México, como era y como es/11
ME DIJERON después de mi llegada a México, a menos que permaneciera algún tiempo era probable que perdería las tres grandes "diversiones" de México, a saber: una revolución— un terremoto— y una corrida de toros. Los dos primeros con gusto habría prescindido; y la última, la civilización ha recientemente introducido la ópera, y cadencias de vocalistas italianos habían sido sustituidos por los rugidos del toro moribundo.
Pero estaría satisfecho con ver al menos una de estas recreaciones.
Una corrida salió bastante inesperadamente en la Plaza de Toros, un inmenso circo, erigida cuando este deporte fue en sus primeros días en México.
Era el domingo, y las personas estaban desocupadas. Los vagos tenían unos medios extras, recogidos por faena, mendicidad o hurto, durante la semana y, los ricos, se esperaba que por supuesto estarían complacidas por la vista de una exhibición por mucho tiempo había prohibida.
Tengo una gran objeción a todos estas brutales muestras, pero mantengo que es deber de un hombre para ver a una muestra de todo en el transcurso de su vida. En Europa, fui a ver disecciones y la guillotina, y en ese principio, en México me fui a una corrida.
Las expectativas de los proyectores del deporte del día no se vieron defraudadas. Los dos niveles de palcos y el círculo debajo de este inmenso teatro, se llenaron hasta el tope de la arena con no menos de ocho mil hombres, mujeres y niños. La hora de apertura es a las 4—el día cálido y despejado— y el sol brillaba sobre el ensamblaje abigarrado en sus alegres y variadas trajes. El lado soleado del edificio se dedica a la plebe—la otra mitad a los patricios, o que pagan medio dólar, que disfrutan el lujo de sombra.
Llegamos demasiado tarde para ver la entrada del primer toro—ya estaba en la arena y los picadores le tocaban con sus largas lanzas, mientras que los seis agiles y activos matadores alegremente vestidos, cucaban al toro con mantos rojos, a unos pocos pies de sus cuernos y les permitía, cuando él atacaba la prenda, mostrar su agilidad para evitar la mortal cornada. Después de torearlo con sus capotes y lanzas durante unos diez minutos, sonó una trompeta; e inmediatamente una docena banderillas o pequeñas lanzas, cubiertos con papel dorado y floreado, las enterraron en su cuello, haciéndole atacar con rabia al agresor al sentir cada nueva picadura de las armas crueles.
Este hecho, el grupo circuló alrededor y él estaba en el medio, rugiendo, rascando la tierra, mirando de un lado del ruedo a otro, viendo en todas partes un enemigo armado apuntándole con una lanza y aullando como retándolo a atacar. Pero él fue domado eficazmente.
Otro sonido de la trompeta y dos de los matadores se acercaron sigilosamente por detrás y enterraron lanzas con fuegos artificiales, en la piel de su cuello. Resoplando, rugiente, llameante, anduvo por el ruedo azotándose con su cola y embistiendo, sin propósito, a todo.
A la tercera trompeta, el matador jefe, quien ahora hizo su primera aparición, pasó adelante y fue a la galería del juez por la espada, para despachar al animal. A estas alturas los fuegos artificiales se habían apagado, y el toro había sido burlado hacia la barricada sur del ruedo. Jadeante con fatiga, rabia y agotamiento, se encontraba indefenso. El matador (un andaluz, en bombas, medias de seda y un ajustado vestido morado, bordado con canutillos,) era una persona de marco hercúleo, y su forma varonil, en la perfección de la belleza humana y fuerza, finamente contrastaba con la enorme masa ósea y muscular de la bestia.
Enrolló su capote rojo alrededor del mango corto en su mano izquierda y se acercó al toro, agarrando en su derecha la buena espada. El toro, preocupado por el capote rojo, lo embistió. Cuando el animal se inclinó para embestir, el matador saltó con agilidad de un ciervo y recibió a la bestia con el choque de todo su peso y llevó su arma al punto, pasado a través del corazón y cayó muerto sin luchar a sus pies. La plaza estalló en aplausos por el golpe exitoso. Extrayendo su espada, negra con sangre, el matador la limpió con el capote e inclinándose ante la multitud, la regresó al juez.
