Don Nicolás Santillán tenía una especialidad singular: todos los animales de su propiedad salían mañeros. El hombre no era mal gaucho, al parecer; sabía domar, enlazar, desollar un animal, como cualquier otro, pero sería perseguido sin duda por la suerte, pues no sólo nunca podía conseguir un caballo sin maña, sino que hasta las mismas ovejas se le volvían resabiadas; y de sus hijos mejor es no hablar, pues eran los peores de la marca; sin contar que, desde chicos, empezaban a ser, ellos también, maestros para formar animales mañeros.

Don Nicolás tenía, por supuesto, su buena tropilla de caballos; pero con una yegua madrina tan terrible para caminar maneada, que siempre, por la mañana, cuando iban de viaje, la tenía el amo que ir a campear lejos. Y raras veces, en estos casos, andaba todavía con ella cierto lobuno que, desde que lo habían asustado los muchachos con un cuero que arrastraban, no perdía ocasión de mandarse mudar solo, para la querencia.

De los demás, el que no era empacador, disparaba; uno había aprendido a sacarse el bozal, cuando estaba en el palenque, y a mandarse mudar, cuando estaba ensillado, lo que ya le costaba a don Nicolás dos recados completos; tropezadores algunos, espantadizos otros, cortándose de la tropilla varios, cuando iban arreados, cada uno tenía su maña.

Santillán era domador atrevido; no había potro que lo asustara y, por esto mismo, era brutal con ellos, y nunca los amansaba bien. Hay que ser un poco miedoso para amansar lindo, porque el que tiene recelo a los animales, en vez de irles en contra, les busca la vuelta. Tiene que andar con paciencia, para evitar los golpes; y el potro, tratado con suavidad, no cría mañas. Con don Nicolás, el que, aunque caballo ya hecho, no corcoveaba, al salir, o no se boleaba, coceaba al que se acercaba, o se revolcaba, para no dejarse ensillar, y más de uno, cansado en primer galope, había quedado deshecho para siempre.

Es que don Nicolás Santillán no había nacido para educador; no tenía paciencia, lo que primero se requiere.

Brutal, a veces, hasta el exceso, abusaba del rebenque; pegaba como loco y en cualquier parte, en la cabeza, lo mismo que en la grupa; y esto, sin motivo, casi siempre. Después, de repente, le entraba, por unos cuantos días, una mansedumbre tal que dejaba de castigar las peores faltas, de modo que el animal creía haber cambiado de amo, y aprovechaba la oportunidad para conservar las mañas que le habían hecho adquirir los rebencazos, y criar con esmero las que no le habían atajado.

Con el mismo sistema educaba a sus hijos y manejaba a los peones, de modo que, en la casa, eran a cual más mañero, hasta los mismos perros que nunca sabían, cuando se los llamaba, si debían venir o mandarse mudar, por no ser los chirlos, en la casa, resultado legítimo de algún delito, sino de mero capricho.

Para encerrar en los chiqueros la majada, cuando la quería repasar, le costaba siempre tanto trabajo a Santillán, que, las más de las veces, se acobardaba y dejaba que la sarna anduviera no más, haciendo de las suyas. Es que, en un corral que siempre tiene fallas, donde los listones quebrados no se cambian, sino que se tiende, para tapar el agujero, alguna huasca, pronto las ovejas dan con la tecla y cuando pasó una, pronto pasa la majada; y se vuelven a mixturar las apartadas con las otras, y se deshace solo el trabajo ya por acabar, y se manda todo al diablo, naturalmente.

Hay vacas que es un gusto llevarlas al rodeo; un grito en el campo, y paran la oreja, todas; otro grito, y se levantan las que están echadas, mirando ya para donde deben ir. Cuando se acercan los jinetes, todas empiezan a trotar; se juntan, se dirigen al sitio acostumbrado. Allí descansan y se quedan, tranquilas sin porfiar para el campo, cortándose el señuelo, al primer grito de «¡fuera buey!» y cualquier trabajo se hace con facilidad y bien.

La haciendita de Santillán, ella, parecía hija de Mandinga. No había primavera, a pesar de estar desde muchos años ya en el campo que arrendaba, que no se le fueran algunas vacas para la querencia vieja, y eso únicamente porque, al traerlas, las había cuidado mal, dejando irse algunos animales que nunca después se habían podido entablar. Para traerlas al rodeo, era todo un trabajo; parecía que si bien los gritos las hacían disparar, era para el lado opuesto; y se cansaban los caballos galopando y los perros ladrando, para sacar de las pajas a las vacas empacadas.

El señuelo, de repente, disparaba para el campo o se volvía, con todo lo apartado, al rodeo, al cual, por otra parte, era cosa difícil tenerlo parado solamente una hora; para esto hubiera necesitado cada vaca un peón.

-¡Vaya, vaya, con las mañeras! -se quejaba don Nicolás, pero no hacía nada para remediar el mal, y dejaba el trabajo sin poderlo acabar.

Tenía lecheras, Santillán, ¿cómo no?, pero para conseguir un vaso de leche, había que lidiar fuerte. Casi siempre, amanecía la madre con las ubres secas; y tranquilamente dormido en el palenque, estaba el ternero, con la trompeta sacada y la panza llena.

Y la señora de don Nicolás, que era la que ordeñaba, a pesar de su buen cuidado, muchas veces, había rodado por el suelo, con banquito, jarro y balde, renegando con la mañera que coceaba como mula; otras sabían a las mil maravillas detener la leche, quedando como si no la hubieran tenido, y los dedos más baqueanos no les podían sacar ni para llenar una taza.

Y mientras tanto, los toritos y vaquillonas amansados en el tambo, habían aprendido a colocarse en el maizal por entre los alambres y destrozaban las plantas antes que madurase el grano.

-Pero, ¿dónde habrán aprendido estas mañas? -clamaba Santillán, al ver que, por otro lado, los cerdos habían agujereado la troja y se comían el maíz, y que los peones se robaban todos los huevos, y que las gallinas destrozaban los cuatro repollos que constituían la huerta.

Y muy sosegado, sentado en la cocina, llenando el mate por la trigésima vez, repetía:

-Pero, ¿dónde habrán aprendido esas mañas?


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Nota de WS

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