Mala hierba/Parte III/VI

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Mala hierba
de Pío Baroja
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Lo que pasaba en el despacho del juez - La Casa de Canónigos


Unas horas después el juez recibió tres cartas urgentes. Las abrió e hizo sonar inmediatamente un timbre.

-¿Quién ha traído estas cartas? -preguntó el juez de guardia.

-Un lacayo.

-¿Hay por ahí algún agente?

-Está el agente Garro.

-Que pase.

Entró el agente y se acercó a la mesa del juez.

-En estas cartas -le dijo éste- se hace referencia a la declaración que ha prestado ese muchacho preso. ¿Cómo alguien puede saber la declaración que ha dado?

-No lo sé.

-¿Ha hablado ese muchacho con alguno?

-Con nadie -dijo tranquilamente el Garro.

-En esta carta, dos señoras a quienes el ministro no puede negar nada, le piden a él, y él me pide a mí, que eche tierra a este asunto. ¿Qué interés pueden tener estas señoras en ello?

-No sé. Si supiera quiénes son, quizá...

-Son la señora de Braganza y la marquesa de Buendía.

-Sí, entonces sé de qué se trata. Los dueños del Círculo donde estaba empleado el muchacho tienen interés en que no se hable de la casa de juego. Uno de los dueños es la Coronela, que habrá hablado a esas señoras, y esas señoras, al ministro.

-¿Y qué relación tiene la Coronela con estas señoras?

-La Coronela presta dinero. Esta señora de Braganza firmó en falso con el nombre de su marido, y el documento lo guarda la Coronela.

-¿Y la marquesa?

-Lo de la marquesa es otra cuestión. Ya sabe usted que últimamente su querido era Ricardo Salazar.

-¿El ex diputado?

-Sí, un golfo completo. Hace uno o dos años, cuando las relaciones de Ricardo y la marquesa estaban todavía recientes, la marquesa recibía de cuando en cuando una carta en la que le decían: «Tengo una carta de usted dirigida a su amante, en la que dice usted esto y esto (cosas íntimas bastante fuertes). Si no me da usted mil pesetas enviaré la carta a su marido». Ella, asustada, pagó tres, cuatro, cinco veces, hasta que por consejo de una amiga, y de acuerdo con un delegado, prendieron al hombre que iba con la carta. Resultó que era un enviado del mismo Ricardo Salazar.

-¿Del amante?

-Sí.

-¡Vaya un caballero!

-Cuando riñeron la marquesa y Ricardo...

-¿Al descubrirse el enredo de la carta?

-No; eso se lo perdonó la marquesa. Riñeron porque Ricardo exigía dinero que la marquesa no pudo o no quiso darle. Salazar debía tres mil duros a la Coronela, y ésta, que no es tonta, le dijo: «Deme usted las cartas de la marquesa y no me debe usted nada». Ricardo se las dio, y la marquesa ha quedado entregada de pies y manos a la Coronela y a sus socios.

El juez se levantó de la silla y paseó lentamente por el despacho.

-Hay, además -dijo-, un besalamano del director de El Popular, en que me ruega que no prospere este asunto. ¿Qué relación hay entre el garito y el propietario del periódico?

-Que es socio. En el caso de que se descubriera el garito, el periódico haría una campaña fuerte contra el Gobierno.

-¡Quién hace justicia de este modo! -murmuró el juez, pensativo.

El Garro contempló al juez irónicamente.

Se oyó el timbre del teléfono, que resonó durante largo tiempo.

-¿Da usía su permiso? -preguntó un escribiente.

-¿Qué hay?

-De parte del señor ministro, si se ha despachado el asunto conforme a sus deseos.

-Que sí, dígale usted que sí -contestó el juez, malhumorado. Luego se volvió hacia el agente-. Este muchacho preso, ¿no tiene participación ninguna en el crimen?

-Absolutamente ninguna -contestó el Garro.

-¿Es primo del muerto?

-Sí, señor.

-¿Y conoce al Bizco?

-Sí; ha sido amigo suyo.

-¿Podría ayudar a la policía a capturar al Bizco?

-De eso yo me encargo. ¿Se le pone en libertad al preso?

-Sí. Necesitamos coger al Bizco. ¿No se sabe dónde anda? Andará escondido por las afueras.

-¿No hay algún agente que conozca bien los rincones de las afueras?