La trompeta sonó nuevamente; se puso una soga alrededor de los cuernos de la bestia, tres caballos con legres cubiertas fueron llevados, se enganchó el cadáver, y con otra trompeta arrastraron el cuerpo, al galope, fuera del ruedo. Una pala llena de tierra fresca fue arrojada sobre el charco de sangre; la trompeta sonó otra vez; la barricada oriental se abrió y entró el segundo Toro.
Casi cegado por su repentino brinco a la luz desde la oscuridad absoluta de su cubil y asombrado por los gritos y abucheos de los espectadores, corrió al centro de la arena y se detuvo. Su cabeza se movió de un lado a otro, como si buscando algo en que volcarse. Rascó la tierra, azotó su espalda con su cola y evidentemente estaba "listo".
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En un momento, los tres picadores fueron a él con sus largas lanzas; y en el siguiente, dos de ellos estaban rodando en el polvo y pisoteados por la bestia salvaje. Esto trajo aplausos de la multitud; y un honesto irlandés cerca de mi gritaba, a todo pulmón, "¡bravo, Toro!"
Los matadores, sin embargo, fueron al instante a él con sus capotes rojos y distrajeron su atención de los picadores caídos, les dio tiempo a levantarse y montar— al menos uno de ellos, debo decir, porque el caballo del otro había sido corneado en el estómago, y al levantarse, ¡sus entrañas se quedaron en el suelo!
La paso por la rutina habitual con este toro como con el primero; y en su momento la trompeta sonó para que el matador jefe recibiera la espada.
Pero evidentemente este no era un animal para jugar; y valiente andaluz le acercó con cautela. Al llegar al toro, la bestia estaba del borde de la barricada y espumaba con rabia. Su pelo aún ardía de la explosión de los fuegos. El andaluz movió su capote rojo en sus ojos y como de costumbre se volteó a la derecha dar el golpe ante el ataque del animal, con mala suerte perdió su objetivo y se encontró atrapado a una yarda de distancia entre la empalizada y la bestia. Un burladero lo salvó, mientras que los cuernos del Toro se enterraron en las tablas, con una fuerza que hizo temblar el ruedo y las maderas fuertes.
Rápidamente, sin embargo, fuerte torero estaba nuevamente en el ruedo y burlaba a su enemigo. Otra embestida—otra pasada del capote en los ojos de la bestia—y su espada se hundió hasta la empuñadura en su cuello, el punto de penetrar en la piel y el cabello y brillar del otro lado, justo por encima del hombro derecho. Pero la herida no era fatal, y la bestia atacó mas enojada que nunca. Un picador llegó a él y fue pisoteado en el polvo. Otro entró el y su caballo, también fue lanzado al aire; sin embargo, conservando su equilibrio, se levantó, y como su caballo se levantaba de su caída, se subió en él, sentado en su silla; al mismo tiempo, con admirable presencia de ánimo, aventó su lazo, que atrapó un cuerno, pero lamentablemente se soltó. Tan Infructuoso como fue este acto, el auto control, la equitación y la habilidad agraciada del picador, hizo caer una tormenta de aplausos.
Mientras tanto, el andaluz había recuperado el aire y estaba listo para otro ataque a su enemigo sin conquistar; pero esta vez hizo el ataque desarmado. Tan enojado como el animal estaba y aguijoneado por lanzas en su espalda, su piel quemada y el arma empujada a través de su cuerpo, aun el matador se acercó valientemente; arrojó su manto una vez más en los ojos de la bestia y, saltó sobre sus cuernos cuando se inclinó, tomó el mango de la espada y lo sacó chorreando con sangre.
Con molestia y agotamiento de la pérdida de sangre, la fuerza del toro a estas alturas estaba casi agotada. Trató de ir a la puerta del ruedo por donde había entrado. Se detuvo en la puerta—sangrando por su herida. Era evidente estaba muriendo,
y todos los ataques cesaron. Había luchado tan valientemente que los picadores, matadores, coleadores, y toda la tropa en el ruedo se paró alrededor de él en un círculo, como si para mirar la lucha contra la muerte de un héroe. ¡Todos parecían impactados con admiración! los léperos en las galerías, incluso, se silenciaron en profundo silencio.
El toro se quedó un momento parado, como incierto a qué hacer. Confieso que el pobre miserable me parecía poseer intelecto—un intelecto, afectado por el reproche de fuerza frustrada por un enemigo inferior y despreciado.
