Capítulo XLV

Pasados unos días, empezó a calmarse el pesar que la muerte de Feliciana había causado en los ánimos de mi madre, Emma y María, sin que por eso dejase de ser ella el tema frecuente de nuestras conversaciones. Todos procurábamos aliviar a Juan Ángel con nuestros cuidados y afectos, siendo esto lo mejor que podíamos hacer por su madre. Mi padre le hizo saber que era completamente libre, aunque la ley lo pusiese bajo su cuidado por algunos años, y que en adelante debía considerarse solamente como un criado de nuestra casa. El negrito, que ya tenía noticia de mi próximo viaje, manifestó que lo único que deseaba era que le permitieran acompañarme, y mi padre le dio alguna esperanza de complacerlo.

A pesar de lo sucedido la noche víspera de mi marcha a Santa R., María continuaba siendo para conmigo solamente lo que había sido hasta entonces: aquel casto misterio que había velado nuestro amor, lo velaba aún. Apenas nos tomábamos la libertad de pasear algunas veces solos en el jardín y en el huerto. Olvidados entonces de mi viaje, retozaba ella a mi alrededor, recogiendo flores que ponía en su delantal para venir después a mostrármelas, dejándome escoger las más bellas para mi cuarto, y disputándome algunas que fingía querer reservar para el oratorio. Ayudábale yo a regar sus eras predilectas, para lo cual se recogía las mangas dejando ver sus brazos, sin advertir que tan hermosos me parecían. Nos sentábamos a la orilla del derrumbo, coronado de madreselvas, desde donde veíamos hervir y serpentear las corrientes del río en el fondo profundo y montuoso de la vega. Afanábase otras veces por hacerme distinguir sobre los lampos de oro que el sol dejaba al ocultarse, leones dormidos, caballos gigantes, ruinas de castillos de jaspe y lapislázuli, y cuanto se complacía en forjar con entusiasmo infantil.

Pero si la más leve circunstancia nos hacía pensar en el viaje temido, su brazo no se desenlazaba del mío, y deteniéndose en ciertos sitios, me buscaban sus miradas húmedas, después de espiar en ellos algo invisible para mí.

Una tarde, ¡hermosa tarde que vivirá siempre en mi memoria! la luz de los arreboles moribundos del ocaso se confundía bajo un cielo color de lila con los rayos de la luna naciente, blanqueados como los de una lámpara al cruzar un globo de alabastro. Los vientos bajaban retozando de las montañas a las llanuras: las aves buscaban presurosas sus nidos en los follajes de los sotos. Los bucles de la cabellera de María, que recorría lentamente el jardín asida de mi brazo con entrambas manos, me habían acariciado la frente más de una vez; ella había intentado reclinar la sien sobre mi hombro; nada nos decíamos... De repente se detuvo en el extremo de una calle de rosales; miró por algunos instantes hacia la ventana de mi cuarto, y volvió a mí los ojos para decirme:

-Aquí fue; así estaba yo vestida; ¿lo recuerdas?

-¡Siempre, María, siempre!... -le respondí cubriéndole las manos de besos.

-Mira: aquella noche me desperté temblando, porque soñé que hacías eso que haces ahora... ¿Ves este rosal recién sembrado? Si me olvidas, no florecerá; pero si sigues siendo como eres, dará las más lindas rosas, y se las tengo prometidas a la Virgen con tal que me haga conocer por él si eres bueno siempre.

Sonreí enternecido por tanta inocencia.

-¿No crees que será así? -me preguntó seria.

-Creo que la Virgen no necesitará tantas rosas.

Hizo que nos acercáramos a la ventana de mi cuarto. Una vez allí, desenlazó su brazo del mío; se dirigió al arroyo, distante unos pasos, anudándose en la cintura el pañolón; y trayendo agua en el hueco de las manos juntas, se arrodilló a mis pies para dejarla caer sobre una cebolletita retoñada, diciéndome:

-Es una mata de azucenas de la montaña.

-¿Y la has sembrado ahí?

-Porque aquí...

-Ya lo sé, pero esperaba que lo hubieras olvidado.

-¿Olvidar? ¡Como es tan fácil olvidar! -me dijo sin levantarse ni mirarme.

Su cabellera rodaba destrenzada hasta el suelo, y el viento hacía que algunos de sus bucles tocaran las blancas mosquetas de un rosal inmediato.

