Manfredo: Acto III: Escena III
(Por una parte se ven las montañas y por la otra el castillo de Manfredo y una torre con una azotea. Empieza la noche.)
HERMAN, MANUEL y otros criados de Manfredo.
HERMAN.
Es bien extraño que después de muchos años, el conde Manfredo haya pasado todas las noches en velar sin testigos dentro de esta torre. Yo he entrado en ella, no conocemos todo el interior, pero ninguna cosa de las que encierra ha podido instruirnos de lo que hace nuestro amo. Es cierto que hay un cuarto en el que ninguno de nosotros ha entrado; yo daría todo lo que tengo para sorprenderle cuando se encuentra ocupado en sus misterios.
MANUEL.
Esto no podría ser sin peligro; conténtate con lo que sabes.
HERMAN.
¡Ah! Manuel, tú eres sabio y discreto como un viejo; pero tú podrías decirnos muchas cosas. ¿Cuánto tiempo hace que habitas este castillo?
MANUEL.
He visto nacer al conde Manfredo; entonces ya servía a su padre, al que se parece muy poco.
HERMAN.
Lo mismo puede decirse de muchos hijos; ¿pero en qué se diferenciaba del suyo el conde Segismundo?
MANUEL.
No hablo de las facciones, pero sí del corazón y del género de vida. El conde Segismundo era arrogante, pero alegre y franco: gustaba de la guerra y de la mesa, y era poco aficionado a los libros y a la soledad, no ocupaba las noches en sombríos desvelos; las suyas estaban consagradas a los festines y a las diversiones. No se le veía ir errante por las montañas o por los bosques, como un lobo silvestre, no huía de los hombres ni de sus placeres.
HERMAN.
¡Por vida mía, vivan estos tiempos dichosos! ¡Quisiera ver a la alegría que viniese a visitar de nuevo estas antiguas murallas! Parece que las ha olvidado del todo.
MANUEL.
Era necesario primeramente que el castillo cambiase de señor. ¡Oh, he visto aquí cosas tan extrañas, Herman!
HERMAN.
¡Y bien!, dígnate de hacer confianza de mí; cuéntame algunas cosas para pasar el rato: te he oído hablar vagamente sobre lo que sucedió en otros tiempos en esta misma torre.
MANUEL.
Me acuerdo que una tarde a la hora del crepúsculo, una tarde semejante a ésta, la nube rojiza que corona la cima del monte Eigher estaba en el mismo paraje, y quizás era la misma nube, el viento era flojo y tempestuoso, la luna empezaba a lucir sobre el manto de nieve que cubre las montañas; el conde Manfredo estaba como ahora en su torre: ¿qué hacía allí? Lo ignoramos; pero estaba con la sola compañera de sus paseos solitarios y de sus desvelos, el único ser viviente a quien manifestaba amar; los lazos de la sangre se lo ordenaban, es cierto; era su querida Astarté; era su... ¿Quién está, ahí?
(Entra el Abad de San Mauricio.)
EL ABAD.
¿En dónde está vuestro amo?
HERMAN.
Está en la torre.
EL ABAD.
Es preciso que yo le hable.
MANUEL.
Es imposible, está solo, y nos está prohibido el introducir a nadie.
EL ABAD.
Yo lo tomo sobre mí... es preciso que yo le vea.
HERMAN.
¿No le habéis ya visto esta tarde?
EL ABAD.
Herman, yo te lo ordeno, ves a llamar a la puerta y a prevenir al conde acerca de mi visita.
HERMAN.
Nosotros no nos atrevemos.
EL ABAD.
¡Pues bien!, yo mismo iré a anunciarme.
MANUEL.
Mi respetable padre, deteneos, os lo suplico.
EL ABAD.
¿Por qué?
MANUEL.
Esperad un momento, y yo me explicaré en otro paraje.
(Se van.)