Mala hierba/Parte III/V

IV
Mala hierba
de Pío Baroja
V
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V

El calabozo del juzgado de guardia – Digresiones - La declaración


Al día siguiente de la muerte de su primo, Manuel compró con ansiedad los periódicos; contaban todo lo pasado en el merendero; las señas de cada uno de los comensales venían claras; se había identificado el cadáver de Vidal, y se sabía que el asesino era el Bizco, un pájaro de cuenta, procesado por dos robos, lesiones y presunto autor de una muerte cometida en el camino de Aravaca.

El pánico de la Justa y de Manuel fue grandísimo; temían que les considerasen complicados en el crimen, que les llamasen a declarar; no sabían qué hacer.

Después de pensar mucho decidieron como lo más cuerdo mudarse de casa e ir por los alrededores. Anduvieron la Justa y Manuel buscando habitación, y la encontraron al fin en una casa de la calle de Galileo, próxima al Tercer Depósito, en Vallehermoso.

La casa era barata, tres duros al mes; tenía dos balcones que daban a un descampado o solar donde tallaban los canteros grandes piedras. Este solar hallábase limitado por una cerca de pedruscos sueltos, residuos del corte de piedras, y en medio tenía una barraca en donde vivían el guarda y su familia.

Entraba en las habitaciones el sol desde que salía hasta que se ocultaba. Fuera por el terror producido por la muerte trágica de Vidal o por un impulso intimo, Manuel sintió en su alma bríos para comenzar una vida nueva: buscó trabajo y lo encontró en una imprenta de Chamberf. Era muy violento para él estar encerrado todo el día en la imprenta; pero la misma violencia que tenía que hacer le animaba a perseverar. La Justa, en cambio, se aburría, se hallaba continuamente malhumorada y triste.

A la semana de esta vida ejemplar, un sábado, al volver a casa Manuel, se encontró con que no estaba la Justa. La esperó toda la noche, inquieto; no apareció.

Al día siguiente, cuando vio que no volvía, se echó a llorar. Comprendió que le abandonaba. Era el despertar de un sueño hermoso; había llegado a creer que al fin se emancipaban los dos de la miseria y de la deshonra.

Los días anteriores le había oído a la Justa quejarse de dolores de cabeza, de falta de apetito, de marcharse de allá; pero no sospechaba en aquella resolución, no creía que le iba a abandonar así, tan fríamente.

¡Y se sentía tan solo, tan miserable, tan cobarde otra vez! Aquel cuarto inundado de sol, que antes lo había encontrado alegre, ahora le parecía triste y sombrío. Miró desde el balcón las casas lejanas, con sus tejados rojos. En lontananza se extendía Madrid, envuelto en el ambiente limpio y claro, bajo un sol de oro. Algunas nubes blancas pasaban lenta y majestuosamente, desplegando sus fantásticas formas.

Familias de artesanos endomingados pasaban en grupos; se oían vagamente notas alegres de los organillos.

Manuel se sentó en la cama, pensativo. ¡Cuántos buenos proyectos, cuántos planes acariciados en la mente no habían fracasado en su alma! Estaba al principio de la vida y se sentía sin fuerzas ya para la lucha. Ni una esperanza, ni una ilusión le sonreía. El trabajo, ¿para qué?

Componer y componer columnas de letras de molde, ir y venir a casa, comer, dormir, ¿para qué? No tenía un plan, una idea, una aspiración.

Miraba la tarde del domingo alegre, inundada de sol; el cielo azul, las torrecillas lejanas.

Embebido en vagos pensamientos, no oyó Manuel que llamaban a la puerta, cada vez más fuerte.

«¿Será la justa? -pensó-. No puede ser.»

Abrió la puerta con la vaga esperanza de encontrarla. Delante de él se presentaron dos hombres.

-Manuel Alcázar -le dijo uno de ellos-, quedas detenido.

-¿Por qué?

-El juez te lo dirá; ponte las botas y anda para adelante.

-¿Me van a atar? -preguntó Manuel.

-Si no haces tonterías, no. ¡Hala!, vamos.

Bajaron los tres a la calle y salieron al paseo de Areneros.

-Tomaremos un tranvía -dijo uno de los polizontes.