Sentía debilitarse sus extremidades. Intentó correr, pero sus piernas se negaron a moverse. Levantó sus patas convulsivamente—agitó su cola— abrió los ojos como si alarmado por un súbito miedo nervioso y los fijó con una mirada feroz a la sangre que salía en chorros ante él. Intentó correr; trastabilló dos veces, pero recuperó su equilibrio. Un matador entonces llegó nuevamente ante él con su capa y un puñal corto, para poner fin a la dolorosa escena; pero al acercarse, la bestia giró hacia el con labios apretados y espuma en sus dientes—se paró y quieto como una estatua, con un esfuerzo de poder moribundo—entonces repentinamente bajo su cabeza la tierra, brincó al matador y cayó muerto—
Esta fue la mejor corrida de la noche. Sacaron cinco toros más, pero casi todos dejaron a desear. Ninguno, sin embargo, fue asesinado por el matador en el primer golpe, que más bien redujo la opinión de multitud de su habilidad. Algunos de los animales tomados de la cola, la cual, se trenzó alrededor del pomo de las sillas de los coleadores, mientras que sus caballos eran detenidos repentinamente, tiraba a los toros de lado. Sin embargo, eran absolutos cobardes. Otros fueron atrapados con el lazo alrededor de los cuernos o patas, y así tuve la primera oportunidad de ver la perfección obtenida por la mayoría de jinetes mexicanos en el uso de este útil instrumento. Uno de los toros brincó sobre la empalizada, entre los espectadores, a unos pocos pies de mí; pero era una bestia tan despreciable, que parecía más deseoso de deshacerse de la multitud que la multitud de deshacerse de él. Por supuesto fue sacrificada en alguna manera muy innoble.
Al final de la tarde deportiva y aún antes del atardecer, la Luna salió con majestuosa calma, echando su luz suave sobre la multitud en sangriento ruedo. Las torres y la cúpula de una iglesia se veían arriba de las paredes de la arena al Oriente, ¡y las campanas llamaban a la multitud de esa escena de carnicería en la tarde del sábado, al retiro adyacente de tranquilidad y religión! Al irme a casa, no pude evitar preguntarme, ¿si había pasado esas horas con beneficio? Es cierto que hay "sermones en piedras" y bien en todo; y el contraste de la vida y la muerte—el paso de una criatura de salud sólida y activa y el pleno ejercicio de toda fuerza física, a la muerte y el absoluto olvido—que es, igualmente cierto, un sermón y una lección. ¿Pero para cuántos? ¿Hubo un lépero ahí, que se fue enseñado, reflexivo o moralizado?
Debo confesar, que puedo gustar estos festivales pero con una sensación de asco rotundo, tanto en la escena propia como en la destrucción gradual de los más finos sentimientos que tales exposiciones, repite con frecuencia antes de todas las clases, deben producir inevitablemente.
Cuando los romanos agotaron todas las diversiones naturales, inventaron el circo; y, no contentos con la carnicería civilizada de la creación bruta, en el tiempo enfrentaron hombre contra bestia y contra el hombre. Era el extremo de refinamiento—lo máximo de lujo caro—el final de ese círculo vicioso de la sociedad, donde se combina la civilización con la barbarie. Era un presagio de la rápida declinación de ese poderoso imperio.
La exhibición del rastro, como deporte, solo puede fomentar una brutal pasión por la sangre. La muerte se convierte en algo tan familiar como un juguete a la multitud. Hacen un payaso del monstruo sombrío. Le ponen como un bromista en el escenario deportivo del sábado; y el día esta asignado como un período de reposo, gratitud, amor y recuerdo del bendito Dios, se convierte en una escuela de las peores pasiones que pueden afligir y excitar el corazón humano.
Se puede decir, que esto no es cierto de todas las clases. Lo concedo, y respondo que aunque todas las clases de visitan el circo, sin embargo, la mayoría de los espectadores sin duda está compuesto por las clases más bajas, que requieren más instrucción moral y son menos adictos al razonamiento. Con una población tan como la de los léperos de México, (los hombres apenas separados de las bestias en cuyo sacrificio se regodea,) estas escenas de asesinato, en el que toros, matadores y picadores, son a menudo indiscriminadamente asesinados, sólo pueden servir para alimentar las perores pasiones y enervar al ignorante y vil a hechos de la más audaz criminalidad.
Será motivo de sincera felicitación para los patriotas mexicanos, cuando este remanente de barbarie en su país se abolido y los miles que se gasta anualmente en corridas en toda la República, están dedicados a la educación o diversión racional de las personas.