla.

-¡Qué sol! -me dijo-; por no haber venido temprano...

-No fue posible.

-Casi nunca es posible. ¿Quieres bañarte y yo me esperaré?

-Oh, no.

-Si es porque falta en el baño algo, yo puedo ponérselo ahora.

-¿Rosas?

-Sí; pero ya las tendrá cuando vengas.

Juan, que había estado haciendo bambolear los racimos de naranjas que estaban a su alcance y casi sobre el césped, se arrodilló delante de María para que ella le desabrochara la blusa.

Ese día llevaba yo una abundante provisión de lirios, pues además de los que me habían guardado Tránsito y Lucía, encontré muchos en el camino: escogí los más hermosos para entregárselos a María, y recibiendo de Juan Ángel todos los otros, los arrojé al baño. Ella exclamó:

-¡Ay! ¡qué lástima! ¡Tan lindos!

-Las ondinas -le dije hacen lo mismo con ellos cuando se bañan en los remansos.

-¿Quiénes son las ondinas?

-Unas mujeres que quisieran parecerse a ti.

-¿A mí? ¿Dónde las has visto?

-En el río las veía.

María rió, y como me alejaba, me dijo:

-No me demoraré sino un ratito.

Media hora después entró al salón donde la esperaba yo. Sus miradas tenían esa brillantez y sus mejillas el suave rosa que tanto la embellecían al salir del baño.

Al verme se detuvo exclamando:

-¡Ah! ¿por qué aquí?

-Porque supuse que entrarías.

-Y yo, que me esperabas.

Sentóse en el sofá que le indiqué, e interrumpió luego algo en que pensaba, para decirme:

-¿Por qué es, ah?

-¿Qué cosa?

-Que sucede esto siempre.

-No has dicho qué.

-Que si imagino que vas a hacer algo, lo haces.

-¿Y por qué me avisa también algo que ya vienes, si has tardado? Eso no tiene explicación.

-Yo quería saber, desde hace días, si sucediéndome esto ahora, cuando no estés aquí ya, podrás adivinar lo que yo haga y saber yo si estás pensando...

-En ti, ¿no?

-Será. Vamos al costurero de mamá, que por esperarte no he hecho nada hoy; y ella quiere que esté a la tarde lo que estoy cosiendo.

-¿Allí estaremos solos?

-¿Y qué nuevo empeño es ése de que estemos siempre solos?

-Todo lo que me estorba...

-¡Chit!... -dijo, poniéndose un dedo sobre los labios-. ¿Ya ves?, están en la repostería -añadió sentándose-. ¿Conque son muy lindas esas mujeres? -preguntó sonriéndose y arreglando la costura-. ¿Cómo se llaman?

-¡Ah!... son muy lindas.

-¿Y viven en los montes?

-En las orillas del río.

-¿Al sol y al agua? No deben de ser muy blancas.

-En las sombras de los grandes bosques.

-¿Y qué hacen allí?

-No sé qué hacen; lo que sí sé es que ya no las encuentro.

-¿Y cuánto hace que te sucede esa desgracia? ¿por qué no te esperarán? Siendo tan bonitas, estarás apesadumbrado.

-Están... pero tú no sabes qué es estar así.

-Pues me lo explicarás tú. ¿Cómo están?... ¡No señor! -agregó escondiendo en los pliegues de la irlanda que tenía sobre la falda, la mano derecha que yo había intentado tomarle.

-Está bien.

-Porque no puedo coser, y no dices cómo están las... ¿cómo se llaman?

-Voy a confesártelo.

-A ver, pues.

-Están celosas de ti.

-¿Enojadas conmigo?

-Sí.

-¡Conmigo!

-Antes sólo pensaba yo en ellas, y después...

-¿Después?

-Las olvidé por ti.

-Entonces me voy a poner muy orgullosa.

Su mano derecha estaba ya jugando sobre un brazo de la butaca, y era así como solía indicarme que podía tomarla. Ella siguió diciendo:

-¿En Europa hay ondinas?... óigame, mi amigo, ¿en Europa hay?

-Sí.

-Entonces... ¡quién sabe!

-Es seguro que aquéllas se pintan las mejillas con zumos de flores rojas, y se ponen corsé y botines.

María trataba de coser, pero su mano derecha no estaba firme. Mientras desenredaba la hebra, me observó:

-Yo conozco uno que se desvive por ver pies lindamente calzados y... Las flores del baño se van a ir por el desagüe.

-¿Eso quiere decir que debo irme?

-Es que me da lástima que se pierdan.

-Algo más es.

-De veras: que me da como pena... y otra cosa de que nos vean tantas veces solos... y Emma y mamá van a venir.