Entraron; venían atestados de gente y fueron los tres en la plataforma.

Al llegar a la plaza de Santa Bárbara bajaron, y, cruzando dos o tres calles, aparecieron frente a las Salesas; de aquí torcieron una esquina, se metieron en un portal, atravesaron un pasillo largo, y al final de éste hicieron entrar a Manuel en un calabozo y cerraron por fuera.

Dicen que la soledad y el silencio son como el padre. y la madre de los pensamientos profundos. Manuel, en medio de la soledad y el silencio, no encontró la idea más insignificante en su caletre. Por no encontrar, no encontró ni siquiera en el mundo de los fenómenos un sitio en donde sentarse, lo cual no tenía nada de extraño, porque no había ni una mala silla ni una mala banqueta en el calabozo. Se sentía abatido y cansado, y se dejó caer en el suelo. Así permaneció algunas horas; de pronto, una claridad pálida brilló sobre la puerta, en un montante.

-Han encendido luz -se dijo Manuel-. Habrá oscurecido.

Poco después se oyó un estrépito de voces y de lloros.

-Ande usted, que si no le va a salir peor cuenta —decía una voz grave.

-Pero si yo no he sido, señor guardia; si yo no he sido -replicaba una voz suplicante-; déjeme usted ir a casa.

-¡Hala! Adentro.

-¡Por Dios! ¡Por Dios! Yo no he sido.

-Adentro.

Se oyó el ruido que hizo el hombre al entrar empujado en el calabozo; después, el cerrar violento de la puerta. La voz suplicante siguió clamando con pesada monotonía:

-Yo no he sido... Yo no he sido... Yo no he sido...

-Pues, señor, ¡vaya una lata! -se dijo Manuel-. Si está toda la noche así, me va a divertir.

Las lamentaciones del vecino fueron aminorando poco a poco y debieron de terminar en silencioso llanto. Se oían en el corredor los pasos rítmicos de alguno que iba y venía.

Manuel trató de buscar desesperadamente una idea en su cerebro, aunque no fuese más que para entretenerse con ella, y no encontró nada; lo único que pudo sacar en conclusión es que se había lucido.

Tal carencia de ideas le condujo como de la mano a un sueño profundo, que quizá no duró más que un par de horas, pero que a él le parecieron un año. Se despertó derrengado, con la cintura dolorida; no había perdido en el sueño la idea de que se hallaba encerrado, pero fue para él tan reparador el corto momento de descanso, que se encontró fuerte, dispuesto a cualquier cosa.

Tenía en el bolsillo aún el dinero que le habían dado en la imprenta.

Llamó discretamente a la puerta del calabozo.

-¿Qué quiere usted? -le dijeron de fuera.

-Quisiera salir un rato.

-Salga usted.

Salió al pasillo.

-¿Podría traerme alguno un café? -preguntó a un guardia.

-Pagándolo...

-Claro que pagándolo. Que me traigan un café con tostada y una cajetilla.

Entregó al guardia dos pesetas.

-Ahora van -dijo éste.

-¿Qué hora es? -preguntó Manuel.

-Las doce.

-Si no fuera porque tengo que estar en este rincón, le invitaría a tomar café conmigo; pero...

-Aquí fuera lo puede usted tomar. Con un café hay para los dos.

Vino un mozo con el café y los cigarros. Tomaron el café, fumaron un pitillo, y el guardia, ya conquistado, le dijo:

-Llévese usted un banco de éstos para dormir.

Manuel cargó con uno y se echó a la larga. El día anterior, libre, se encontraba débil y caído; en aquel momento, preso, se sentía fuerte. Los proyectos se amontonaban en su cabeza, pero no podía dormir.

El cansancio físico consume las fuerzas y excita el cerebro; la imaginación aletea en la oscuridad como los pájaros nocturnos; como ellos, también se refugia en las ruinas.

Manuel no durmió, pero soñó y proyectó mil cosas: unas lógicas, la mayoría absurdas. La luz del día, al entrar vaga por el montante de la puerta, desechó sus ideas sobre el porvenir y pensó en lo inmediato.

