Luchana/XX
XX
Comían ordinariamente caldos de habas secas con cecina, borona y buenos tragos de chacolí. Al comienzo de la campaña mataban una res, cuya carne salaban y ponían después al humo. En los días en que Prudencia y Aura aportaron por allí, mejoró un poco la mesa de los cíclopes de Lupardo, porque la señora de Negretti había llevado un par de cestos de provisiones, entre las cuales sobresalía por su magnificencia un pan de trigo de cuatro libras; lo demás era una gallina asada, patatas, fruta seca, huevos y pasta de tomate en botellas, de industria doméstica. Esto fue lo único que pudo traer de Bermeo, donde ya escaseaban las provisiones de un modo alarmante, pues los arrieros que llevaban pan de Vitoria una vez por semana, iban ya rara vez; sólo abundaba la merluza, que en aquella época del año, por preocupación incomprensible, era desestimada, y se vendía a ochavo la fibra. Prudencia había hecho un riquísimo escabeche, que llevaba en orzas grandes bien acondicionadas.
Con estas viandas, hubo proporción de celebrar en Lupardo verdaderos festines, de que participaban los guipuzcoanos, estimando estos como bocado exquisito el pan de trigo que no habían catado en meses, y que Prudencia repartía en discretas raciones. Y por contra, Aura gustaba con preferencia de los caldos de habas con cecina y de la borona; no hay que decir que Zoilo, por agradarla, consumía porciones monstruosas de aquel grosero alimento.
Hubiérale gustado a la niña bonita poner también sus manos en aquel rudo trabajo del hierro; pero como Prudencia la vigilaba, manteniéndola dentro de su jurisdicción de señorita fina, y no hallaba ocasión de echarse a la cabeza una pesada cesta de mena para descargarla en el horno, ya que no podía trabajar, se arrimaba lo más posible a la forja, sin miedo al calor intenso, sin reparar que se le sentaba en la piel del rostro el rojo polvillo del mineral. Si tuviera espejo, habríase visto trocada en figura egipcia, por el encendido color de cerámica que lucía como proyección de un incendio. Su belleza era entonces más para que la gozaran los dioses que los pobres humanos, estragados por el convencionalismo estético y las falsas artes de la presunción. Con el criterio vulgar de estas juzgaba Prudencia el nuevo cariz de su sobrina, diciéndole: «¡Ay, hija, estás hecha una visión! Gracias que no hay aquí gente que te vea. ¡Lo que pareces con esa cara tan abochornada! ¡Cuándo querrá Dios que nos vayamos a Bilbao para que te adecentes!».
No debía esperar mucho la señora para ver cumplidos sus deseos de adecentar a la niña, porque una tarde, cuando no llevaban cinco días de estancia en Lupardo, llegó Martín en un caballejo, y tuvo con su padre un vivo diálogo, del cual había de resultar la suspensión del trabajo de la ferrería. «Padre -decía el joven, que a las primeras palabras planteó la cuestión-, esto no puede ser. En Bilbao nos critican porque mientras todas las ferrerías de Vizcaya suspenden, la nuestra sola trabaja. ¿Y por qué? Porque trabaja para ellos, para los carlistas, y de aquí sacan el material de guerra con que quieren asesinarnos. Esto no puede ser. Yo he corrido a avisarle para que se entere de lo que por allá dicen y piensan. Antes que le hagan parar a la fuerza, suspenda el trabajo por su determinación. Considere que somos bilbaínos y que tenemos que vivir con la opinión y con los sentimientos de nuestro querido pueblo».
Algo tuvo que remusgar Sabino; pero cedió al cabo ante los expresivos argumentos de Martín. «Soy miliciano nacional; a gala tengo el pertenecer al cuerpo que defiende la sagrada villa, y no puedo en ningún caso discrepar del parecer de mis compañeros». Lo mismo opinaba Valentín. No convenía, pues, a la familia, por la índole y el estado de sus negocios, divorciarse de la opinión del pueblo, donde dominaba el espíritu de resistencia implacable. Bilbao sería un montón de ruinas antes que consentir que pisara su suelo Carlos V. O morir todos, o defenderse hasta la desesperación. Ya era seguro que reunían sus batallones y se repostaban de artillería y balas para poner cerco a la capital, decididos a conseguir lo que no pudo Zumalacárregui. No dejaron de hacer su efecto en el ánimo de Sabino estas razones, pues si bien no sentía maldito entusiasmo por la causa liberal, érale imposible sustraerse a la solidaridad bilbaína, no sólo por amor al pueblo natal, sino por la influencia que sobre él ejercían su hermano y su segundo hijo. En otra ocasión habría tenido sus dudas, pues del campo carlista le tiraban amistades de gran fuerza, y le seducía el carácter de religioso desagravio que a su causa imprimía el Pretendiente; pero ya no podía ser. Su hermano mayor había soltado prenda por Isabel, prestándose a que le metieran en juntas de armamento y defensa; Martín era miliciano, y ambos figuraban como fervientes apóstoles del Bilbao no se rinde. Por nada del mundo daría Sabino el triste espectáculo de aparecer en desacuerdo con los suyos. ¡Qué horrible discordia la que hace enemigos a hijos y padres, a hermanos queridos! No, no. Antes la muerte que ver el odio en su familia, aunque este odio fuese político. Adelante, y allá se iban todos bien apretaditos uno contra otro. Bilbao y la familia eran un solo sentimiento, y al decir Bilboko echea se decía lo más grato al corazón.
