La educación de Aquiles
La educación de Aquiles
editar-«Alcánzame el chiquilín, Eufemia», dijo don Antonio a su mujer, al montar a caballo, para ir a repuntar la majada. Y doña Eufemia, sin la menor emoción, entregó al centauro, su esposo, el joven Aquiles, tiernísimo fruto de sus amores, que recién empezaba a probar con las patitas la firmeza del suelo.
Y la criatura, con los ojos agrandados por una curiosidad risueña, miraba las orejas del caballo, volvía la cabeza hacia su madre, se reía, y el padre, apretando las rodillas, hacía caminar al tranquito el animal, en medio de los palmoteos maternos y de las exclamaciones de triunfo: «¡Mirá el jinetito! ¡pégale, mi hijito!»
Y del tranco, se pasó al trote sacudidor, que duró poco, sólo algunos pasos, empezando a galopar, de este galope suave, hamacador, pampeano, que sin atropellar, silencioso, se traga las leguas, sin contarlas.
Y dieron despacio la vuelta a la majada, atajándola, un rato, para modificar su dirección e impedir que fuera a entrar en el campo del vecino.
¡Qué lástima que el cerebro del niño no pueda notar, para contarlas después, las impresiones de sus primeros pasos en este mundo! ¡Lástima es que, siendo tan vivaces, como seguramente lo son, sean, al mismo tiempo, tan fugaces! ¡Qué cantidad de cosas expresan esos grandes ojos aterciopelados, apenas abiertos a la luz! Inquietud, alegría, admiración, confianza, preguntas y contestaciones, dudas, certidumbre, orgullo, todo se podía leer sucesivamente en la carita movediza de Aquiles, durante ese paseo a caballo, en los brazos del padre, alrededor de la majada.
Pero todos los trabajos no son de a caballo, y también hay que aprender a caminar. Esto lo aprenderá Aquiles, bajo la dirección de la madre, teniendo como profesor directo, por falta de hermanos mayores, un cachorro de su edad, pero mucho más vaqueano que él para correr. Y juntos irán gateando, a comer, a manos llenas, la sopa de las gallinas; se revolcarán juntos en el pasto, en la tierra o en el barro, y cuando la madre, justamente indignada, le lave la cara, rezongando, el padre le observará que no se engordan chanchos con agua limpia.
También sucederá, que cuando sepa ya caminar del todo, se lo lleve el cachorro, jugando, campo afuera, poniendo en inquietudes locas a sus padres que lo buscarán en el pozo de la quinta, antes de divisarlo, allá, a cinco cuadras, acercándose a una laguna con el compañero, entre el duraznillal: primer amago de independencia.
Cinco años: ya casi somos hombre. Un hombre sin armas es incompleto; en las armas descansan la dignidad, el honor, la independencia y no sólo hay que tener armas, sino también saberlas manejar.
El cuchillo, de la cintura ya no se le cae, y con hilo de atar lana y tres pedacitos de carne, se fabricará Aquiles boleadoras poco peligrosas, pero ya muy fastidiosas para las gallinas y los patos, cuando anden cruzando el patio.
Con el cinchón, empezará a enlazar lo que le caiga a mano, y a correr la majada en el corral, cortando las ovejas en puntas, haciéndolas disparar por todos lados, asustándolas con el revoleo del lacito, volteando a veces los corderitos o llevado él, a la rastra, por todo el corral, por algún animal grande que, por casualidad, haya enlazado. Al verlo potrear así, se excusa la prematura severidad de ese buen cordobés que, expresando el deseo de poder hacerse de algunas cabras, vio que su hijo revoleaba el lazo, como para indicar que iba a agarrar uno de los cabritos así evocados, y se le enojó, hasta pegarle un sopapo, exclamando: «¡Déjame ese cáábrito!»
Pero con todo, Aquiles aprende a manejar diestramente boleadoras y lazo, parte principal de lo que será, algún día, su oficio.
Y no crean que preste pocos servicios. En cualquier aparte de ovejas, allí está él, haciendo lo que no es capaz de hacer, según dice el refrán, el hombre zonzo: ataja portillo.
Y en la esquila, se pasea por el tendal con un tarro de bleque y un hisopo, para curar las numerosas heridas hechas por las tijeras, en el cutis de las ovejas.
Y ayuda en muchas otras cosas, siendo ya bastante de a caballo para poder prestar también al padre servicios apreciables, en el cuidado de la majada. La repunta con paciencia; sabe distinguir ya los animales conocidos, y avisar si falta alguno; cuenta las dumbas y los cencerros, y no deja de hacer juntar con la madre el corderito que se ha quedado atrás, dormido entre las pajas, y que levantándose al grito, dispara, la cola tremolante, con balidos entrecortados por el susto, hacia la majada.
Pronto empezará a tener el cargo de ir de madrugada a campear y traer la manada de caballos, y a buscar la vaca lechera, cuyo ternero atado en el palenque, muge tristemente, y sacude con el hocico la trompeta con que lo tienen loco de hambre tantálico.
En tiempo de parición, con igual empeño cuidará los corderos vivos y los corderos muertos; los primeros, por deber, y los otros, por interés, pues representan para él, los cueritos que salve de las garras del carancho, a más del aprendizaje necesario para desollar ligero y bien, deliciosos horizontes de caramelos y de galletitas; y cuando no haya en la esquina donde los esté negociando, nadie que lo pueda descubrir, preferirá un atado de cigarros; pues ya sabe fumar a escondidas.
Pero todavía es pequeño para ponerse de un salto en el lomo del caballo, o para usar el estribo; y para treparse en el paciente mancarrón, tiene que buscar vueltas y darse maña, utilizando como escalera la mano izquierda del animal, agarrándose como pueda, con los pies y las manos, y hasta con los dientes, de todo lo que, poco o mucho, resalte, desde la rodilla hasta la paleta, la crin y el cogote...
Allá, lejos, aparecen, ligeramente esfumados en opulenta orladura de vapores translúcidos, los contornos de forma dudosa de un ser apocalíptico. Se aproxima ligero, corre, vuela, se viene como si fuera parejero o mala noticia. ¿Caballo? Así parece; pero ¡qué forma rara!, lo de encima semeja un toldo negro, bajo, que apenas alcanzará a sobrepasar la cabeza del animal. Caballo es; ya no hay duda; pero ¿qué será ese bicho raro que se le ha pegado encima y lo hace andar como el viento?
Ese bulto raro, ese insecto dominador que maneja al animal y lo hace obedecer a su fantasía juvenil, es Aquilecito: Aquiles que vuelve de la esquina, a donde lo mandaron con la libreta, a buscar una porción de cosas. Como amenazaba llover, lo han tapado con un inmenso poncho de paño, que lo cubre hasta bastante más bajo que los pies desnudos, y de techo, le han metido un sombrero viejo que deja pasar una mecha, por un agujero, y le entra casi hasta el pescuezo. De cintura, lleva el clásico pañuelo azul, a cuadros, bien arrollado y rebosando de paquetes y atados, lo que casi duplica el volumen de su pequeño cuerpo, y acaba de hacerle perder toda forma humana.