Le irían a llevar ante el juez. ¿Qué iba a contestar? Idearía un plan: una casualidad le había llevado al puente del Sotillo; no conocía a Calatrava; pero ¿y si le careaban con ellos? Se iba a embarullar. Lo mejor era decir la verdad y atenuarla en todo lo que pudiera, por favorecer su causa: le conocía a Calatrava por su primo; le veía de cuando en cuando en el salón; él trabajaba en una imprenta..

Estaba ya decidido a seguir este plan cuando entró un guardia.

-Manuel Alcázar.

-Servidor.

-Anda, al despacho del juez.

Siguieron los dos un largo pasillo y llamaron en una puerta.

-¿Da usted su permiso? -dijo el guardia.

-Adelante.

Pasaron a un despacho con dos grandes ventanas, por donde se veían los árboles de la plaza. Delante de la mesa estaba el juez, sentado en un sillón de alto respaldo. Frente a la mesa había un armario de estilo gótico lleno de libros. Un escribiente entraba y salía llevando montones de papeles debajo del brazo; el juez le hacía alguna que otra pregunta y firmaba de prisa.

Cuando terminó, el guardia, con la gorra en la mano, se acercó al juez y le indicó, en pocas palabras, quién era Manuel. El juez echó una mirada rápida sobre el muchacho, y éste, en aquel momento, pensó:

«Hay que decir la verdad; si no, me la arrancarán y será peor.» Con esta decisión se sintió más tranquilo.

-Acérquese usted -dijo el juez.

Manuel se acercó..

-¿Cómo se llama usted?

-Manuel Alcázar.

-¿Cuántos años tiene?

-Veintiuno.

-¿Qué oficio?

-Cajista. -¿Jura usted decir verdad en todo aquello que le sea preguntado?

-Sí, señor.

-Si así lo hace, Dios se lo premie, y si no, se lo demande. ¿Qué hizo usted el día del crimen?

-La noche antes, Vidal y yo, con dos mujeres, fuimos a ver cómo fusilaban a un soldado; después, por la mañana, dormí un rato, y a las once fui con una mujer al merendero del puente del Sotillo, en donde nos habíamos citado con Vidal.

-¿Qué parentesco tenía usted con el muerto?

-Era su primo.

-¿Riñó usted alguna vez con él?

-No, señor.

-¿Cómo ha vivido usted hasta el día que murió Vidal?

-He vivido del juego.

-¿Qué hacía usted para vivir del juego?

-Jugaba el dinero que me daban en el Círculo de la Amistad, y entregaba las ganancias unas veces a Vidal, otras a un cojo que se llama Calatrava.

-¿Qué cargos desempeñaban en el Circulo Vidal y ese cojo?

-El Cojo era secretario del Maestro, y Vidal, secretario del Cojo.

-¿Cómo se llama el Cojo?

-Marcos Calatrava.

-¿Por quién le conoció usted al Cojo?

-Por Vidal.

-¿En dónde?

-En la taberna del Majo de las Cubas, que está en la calle Mayor.

-¿Cuánto tiempo hará de esto?

-Un año.

-¿Quién le llevó a usted al Círculo de la Amistad?

-Vidal.

-¿Conoce usted a un sujeto apodado el Bizco?

-Sí, señor.

-¿De dónde le conoce usted?

-De que era amigo de Vidal cuando chico.

-¿No era amigo también de usted?

-Amigo, no; nunca he tenido simpatía por él.

-¿Por qué?

-Porque me parecía malo.

-¿Qué entiende usted por esto?

-Lo que entiende todo el mundo: que tenía malas entrañas y

martirizaba al que era más débil que él.

-¿Usted tiene una querida?

-Sí, señor.

-¿Es una mujer pública?

-Sí, señor -tartamudeó Manuel, temblando de dolor y de ira.

-¿Cómo se llama?

-Justa.

-¿Dónde vive?

-No sé; se marchó de mi casa anteayer.

-¿Dónde la conoció usted?

-En casa de un trapero, en donde yo estuve de criado.

-¿Cómo se llama ese trapero?

-El señor Custodio.

-¿Fue usted el que impulsó a su querida a prostituirse?

-Yo, no, señor.

-Cuando la conoció usted, ¿era ya mujer pública?

-No, señor. Cuando la conocí era modista; un hombre la sacó de su casa; luego, cuando la vi por segunda vez, era ya mujer pública.