-El mejor es un cabo de Orden público que se llama Ortiz. Si quiere usted escribirle al coronel de Seguridad que ponga a Ortiz a mis órdenes, el Bizco antes de ocho días está en la cárcel.

Llamó el juez a un escribiente, le mandó escribir una carta y se la entregó a Garro.

Salió éste del despacho del juez e hizo que abrieran el calabozo a. Manuel.

-¿Hay que declarar otra vez? -preguntó el muchacho.

-No; vas a firmar la declaración y quedas libre. Vamos. Salieron a la calle. A la puerta del juzgado vio Manuel a la Fea y a la Salvadora; pero ésta no tenía un aspecto tan severo como de ordinario.

-¿Estás ya libre? -le dijeron.

-Así parece. ¿De dónde sabíais que estaba preso?

-Lo hemos leído en el periódico -contestó la Fea-, y a ésta se le ocurrió traerte la comida.

-¿Y Jesús?

-En el hospital.

-¿Qué tiene?

-El pecho. Ya está mejor... Pasa luego por casa. Vivimos en el callejón del Mellizo, cerca de la calle de la Arganzuela.

-Bueno.

-Adiós, ¿eh?

-Adiós, y muchas gracias.

Dieron el Garro y Manuel la vuelta a la esquina y entraron en un portal adornado con dos leones de bronce y subieron una corta escalera.

-¿Qué es esto? -preguntó Manuel.

-Ésta es la Casa de Canónigos.

Recorrieron un pasillo con las mamparas negras, y en un cuarto donde escribían dos hombres, el Garro preguntó por el Gaditano.

-Ahí fuera debe de estar -le dijeron.

Siguieron adelante. Pululaban por los pasillos hombres que iban y venían de prisa; otros, quietos, esperaban. Eran éstos obreros desharrapados, mujeres vestidas de negro, viejas tristes con el estigma de la miseria, gente toda asustada, tímida y humilde.

Los que iban y venían llevando carpetas y papeles bajo el brazo, todos o casi todos tenían un continente altivo y orgulloso; era el juez que pasaba con su birrete y su levita negra, mirando con indiferencia a través de sus gafas; era el escribano, menos grave, más jovial, que llamaba a uno y le hablaba al oído, entraba en la escribanía, dictaba, firmaba y volvía a salir; era el abogado joven que preguntaba por la marcha de sus pleitos; era el procurador, los curiales, los escribientes, los pinches.

Y empujando al rebaño de humildes y de miserables hacia el matadero de la justicia aparecían el usurero, el polizonte, la corredora de alhajas, el prestamista, el casero...

Todos se entendían con los pinches y escribientes, los cuales les arreglaban sus asuntos; daban un carpetazo a los procesos molestos, arreglaban o empeoraban un litigio y mandaban a presidio o sacaban de él por poco dinero.

¡Qué admirable maquinaria! Desde el primero hasta el último de aquellos leguleyos, togados y sin togar, sabían explotar al humilde, al pobre de espíritu, proteger los sagrados intereses de la sociedad haciendo que el fiel de la justicia se inclinara siempre por el lado de las monedas...

El Garro encontró al Gaditano, a quien buscaba, y le llamó:

-Oye, tú has tomado las declaraciones a este chico, ¿verdad?

-Sí.

-Pues haz el favor de poner que no sabe quién fue el que mató a su primo; que supone que sea el Bizco, y nada más. Y luego decreta su libertad.

-Bueno. Pasad a la escribanía.

Entraron en un cuartucho estrecho, con una ventana en el fondo. En una de las paredes largas del cuarto había un armario, y encima una porción de cosas procedentes de robos y de embargos, entre ellas una bicicleta.

Entró el Gaditano, sacó del armario un legajo y se puso a escribir rápidamente.

-Que es primo del muerto y que supone que el autor del hecho de autos es un sujeto apodado el Bizco, ¿no es eso?

-Eso es -dijo el Garro. bueno, que firme aquí... Ahora aquí... Ya está.

Se despidió el agente del Gaditano y Manuel y el Garro salieron a la calle.

-¿Ya estoy libre? -preguntó Manuel.

-No.

-¿Por qué no?

-Té han dejado libre con una condición: que ayudes a buscar al Bizco.

-Yo no soy de la policía.

-Bueno, pues escoge: o ayudas a buscar al Bizco, u otra vez vas al calabozo.

-Nada; ayudaré a buscar al Bizco.