Determinose, pues, que en rematando unas piezas que estaban en la forja apagarían los fuegos, y se retirarían llevándose todo el material de hierro que pudiesen, pues el que allí se dejara no tardaría en ser cogido por la facción. Logrado su objeto, y después de un rato de plática con Prudencia y Aura, Martín se dispuso a montar de nuevo en su caballejo, pues no podía faltar de la tienda. Prudencia le dijo: «Es un dolor ver a esta chica cómo se ha puesto. Mira qué cara, mira qué manos». Aura reía, declarando con ingenuidad que aquella vida le gustaba, y que no creía desmerecer de figura por haberse puesto del color de la mena. Opinó Martín que aunque se pintara de negro-humo o de almazarrón, siempre sería una divinidad; pero que no le correspondía perder su aire de señorita principal; y añadió que habiendo llegado a Bilbao la fama de su hermosura, ya había por allí muchas personas que deseaban conocerla. La sociedad bilbaína era muy entonada. Aura había de causar arrebato... Él se alegraría mucho de que el domingo próximo, vestidita con su mejor ropa, fuese a ver desfilar la Milicia Nacional, cuando iba a misa a Santiago. Después tocaba la música en el Arenal, y allí se paseaban las señoritas con los milicianos y la oficialidad del ejército. Dicho esto y otras cosas pertinentes a la guerra y a la amenaza del sitio, se retiró el simpático joven en su jaco, despidiéndose de las señoras con un afectuoso hasta mañana.
Caía la tarde, y no gustando Sabino de que su hijo fuera solo, mandó a Churi que montase en su burro y le acompañara, volviendo al día siguiente para ayudar al transporte del material. La familia iría en un carro del país, bien aparejado, saliendo a hora conveniente para llegar antes de anochecer. Mal le supo a Zoilo la disposición paterna de trasladarse a la capital, porque en aquel salvajismo de Lupardo se encontraba el mozo en sus glorias; y teniendo allí a su ídolo, y pudiendo tributarle ardiente y secreto culto a todas horas, no cambiara la ferrería por el Paraíso Terrenal. Y casi casi asegurar podía que a la niña tampoco le supo bien la traslación, porque allí gozaba viendo los trabajos, y ¡qué demonio!, viéndole a él; allí tenían los dos por intermediarios de sus amores, al menos por parte de él, las llamas y el calor de la forja, el aire del soplete, y aquel campo ameno y triste, el río que mugía, los pájaros, la mena roja y el carbón negro. Todo aquello hablaba, todo sonreía, y era bueno y... amigo.
Se desesperaba el pobre Zoilo pensando cuán árida y fastidiosa sería la vida en Bilbao. Allá vestirían a la niña de damisela, llevándola de visita en visita, o me la tendrían todo el santo día en la sala, donde él apenas entraba; y si por fin de fiesta le confinaban, como era muy de temer, en el almacén de maderas de Ripa, se divertiría como hay Dios. En tanto, gozarían de la dulce presencia de Aura las visitas cargantes, los señores y señoras de Ibarra, de Gaminde y Vildósola; y para colmo de fastidio, Martín podría verla a todas horas, y él no. Esto era en verdad peor que un castigo. Aura bajaría por las mañanas a la tienda, y como tenía tan bonita letra, puede que Martín la pusiera en el escritorio, a su lado, a copiar cartas y facturas, tocándose el codo de él con el de ella... No, no mil veces: esto no lo sufría. Como viera los codos juntos, de fijo haría cualquier barbaridad. Pensando estas tonterías se llevó casi toda la noche, y en lo más avanzado de ella, mientras su padre y su hermano dormían, calentó con sus besos el frío revoco del tabique. Efectuose al siguiente día tranquilamente el apagar de hornos, la recogida de herramientas, la disposición y arreglo de todo lo que había de quedar allí, el transporte del hierro elaborado, y en un carro que mandaron traer de Miravalles se trasladó a Bilbao toda la familia.