-¿Pero no sabes por qué encontraste aquí el ramillete de azucenas?

-¿Cómo no lo he de saber? Porque ese día hubo quien supusiera que yo no quería volver a poner flores en su mesa.

-Mírame, María.

-¿Para qué? -respondió sin levantar los ojos de la matita, que parecía examinar con suma atención.

-Cada azucena que nazca aquí será un castigo cruel por un solo momento de duda. ¿Sabía yo acaso si era digno?... Vamos a sembrar tus azucenas lejos de este sitio.

Doblé una rodilla al frente de ella.

-¡No, señor! -me respondió alarmada y cubriendo la matica con entrambas manos.

Yo me volví a poner en pie; y cruzado de brazos esperaba a que ella terminara lo que hacía o fingía hacer. Trató de verme sin que yo lo notase, y rió al fin levantando el rostro lleno de recompensas por un instante de supuesta severidad, diciéndome:

-Conque muy bravo, ¿no? Voy a contarle, señor, para qué son todas las azucenas que dé la mata.

Al tratar de ponerse en pie, asida de la mano que yo le ofrecí, volvió a caer arrodillada, porque la detenían algunos cabellos enredados en las ramas del rosal: los separamos, y al sacudir ella la cabeza para arreglar la cabellera, sus miradas tenían una fascinación casi nueva. Apoyada en mi brazo, observó:

-Vámonos, que va a oscurecer.

-¿Para qué son las azucenas? -insistí al dirigirnos lentamente al corredor de la montaña.

-Ya sabes para qué servirán las rosas de la mata nueva que te mostré, ¿no?

-Sí.

-Pues las azucenas servirán para una cosa parecida.

-A ver.

-¿Te gustará encontrar en cada carta mía que recibas, un pedacito de las azucenas que dé?

-¡Ah! sí.

-Eso será como decirte muchas cosas que algunas veces no deben escribirse y que otras me costaría mucho trabajo expresar bien, porque no me has acabado de enseñar lo necesario para que mis cartas vayan bien puestas... También es cierto...

-¿Qué es cierto?

-Que ambos tenemos la culpa.

Después de haberse distraído en romper bajo sus pies, preciosamente calzados, las hojas secas de los mandules y mameyes regadas por el viento en la callejuela que seguíamos, dijo:

-No quiero ir mañana a la montaña.

-¿Pero no se sentirá Tránsito contigo? Hace un mes que se casó y no le hemos hecho la primera visita. ¿Por qué no deseas ir?

-Porque... por nada. Le dirás que estamos atareadas con tu viaje... cualquier cosa. Que venga ella con Lucía el domingo.

-Está bien. Yo volveré muy temprano.

-Sí; y no habrá cacería.

-Pero esa condición es nueva; y Carlos se reiría de saber que me la has impuesto.

-¿Y quién ha de ir a decírselo a él?

-Tal vez yo mismo.

-¿Y eso para qué?

-Para consolarlo de aquel tiro que erró tan lastimosamente al venadito.

-De veras. A un tigre hubiera sido otra cosa, porque claro está que debe dar miedo.

-Lo que no sabes es que la escopeta de Carlos no tenía munición cuando disparó: Braulio se la había sacado.

-Y ¿por qué hizo Braulio eso?

-Por tomar desquite: Carlos y el señor de M*** se habían burlado en aquella mañana de la flacura de los perros de José.

-Braulio hizo mal; ¿verdad? Pero si no lo hubiera hecho así, no estaría vivo el venadito. Tú no has visto lo alegre que se pone si yo me le acerco: hasta Mayo ha conseguido que lo quiera, y muchas veces duermen juntos. ¡Es tan lindo! ¡Cómo lo habrá llorado su madre!

-Suéltalo para que se vaya, pues.

-¿Y ella lo buscaría todavía por los montes?

-Tal vez no.

-¿Por qué?

-Porque Braulio me asegura que la venada que mató poco después en la misma cañada de donde salió el chiquito, era la madre.

-¡Ay! ¡qué hombre!... No vuelvas a matar venadas.

Habíamos llegado al corredor, y Juan con los brazos abiertos salió al encuentro de María: ella lo levantó y desapareció con él, después de haberle hecho reclinar la cabeza soñolienta sobre uno de aquellos hombros de nácar sonrosado, que ni su pañolón ni su cabellera se atrevían en algunos momentos a ocultar.