Al decir esto, a Manuel le temblaba la voz y las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos.

El juez le contempló fríamente.

-¿Quién le propuso ir al merendero del puente del Sotillo?

-Vidal.

-¿Vio usted al Bizco rondar por los alrededores del merendero?

-Sí, señor.

-¿No le chocó?

-Sí, señor.

-¿Tenía usted noticia de que el Bizco había matado a una mujer en el camino de Aravaca?

-Eso me dijo Vidal.

-Después de este crimen del Bizco, ¿había hablado usted alguna vez con él?

-No, señor.

-¿Nunca?

-No, señor.

-Tenga cuidado con lo que dice -y el juez clavó su mirada en Manuel-. ¿No habló usted, después de la muerte de la mujer, nunca con el Bizco?

-No, señor y Manuel sostuvo con energía la mirada del juez.

-¿No le chocó el que el Bizco rondara el merendero?

-Sí, señor.

-¿Cómo no le comunicó la noticia a Vidal?

-Porque mi primo me habla dicho que no le hablara del Bizco.

-¿Por qué?

-Porque le daba miedo. Yo, sabiendo esto, no quise asustarle.

-Cuando vio usted que iba a salir, ¿cómo no le advirtió usted que podía estar el Bizco?

-No se me ocurrió.

-¿Qué hizo usted cuando oyó el grito dado por Vidal?

-Salí al balcón del merendero con las tres mujeres y el Cojo, y desde allá vimos a Vidal y al Bizco en la islilla en que peleaban.

-¿Cómo conoció usted que eran ellos?

-Por el grito de Vidal, y, además, porque llevaba un sombrero cordobés blanco.

-¿Qué hora sería cuando sucedió esto?

-No sé a punto fijo. Estaba anocheciendo.

-¿Cómo conoció usted al Bizco?

-No le conocí; pensé que era él.

-¿Llevaba dinero Vidal?

-No lo sé.

-¿Cuánto duró la lucha?

-Un momento.

-¿No tuvieron ustedes tiempo de ir en su socorro?

-No, señor. A poco de asomarnos al balcón cayó Vidal al suelo y el otro se metió en el río y se fue.

-Está bien; ¿qué pasó después?

-El Cojo y yo nos descolgamos por el barandado, salimos al río y nos acercamos a la isla. El Cojo le cogió la mano a Vidal y dijo: «Está muerto». Luego volvimos los dos al merendero y nos fuimos.

El juez se volvió al escribiente.

-Luego le leerá usted la declaración y que la firme.

Llamó al timbre y apareció el guardia.

-Que siga en el calabozo.

Manuel salió del despacho erguido. Le hablan llegado al alma algunas de las frases del juez, pero estaba satisfecho de su declaración; no le habían llegado a embrollar.

Entró de nuevo en el calabozo y se tendió en el banco.

«El juez quiere hacerme cómplice del crimen. O ese juez es muy bruto o muy malo. En fin, esperemos.»

Al mediodía abrieron la puerta del calabozo y entraron dos hombres. Uno era Calatrava; el otro, el Garro.

-Chico, acabo de leer en un periódico cómo te han prendido -dijo Calatrava.

-Ya ve usted, aquí me tiene.

-¿Has declarado?

-Sí. -¿Qué has dicho?

-Toma, ¡qué voy a decir! La verdad.

-¿Has hablado de mí?

-No que no. He hablado de usted, del Maestro y de todos.

-Rediós, ¡qué bestia eres!

-No; que voy a pudrirme yo aquí, sin culpa, mientras los demás se pasean por la calle.

-Merecías estar aquí siempre -exclamó Calatrava-, por panoli, por boceras.

Manuel se encogió de hombros. Consultáronse con la mirada Calatrava y el Garro, y salieron del calabozo.

Volvió Manuel a tenderse. A media tarde se abrió de nuevo la puerta y entró un guardia. Llevaba un puchero, pan y una botella de vino.

-¿Quién me manda esto? -preguntó Manuel.

-Una muchacha que se llama Salvadora.

Se enterneció Manuel con el recuerdo, y como el enternecimiento no le quitó el apetito, comió abundantemente y se tendió en el banco.