Resultó ¡ay dolor!, lo que Zoilo temía: que desde la noche de llegada se vio la casa infestada de visitas, que acudían como las moscas; señoras y señoritas pegajosas que iban a picotear, a gulusmear, y a estarse las horas muertas en la sala. Las alabanzas a la bella sobrina eran entusiastas; los plácemes por tenerla allí, muy empalagosos. Zoilo hubiera cogido un zurriago y arrojado a la calle a todo aquel señorío importuno, que le quitaba a él su bien propio; pues con tanto mirar a la niña, y tanto sobarla y besuquearla, colmándola de lisonjas, se llevaban pegadas a las manos y a las bocas partículas de aquel ser divino. ¿Qué le importaba a nadie que Aura fuese un prodigio de hermosura? ¿Ni qué tenía que ver aquella gente curiosona, entrometida, con que fuese huérfana, prometida de un principillo, y qué sé yo qué? Ya se le iban atufando al hombre las narices, y le entraban ganas de demostrar a chicos y grandes que sólo a él le importaba la guapeza y demás méritos superiores de su prima... No poco se alegró de que no le confinaran en el almacén de Ripa, atestado de maderas, barriles de alquitrán y brea, pues si su padre le señaló un trabajo que allí le retenía algunas horas, las más del día estaba en la Ribera, ayudando a Martín en el trajín del despacho. Gracias a esto podía extasiarse en su divinidad, sin hartarse nunca. Si viéndola en el llano vestir de Bermeo y en el desgaire de Lupardo se había enamorado de ella como un tonto, en Bilbao, cuando se la vistieron de señorita para llevarla a misa o al visiteo, y con los trapitos de cristianar para presentarla en el Arenal, su tontería se trocó en locura, con hondos desvanecimientos y accesos de rabia.
Efecto maravilloso y estupefaciente causó Aura en la juventud bilbaína, cuando hizo su primera salida con Prudencia y la señora y señoritas de Gaminde en el paseo del Arenal, pues si bien la fama había anticipado ya ponderaciones de tan singular belleza, la realidad empequeñeció la obra de la fama, al contrario de lo que en la mayoría de los casos sucede. Y aunque entonces, como ahora, la gallardía y hermosura mujeril eran cosa corriente en Bilbao, el tipo de Aura, su sencillez y majestad, las incomparables líneas de su cuerpo, su helénico perfil, y la expresión divinamente humana de sus ojos, fueron motivo de general admiración y embeleso. Mirábanla los hombres encandilados, turulatos los viejos, con asombro receloso las mujeres, y no se oían a su paso más que alabanzas. Si por una parte satisfacían a Zoilo tales demostraciones, por otra le mortificaban horriblemente, porque de tanto mirarla y alabarla resultaba que no era suya, sino del público. Rondando solo, separado de sus amigos, por los bordes del paseo, tomaba las vueltas a su prima y observaba de lejos la cara que ponían los jóvenes, así militares como paisanos, al pasar junto a ella; o bien iba detrás de los grupos de paseantes, tratando de escuchar lo que decían. Las exclamaciones «¡vaya una mujer!...» «es más de lo que dijeron...» «esto ya no es mujer, es diosa», eran como otros tantos estiletes que clavaban en su pecho. Si más que mujer era diosa, los malditos dioses no consentirían que hembra tan superior fuese para él... Y cuando pudo ver y oír que en un grupo de milicianos, donde iba su hermano Martín, felicitaban a este por tener a tal beldad en su casa, y le daban bromitas, faltó poco para que la emprendiese a bofetada limpia con aquellos majaderos, desvergonzados... Nervioso y descompuesto, marchaba en una y otra dirección por el círculo más excéntrico del paseo, que era como el voltear de una noria, pensando que si hubiera pistolas de muchos tiros, y él poseyera arma tan prodigiosa, la emprendería bonitamente en aquella ocasión... ¿Cómo? Arreando un tiro ¡pim!, a todos los que al paso de Aura decían ¡ah!, ¡oh!... y otro tiro ¡pam!, a los que se permitieran comentarios de la hermosura, y qué sé yo qué... y otro y otro tiro ¡pim, pam!, a los graciosos y bromistas... ¡Hala!... ¡y que volvieran por otra!